Paris sera Toujours Paris: la vida es ensueño

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Nada como adentrarse en la prosa de Màxim Huerta para navegar por París. Si la ciudad ha sido para muchos un sueño, vivirla a través de sus ojos en un ensueño azul y gris y rojo, lleno de fluidez acuática y de carnosidad, olores y sabores. El París de Màxim Huerta es ruidoso, preciso, lleno de detalles que explican la vida actual, vívido y palpable (de suerte que sentimos los pasos sobre adoquines mojados  y oímos el entrechocar de copas Pompidou llenas de champán entre risas y desvíos), evocador y único, porque fue única París en un tiempo ya ido y lo es, todavía, en el recuerdo del escritor.

 Paris sera Toujours Paris, en una bellísima edición a cargo de Editorial Planeta, en donde se aúnan la prosa muy Màxim Huerta (enamorada, canalla y discretamente irónica) con las ilustraciones maravillosas de María Herreros, es una obra hecha con cariño. Nada más bello que el olor de esas páginas con peso, donde los colores nos hablan de París con la misma fuerza que las palabras escritas o las imágenes dibujadas; nada más concreto que el sueño de un escritor que ha vivido una ciudad y la evoca en la distancia, y el sello de un periodista que, suerte de guía turística, nos descubre las entrañas de una ciudad sin desnudarla por completo, a modo de esas amantes superfluas ya perdidas en el tiempo: pieles salvajes que no carecen por completo de adornos. Todo en Paris sera Toujours Paris se vive como un ensueño; cada detalle, cada curiosidad; cada capítulo es un latido, cuya sístole insufla de aliento una vida que fue y cuya diástole nos lleva al remanso del día a día, en un ejercicio melancólico, pero todavía hermoso, de una ciudad que ha querido ser centro del mundo y que ya no lo es.

París no es ya esa París: es una dama arreglada que soporta las embestidas de tiempo, pero con evidentes signos de desgaste. Ni su belleza permanece ajena a la mediocridad de la actualidad. Siendo rabiosamente moderna hace un siglo, en nuestros días se muestra orgullosa pero algo abatida, cansada de turistas, pero siempre atractiva. El que tuvo retuvo, suelen decir. A París ya no la cantan ni la retratan ni la justifican ni la veneran esos talentos inmortales de la cultura y del buen vivir, pero todavía perduran aquí y allá espíritus salvajes que recuperan ese hálito travieso, que aprecian las vibraciones mágicas de lo que fue una ciudad única y que apenas sobrevive en las riberas de una postal. Màxim Huerta adora una París que es más ensueño que realidad; que ha sido y ya no es, pero que fue: gracias a él cada adoquín habla, cada farola tararea una melodía, cada paseo tiene una explicación y cada joya producida por la cultura efervescente de un momento único nos recuerda que somos capaces de todo lo alto y lo bajo como raza y como ideal. Paris sera Toujours Paris mientras autores como María Herreros y Màxim Huerta se afanen por recobrar y recordarnos con publicaciones llenas de belleza, que la grandeza va de la mano de la diversión, que la fiesta tiene un precio y el arte otro, y que de lo informe nace lo excelso, y que lo imperecedero sufre los vaivenes de la vida con espíritu de lucha y cuerpo de metal.

Ojalá algún día Madrid merezca un homenaje semejante, por bella, misteriosa, dura, canalla, divertida e irreal. Pero, mientras tanto, disfrutemos (sin dejar de mirar de soslayo la gran pobreza y podredumbre de toda gran ciudad) de Paris sera Toujours Paris, por siempre.

Firmamento: vida ondulante

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La vida es un lío. La vida que se desordena sin que sepamos cómo. Y nos atonta perdiendo la guía, el rumbo.

Así empieza de verdad la nueva novela de Màxim Huerta: Firmamento, publicada por Editorial Espasa. Dos vidas en maremoto, dos puntos alejados en el universo, y un hilo invisible que dibuja una constelación que se va advirtiendo poco a poco, a medida que caen las barreras y los velos, ropas y vergüenzas, y un lenguaje cada vez más libre y más gráfico y también más abstruso (y cíclico, pues La noche soñada forma parte de ese trazo estelar que hallamos en Firmamento.)

