Salgo de guardia. Una expresión que se ha hecho familiar, cotidiana. La vida se altera saliente de guardia, o más bien se reajusta a la normalidad. Lo anormal es estar de guardia, intentar mantenerse alerta más de 24 horas a veces es realmente complicado y termina afectando al humor (nos volvemos más ácidos, más oscuros y mucho más irascibles), al amor, a las relaciones sociales, al cuerpo y a la vida en general.
Somos un equipo. Y como tal nos apoyamos, a veces nos soportamos, a veces nos peleamos y a veces encontramos zancadillas en el camino. Así es la vida del ser humano incluso en el ejercicio de la Salud. Y como equipo, afrontamos nuestros miedos y frustraciones en conjunto, con una carencia de privacidad a veces asombrosa. Sin embargo, siendo el médico de guardia, hay una parte de ese miedo, hay una parte de esa responsabilidad del conjunto que depende por completo de nosotros, de nosotros deriva y a nosotros es devuelta en forma de confianza, de respeto y, a veces también, de verdadero cariño. La labor en Medicina está muy estructurada, la responsabilidad también. Es, como en la mayoría de los asuntos mundanos, una pirámide. Si bien habitar en la cúspide de esa estructura garantiza una serie de comodidades (lejos, muy lejos de lo que los no iniciados en Medicina en España piensan), ese confort a veces no es suficiente ante el tamaño de la responsabilidad, del bagaje y de las decisiones que se deben tomar en puestos semejantes. La labor se estructura, pero el médico siempre es el capitán de la nave: al que llegan todas las quejas, el que debe resolver los problemas que exceden los límites de las responsabilidades del resto del equipo, y el que genera la energía necesaria para trabajar, para producir aquello para lo que estamos de guardia: cuidados y restauración de la Salud.
No es fácil. Nadie dijo que lo fuese. Sin embargo no deja de ser un choque brusco con la realidad el primer día de guardia. Hay miedo, se pasa demasiado miedo; a pesar de que, como residentes, estamos cubiertos (en la realidad no siempre es así) con adjuntos, nuestros inmediatos superiores. Desde aquella primera guardia, cada vez que entro en una, siento la misma extrañeza y el mismo magma de sensaciones entrecortadas y polarizadas. No creo que nadie en su sano juicio entre de guardia sin esa sensación de alerta, sin enfrentarse con sus miedos más íntimos, que se van mezclando, a medida que pasan los años, con cansancio, frustraciones y, muchas veces, hasta aburrimiento.
El esfuerzo físico de hacer una guardia, si queremos trabajar, claro, es enorme. A ese desgaste se suma la actividad mental y el torbellino emocional al que nos vemos abocados. Nos convertimos sin querer en personas picajosas, en parte egoístas, muchas veces quejosas sin motivo alguno, y muchas veces irascibles: hay que lidiar con innumerables circunstancias externas además de con nosotros mismos: el miedo de los otros, la falta de responsabilidad de los otros, el deseo de ser útil y, también, las ganas de aprender.
Una guardia es algo más que esa definición eufemística creada para que no se nos paguen horas extras: expectativa de trabajo. Una guardia es trabajo. El cuidado del Enfermo no se limita a una visita mañanera, a una toma de decisiones determinadas. Las líneas maestras de un tratamiento se dibujan así, mas la aplicación del mismo y las consecuencias a las que aboca requieren una asistencia continuada, una constante vigilancia. Siempre hay problemas que resolver, siempre hay situaciones críticas que afrontar, decisiones que tomar. Y eso no es estar expectante de trabajo: eso es pasar una a una las horas del reloj despierto o en duermevela, con dos o tres móviles (incluido el personal) que suenan constantemente, e ignorar, una tras otra, la existencia de días festivos, fines de semana o puentes y acueductos. Todo trabajo tiene su lado oscuro, la Medicina tiene demasiados que no se conocen pero a los que hacemos frente primero con mucha ilusión, posteriormente con más resignación y frustración que otra cosa, y cuya única compensación es la interacción con un equipo igual o más diligente, y con la satisfacción de una labor nunca perfecta, pero al menos más cercana a aquello que soñamos alguna vez.