Màxim Huerta es Mare Nostrum: no podemos entender su creatividad sin el sol, el aroma de los pinos, la libertad encerrada del Mar Mediterráneo. Y el ritmo de sus mareas. En Firmamento la prosa navega siguiendo esas fuerzas líquidas, encontrando esa concupiscencia del abrazo acuoso y del beso de sol. Mi vida es Mar Océana, un mundo atlántico, cuya extensión es profunda y oscura, remota y libre en ese aparente infinito. El Mediterráneo es refugio y complicidad, sensualidad a flor de piel; sabroso al tacto, rico al gusto, arrullo para los oídos: un festín para los sentidos. Y así se descubre Firmamento. Que comienza con un final y finaliza con un comienzo. Un hechizo de estrellas y una historia de dos.

 Firmamento parece sencilla: es una historia de dos. Un encuentro. Una combinación imposible, una unión de seres desgarrados. Pero no hay nada más complicado que una vida humana: sus baches, sus cumbres, sus sueños y sus pesadillas, sus pesares y sus alegrías. Y el inicio y la migración de la soledad no buscada a la compañía imprevista está lleno de sorpresas, de descubrimientos inesperados, de miedos, tropiezos, deseos y conquistas. Y es en esas pequeñas cosas (la vida es ese conjunto de pequeñas cosas) donde Firmamento destaca: una espalda al aire, el pie que se hunde en la arena, el reflejo del sol en el agua, el inicio de un cuello, el tacto de los dedos. Y esas reflexiones profundas, que nacen de la experiencia y de la observación minuciosa y de la compasión hacia todo lo que tiene que ver con lo humano, trazan el cielo estrellado que Ana y Mario descubren, y recuerdan, de sus vidas anteriores, de su nueva vida.

Es una novela de presente. De decisión. De vértigo. Azul y libertaria. Libertina, llena de detalles eróticos porque nada hay más sensual que la orilla de la playa, que lame y relame la arena con ese movimiento dulce y feroz de la marea. El pelo libre, las pieles tocadas por el sol, los cuerpos firmes, las intenciones huidizas. Y ese secreto escondido, muy Màxim Huerta, como el hueso oculto dentro del fruto más dulce, esa suave ironía, ese descaro tangencial, esa vivisección sutil de la naturaleza humana que tanto le inspira y que tan bien  retrata con ese lenguaje directo, y a la vez cargado de poesía, muy suyo.

Las constelaciones guían al hombre en esa singladura fugaz que es la vida. Y busca en las estrellas, además, su confort y su futuro, perdiéndose en la belleza que emana de ese océano infinito de luces titilantes. Pero el destino real está en la tierra, hecho de piel y de deseos, de intenciones y de encuentros. Y de renuncias y de valientes decisiones. El destino está escrito, realmente, en el corazón. Y Màxim Huerta usa su pluma para recordárnoslo.

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La parte escondida del iceberg: tan corto el amor, tan largo el olvido.

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La vida no es un río, la vida es un largo estuario que se abre inmenso entre la brevedad de ese torrente que lleva nuestro nombre y el incontenible mar de la existencia. La parte escondida del iceberg, el nuevo libro de Màxim Huerta, es un viaje intenso a las profundidades de esos limos que lo fundamentan como hombre y que justifican cada una de sus obsesiones, sus miedos, sus aciertos y fracasos, retratados con falsa sencillez en cada uno de sus relatos anteriores.

La vida es un tatuaje: cada sentimiento, cada sensación quedan grabados en la piel dejando esa huella indeleble que produce primero dolor e inflamación, que requieren cientos de cuidados inmediatos, y posteriormente olvido. Cada amor es una cicatriz, cada vivencia una herida que, más que inflamar la (vana) ilusión de vivir, mengua las fuerzas y las justificaciones que nos hacen seguir adelante.

La vida es amar en períodos cortos, siempre con buen tiempo; la vida es olvidar lento, estirado y pegajoso, casi siempre lleno de lluvia (lágrimas) que se congela en ese camino sin fin que va desde nuestros ojos al corazón, invierno de una existencia que es infierno helado, recuerdos escarchados que pugnan, a poco de amontonarse, con salir a flote y ahogar todo esfuerzo por desterrarlos.

La parte escondida del iceberg es la orografía sensitiva, sensorial, gustativa e íntima de Màxim Huerta. Un amor inolvidable pende de la cima de esta historia, que sin embargo viaja rápida e inexorable hasta el fondo de esa nada sin forma que es la vida recordada y recobrada, para encontrar justificaciones y sentido, y emerger arrebolada, débil, titubeante y frágil, henchida de melancolía, de reproches y de amargo resentimiento. Contra el amor: de niño, de hijo, de hombre, de amigo, de amante.

Es un mapa sin rutas, porque el dolor traza sus propios senderos, y el miedo le da alas. Y sin embargo es la cartografía de un ser que se ha hecho a sí mismo, grande, tenaz, inmenso, inconmensurable, a pesar de que se reprocha una y otra vez como torpe, miope, orgulloso y miedoso. Nadie puede escribir con el corazón siendo pequeño; nadie consigue, a pesar de los innumerables baches del relato (de la vida), una libertad tan prístina si no lucha sin denuedo contra todos sus demonios interiores, sus supuestos defectos y su tristeza.

Nadie muere ya de amor. Pero muchos andan con la vida atemperada por su pérdida. En La parte escondida del iceberg, a pesar del eterno frío de esas llamas congeladas, el corazón de Max late lento, desordenado, constante. Màxim Huerta titubea, porque la vida embarazosa es así, hasta que el relato consigue la esencia de una confesión y la vergüenza se deja de lado: los disfraces de cada uno de sus libros, desde Que sea la última vez… hasta El Susurro de la caracola, donde sabemos la procedencia del miedo y cuál es el ogro de la niñez; desde Una tienda en París, donde notamos esa mezcla de alegría desenfrenada y sensualidad a flor de piel y el miedo a tomar la decisión correcta que nos dé la Libertad; desde La noche soñada hasta No me dejes, donde todos los fantasmas de un niño que ya no lo es se sacrifican a un presente imperfecto, profundo y único en donde habitan mil errores y pocos olvidos; desde El lector hasta cada uno de sus artículos; desde Mi lugar en el mundo eres tú hasta su propia frontera, la que separa el cristal de las gafas de su mirada, la barba de la boca, los labios de la voz que habla, las manos de las palabras que escribe; el sacrifico de una niñez que sin embargo late muy vívida en su recuerdo; la embriaguez de la juventud y el triunfo, lleno de ese lustro que sólo una sociedad agotada en sí misma permite su pertenencia y su goce; el placer de la conquista y los amores fugaces, quizá equívocos, tal vez inútiles, hasta ese momento, variable para cada uno, en que el amor hacia Otro hace tanta mella que destruye la geografía de una vida y la cambia para siempre. Nadie muere ya de amor, pero ese sufrimiento mina e inestabiliza y a veces nos impulsa, a través del arte, a transmutarlo, a transmitirlo y finalmente a dejarlo de lado, lastimados y agradecidos de semejante experiencia y de tamaño regalo.

La parte escondida del iceberg no es una novela: es un relato a borbotones de la angustia vital de un hombre que no puede más; un poeta cuyas válvulas de escape ya son incapaces de soportar la presión de una vida burbujeante y vacía, que le impide ver la belleza que le rodea y, aún peor, la propia belleza que posee. Es un relato angustioso, desesperado, lleno de referencias innecesarias, porque nada justifica más ese estado de fosilización y de movimiento, de arcadas y vómitos, de medias sonrisas y de obstinación; Màxim Huerta, el escritor, consigue transmutar al Max de la intimidad al comprenderlo, y aún más, al aceptarlo. Máxim Huerta, el escritor, consigue finalmente aceptar al Max herido y solitario, por torpeza o por propia elección o por obstinación o por comodidad, a través de un parto eterno que ha necesitado cinco relatos, un rosario de resacas, miles de kilómetros recorridos y el intenso frío de un invierno casi irreal de París.