Hay guardias y guardias. Así como hay médicos y médicos, enfermeros y auxiliares y celadores. Hay días en el que los astros se alinean y todo va sobre ruedas: el trabajo parece una fiesta, todo se resuelve con el esfuerzo adecuado, hay risas y preocupaciones. Sin embargo hay otros momentos en los que deseamos salir corriendo desesperados, cansados y hartos de estar entre aquellas paredes con olor a alcohol, humores y frustraciones; hay días en el que la Salud importa quizá menos que la necesidad de sacar la labor hacia adelante, y la magia se pierde en la burocracia cada día más abundante y en la lucha por restablecer cierto aire de normalidad a unas vidas alteradas por la presencia de la Enfermedad y de la Angustia.
En mi primera guardia tenía miedo. Uno sordo, constante, palpable para mí y seguro que para los demás, y sin embargo ante el paciente la actitud era de serenidad, de cierta desazón y rigidez… Algo de todo ello perdura en mí once años después. Acostumbrado a quedarme callado, a pensar en voz alta, mis titubeos se confunden ahora con experiencia vivida, y mis defectos (que veo mejor que nadie) en pugna por salir a a superficie y que el Destino está empeñado en que enfrente cada día, mezclados con mis virtudes, se entretejen con un aplomo cada vez más real y con una inseguridad cada vez más acotada. Sé de lo que no soy capaz y sé que debo enfrentarme en cada guardia a ello. Es una lucha que agota, pero que da como fruto la mirada comprensiva de una enfermera, el aliento de una auxiliar diligente, la sonrisa resignada de un paciente cuyo único deseo es el de sanar y que se entrega a nosotros para ese fin. A veces un residente nos acompaña y su miedo se suma al nuestro, y es una espiral de emociones que sólo con el tiempo se aprende a depurar y controlar. A veces nuestros problemas personales nos afectan; a veces una guardia nos sirve de escape y de catarsis. Así es la vida.
Hay guardias y guardias. En todas ellas el sentimiento de encarcelamiento se hace evidente en la algarabía que sentimos salientes de guardia, confundido con el cansancio y con la satisfacción del trabajo bien hecho. Estar de guardia es cargar con el pesado fardo de nuestra vida y la de los otros, de nuestros miedos y talentos, y los de los demás, y hacerlo con el mejor de los espíritus y, a veces, con la más estóica de las cabezonerías; es una labor de desgaste y de temple al mismo tiempo, es un choque continuo de deseos y responsabilidades, y que se refleja en nuestro mundo por doquier: en nuestro rostro, cada vez más cansado y lleno de ojeras; en nuestro hogar, al que llegamos tan cansados y hastiados que todo nos molesta, cambiando el sentido de la vida y llegando a amargar a veces a aquellos que amamos; y en nuestros amigos, envueltos en los líos de la vida que se vive entre las orillas de la Salud y la Enfermedad.
No sé porqué hago guardias. No he pensado que exista una razón. Porque sí, creo. Porque así está pautado. Porque así se nos explota en España. Quizá no sea la mejor de las maneras de enfrentarse al mundo. Pero siempre he pensado que para ser un buen jefe primero hay que ser buen subalterno, y para poder cambiar una realidad, primero hay que conocerla de antemano y saber qué puede dar de sí y qué no. Reestructuraría sin duda el ritmo y la forma de ser de las guardias. En otros países este sistema que tenemos está obsoleto, y no hay que mirar muy lejos para saberlo. Y, sin embargo, estar de guardia es parte de mi trabajo (a veces es todo lo que tenemos como trabajo), y a una parte de mí le gusta trabajar, aunque encerrado y deseando huir, porque una parte de mí, quizá muy pequeñita, quizá afónica, sigue mostrando satisfacción y miedo, dolor a veces y gran paz, cuando una larga jornada como la de hoy culmina y se me abre la boca enorme para suspirar, en medio del aire puro del mediodía: ¡Salgo de guardia!