En La parte escondida del iceberg pueden sobrar muchas cosas que distraen del relato, porque la vida está llena de esas jugadas estrafalarias que consiguen que perdamos el agudo sentido de orientación de nuestro corazón, pero no le sobra ni un latido, ni una lágrima, ni un aliento de hielo: podemos amar hasta cansarnos y siempre nos sabrá a poco; podremos desearlo con todas las fuerzas del cuerpo, pero siempre será largo el olvido, porque hay cicatrices, hay aromas, hay tactos y una rendición inexorable a la belleza de lo perdido, a la recreación de lo pasado, que nos atan a él.

Todo fin es un nuevo comienzo. En La parte escondida del iceberg ha penetrado la luz, y su calidez, aunque tímida, ha dado paso al deshielo de la primavera. Por eso se ha escrito en enero, por eso se publica en abril. Por eso Màxim Huerta es uno de los escritores más valientes que conozco, y Max, uno de los hombres más admirables que existen. Hay secretos, medias palabras, nombres no dichos, causas inexplicadas, vida escrita aún con caracteres ilegibles. Pero el corazón late y de su centro mana sangre a borbotones, cálida, lenta, pero constante, y ese latido lo hará elevarse hasta la altura que merece, hasta la comprensión real y última, que revela siempre, siempre, la vida que se vive.

Elsa y el mar: juego de niños.

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¿Realmente un cuento de niños es para niños? Siempre me lo he preguntado. Desde luego, remontándonos a los ascendentes más famosos: los hermanos Grimm por un lado, Hans Christian Andersen por otro (sin olvidarnos de Charles Perrault, por supuesto, y de la tradición tan vieja como el hombre de contar historias y legarlas a las generaciones por venir), los llamados cuentos infantiles no son para niños, son mensajes cifrados que esconden verdades como puños, morales y físicas, sobre lo que hay de escondido en el ser humano, de débil y de valor; parábolas creadas para legar enseñanzas profundas, conocimiento propio y profano, único e insondable.

Yo me acerco a los niños sin hacerlos sentir tontos. Lejos de emplear con ellos la memez a la que los tienen sometidos en la actualidad, pero tampoco sin imponer una estructura de actuación de un adulto (cuya promesa despunta), establezco con ellos un lazo de paridad. No es que yo me haga un niño cediéndoles a ellos poderes pluripotenciales (es decir, como está estructurado actualmente el núcleo familiar moderno); encontrando un terreno común en el que nos entendamos como personas que somos, con nuestras diferencias (por lo pronto y meramente físicas, de más de 190 centímetros de diferencia) y nuestros puntos de encuentro, donde la realidad la explico y me la explican con toda singularidad y toda riqueza. Por eso me llevo bien con ellos: me gustan cómo piensan, cuando no son poseídos por arrebatos egoístas (incluyéndome yo en la ecuación); no los deifico, algo que me causa terror (y a ellos seguro que también); sólo nos sentamos en ese terreno común con sus reglas establecidas por la fluidez del contacto, y nos disponemos a jugar ese juego de niños que es la relación interpersonal entre seres humanos.

Transmitir eso a un cuento infantil no debe ser nada fácil.

Màxim Huerta ha publicado, en conjunto con María Cabañas en las ilustraciones y gracias a Frida Ediciones, una pequeña historia dedicada (supuestamente) al público infantil. Lo es en su núcleo de promesa, en esa perpetua senda de esconder en pocas páginas la belleza y la aridez del mundo, el presente continuo (un niño no tiene pasado ni futuro; lo desea, no lo intuye; lo sabemos, no lo deseamos), esas alegrías enormes y esas decepciones brutales y pasajeras que pintan la niñez y aun la definen, la eternizan. Elsa y el mar es un pequeño poema a esa esperanza, a esa constante lección de la vida; es un querer plasmar, dentro de la eternidad de las cosas que fluyen, ese instante en el que nos damos cuenta (nos damos cuenta) que la vida es un perpetuo recorrer, un juego de permanencias inconstantes, una revelación inacabable. Y es a la vez un regalo y una pequeña promesa, una pequeña joya de sencillez, de sensación y de festejo.

Ignoro si es más fácil escribir ficción para adultos, o si todo lo que creamos es, en el fondo, un sempiterno canto para nosotros mismos. Pero lo que sí sé es que no es sencillo abocarnos al campo infantil sin entrar en campos trillados, sin caer en errores mundanos. Màxim Huerta lo logra con creces y deja para la posteridad de su propia vida, y de quienes la integran, la eternidad encerrada en un pequeño relato que exuda frescor y alegría, pero también (como todo en su línea creativa) cierta melancólica certeza, el reflejo de que siempre hay algo más de inasible, de insondable y secreto que jamás podremos conocer por completo y que puede llegar a herirnos, aunque sea de forma somera, quizá para siempre.

Una advertencia, un descubrimiento, un fluir constante. Elsa y el mar es un juego de niños lleno de vida, es decir, de lecciones por aprender.

Mi lugar en el mundo eres tú: íntimo corazón viajero.

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Mi lugar en el mundo eres tú es la nueva travesía de Màxim Huerta. A mitad de camino entre un carnet de viajes, una guía turística, un nuevo trabajo a cuatro manos con el ilustrador Javier Jubera, y un catálogo de gustos y querencias, Mi lugar en el mundo eres tú nos regala al más íntimo y desnudo Màxim Huerta.

Tendemos a buscar en las historias escritas mucho de un autor; fantaseamos que ésta o aquella escena o un personaje determinado, sean un reflejo de la realidad del escritor. Esperanzas vanas: todo personaje, toda situación descrita son una amalgama de vivencias propias y ajenas, a veces fruto de la observación y otras de la investigación más pormenorizada; la escritura es un acto de reflexión, de refracción y de escucha donde todo cabe y se funde, como la cera en el bronce de una estatua dentro de la fragua de la creación. Eso no ocurre con Mi lugar en el mundo eres tú, antes bien: estamos ante el retrato, a manos llenas, de un corazón. Màxim Huerta coge todos los colores de su alma y pinta con trazos perfectos las carreteras de sus sueños, los miedos de sus sentidos, los disfrutes de sus sentimientos y sus gustos, sus pensamientos y sus verdades veladas para regalarnos un relato lleno de pespuntes, de hermosas imágenes fotografiadas por él mismo; de sus filias y sus dolores y de esos errores que se confiesan sólo en el ambiente tierno de la buena compañía. Màxim Huerta establece con el lector una intimidad cómoda, en la que se muestra y se desvela tal cual es, con una valentía inusual en cualquier escritor, y por lo mismo perfecta, poderosa: nada hay en el libro que sobre; nada falta, dejándonos con ganas de más: un romanticismo que evita la ñoñez; referencias literarias y cinematográficas que se alejan del chovinismo cultural; un equilibrio perfecto entre cercanía y ligereza, entre hedonismo maravilloso y asepsia intelectual; cuaderno de recuerdos y versos y un corolario de reflexiones que son lecciones aprendidas y vida vivida y bien aprovechada.

Como ya ocurrió con El lector, las imágenes de Javier Jubera aportan cohesión a lo contado, que a veces se desperdiga para amalgamarse más adelante, y un toque mediúmnico y casi irreal, acercando al lego las referencias literarias que pueblan las páginas de este inusual libro de viajes, donde se retrata un gusto, una sorpresa y una vida llena de corazón. Da la impresión que Màxim Huerta paulatinamente se deshace del lastre de la vida para volar ligero, como ha aprendido a viajar sin exceso de equipaje: sus columnas semanales en periódicos como El Español, por ejemplo, y ahora este texto, nos lo dicen en susurros confesados cada vez con voz más clara.

Hay que ser my valiente para escribir una joya como Mi lugar en el mundo eres tú. Cada línea rezuma sangre tibia, cada hoja evoca el latido de un corazón; cada imagen, cada recuerdo, el retrato de un alma que se desnuda… Y tras esa desnudez está una vida. La suya. Y la nuestra, que viaja junto a la suya, cada vez que publica una nueva aventura.

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Los personajes secundarios (en la obra de Màxim Huerta).

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Partiendo de la idea que no creo que haya personajes secundarios en ninguna buena historia, los personajes que soportan la historia central de un relato son la base e incluso pueden llevar a robar protagonismo al personaje principal al que deberían servir.

Un buen actor dirá que no hay personaje pequeño. Parte de esa habilidad está escrita de antemano en el papel, y parte (mucha) procede de su propia sensibilidad para explotar la veta de oro que encuentra al leerlo. Un buen actor secundario siempre (siempre) roba la escena al actor principal cuando sabe que trabaja sobre la ganga de un personaje bombón. Él se da cuenta, y nosotros como espectadores, disfrutamos de esos momentos que son únicos. Michael Caine es uno de esos grandes maestros, y Chus Lampreave, también.

En la obra de Màxim Huerta abundan estos personajes que, como cometas, atraviesan las historias que hilvana, dejando un brillo intenso, y en muchos casos, llevando realmente sobre sus hombros el verdadero peso del relato. No creo que haya intención alguna en el escritor (¿quién puede decirlo realmente?); al contrario, pienso que en todo proceso creativo, cuando es real, el escritor no es más que un canal por donde la historia fluye como desea ser expresada; cuando nos bloqueamos, es sólo un fallo en la red de comunicación, que si forzamos, nos frustra, llegando incluso a abandonarlo por un tiempo. Cuando la relación se restablece, cuando dejamos que la historia vuelva a fluir, por más que deseamos, quedará escrita como desea, no como la hemos pensado.

Cuando se posee ya un cierto volumen de trabajo como le ocurre ahora a Màxim Huerta, no sólo se analizan los estilos o las intenciones como creador; esa calidad nos permite asimismo investigar un poco en los entresijos de esas historias en aspecto livianas (esconden verdaderas oscuridades humanas iluminadas, eso sí, de la forma más tierna y, verbigracia, humana posible) que salen de una pluma enérgica, vibrante, casi incansable. Y de ello saco yo las conclusiones de lo que más me gusta del escritor y de sus escritos, la única forma real de comunicación que podemos establecer,a  nivel creativo, con un escribidor tan prolijo e imparable como él.

No repetiré aquí lo que opino de sus obras, pues hay otras entradas de este blog donde ya se ha expuesto, al contrario: sólo quiero anotar, a vuela pluma seguramente, lo que más me ha atraído de esas historias donde el corazón rebosa y los personajes consiguen descifrar el intrincado acertijo de su destino entregándose ciegamente a él. De todas las novelas de Màxim Huerta lo que más me ha llamado la atención ha sido la construcción de sólidos personajes secundarios en los cuales los protagonistas se reflejan y viven sus desventuras con una entrega fiel y constante. De hecho, he llegado a querer más a esos personajes, trazados con amor y habilidad, y con una cierta sabiduría que siempre me deja asombrado.

En Que sea la última vez… Margarita Gayo es un ciclón, pero quien inicia, quien enciende, quien le da vida a esa aventura es Willy. Esa solidez de cuerpo y alma, esa entrega para nada ciega, esa absoluta presencia llena de presente, hace que la entendamos, que la sigamos y que valoremos su evolución posterior.

En el Susurro de la caracola, siendo como es el primer sonido que escuchamos el eco de una celda al cerrarse, toda locura, todo mimo, todo cuidado, toda justificación en las acciones de Ángeles gira en torno de Marcos, el joven actor que vive, quizá por ser joven y bello y casi perfecto, un presente perpetuo, en el que se confunde el tacto de la ropa recién planchada y el olor embriagador de los dulces y el amor que se desprende de esos pequeños detalles que se desvelan en la comodidad de un hogar que ya no parece vacío, en el silencio que arrulla un sueño deseado, y una sonrisa que es la mejor recompensa, tanta, que vale la cárcel y la cadena perpetua.

Y llegamos a Una tienda en París, para mí la (mejor) novela más Màxim Huerta, en donde su estilo florece y evoluciona, en la que vi por primera vez ese escritor que deja de ser promesa y construye en una historia  cuya complejidad está escondida, precisamente, en los personajes secundarios. Pues Alice es Una tienda en París. Su aparición llena de viento fresco al relato; su delicadeza que, a pesar de la brutalidad del mundo, nada empaña; sus conflictos internos, el amor que brota de los mimos, el lujo y la belleza, y sobre todo o por encima de todo, ese ser fiel a sí misma la convierten en el corazón de la novela, quizá en el motivo último de haberla concebido y escrito.

   La noche soñada es Màxim Huerta en estado de maduración. Una historia más polifónica, mediterránea pero preñada de un realismo mágico tan latinoamericano (que le aporta consistencia y belleza y que se conjunta tan bien, que debería ahondarse más en esta mezcla de la que saldrían sin duda relatos maravillosos) en la que se juega a tres niveles, pero cuyo centro, su corazón, está encerrado en tres hermanas, comandadas por la tía Visitación, envuelta en boleros de Olga Guillot, en azúcar glaseado y harina y besos intangibles dejados sin querer a la sombra de los cristales empañados.

En No me dejes no es la ruptura de la pared entre el lector y el escritor lo que me atrapa (antes bien, quizá me estorbe, por inesperada sobre todo); no es Violeta ni el delicado Dominique, ni siquiera Paulina o Mercedes, que entretejen el entramado parisino de una historia llena de silencios y de malentendidos; es Étienne el personaje que me atrae, que me impulsa, que es distinto, que eleva la trama, la transparenta y la lleva, sí, hacia la cristalización que merece un relato tan complejo.

Y en El escritor, el eje no es Teresa, como creemos, con sus paseos llenos de silencios, la hermosa puerta verde de su hogar, las persianas bajadas, su pelo eterno, su mirada líquida. Es el Escribidor quien nos llama la atención, aquel que, aún callado o hablando por los codos, no dice nada de sí mismo y sin embargo lo dice todo.

El secreto de un personaje secundario está en la simbiosis única entre una personalidad arrolladora, el peso de su presencia en la historia y en lo que nadie nos cuenta de ellos. Un relato en primera persona, como el de Justo Brightman, es el retrato de una voz: no podemos esperar más que sesgos de aquellos que conviven con él, reflejos de los sentimientos que evocan en él; la magia está en retratar con pocos trazos, pero firmes, personalidades que valen un universo y que dejan huella. Cuando el relato es en tercera persona, el riesgo está en dar más importancia a los detalles que a la historia a la que sirven. El mérito de Màxim Huerta es haber encontrado ese equilibrio, poco frecuente en la literatura actual, que hace que un lector ávido y nada obtuso encuentre verdadera belleza en el paisaje que se retrata más que en el retrato, en la habilidad oculta más que en el resultado final; en el eco de las teclas al ser presionadas y las palabras que aparecen en el papel, hilvanando historias llenas de magia y contención. Y en donde todo es importante. Desde el principio al final.

 

El escritor: desnudando un cuento.

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el_escritor_maxim_javier_enPREVENTA-1020x4301   El Escritor es el nuevo relato (corto) de Màxim Huerta, esta vez acompañado por delicadas ilustraciones a cargo de Javier Jubera.

La edición a cargo de Editorial Hidroavión es preciosa. Las ilustraciones de Javier Jubera, hechas con trazo firme y teñidas de colores suaves y sencillos armonizan con el texto, que se diluye en el riachuelo de páginas que se van leyendo. La historia de Ricardo y Teresa atrapa así, desde el principio, gracias al embrujo que palabras e imágenes crean y despliegan.

No es fácil escribir un relato corto. No es fácil escribir ninguna historia, como ilustrarla tampoco. Sin embargo, en los relatos cortos la habilidad del autor se pone a prueba tanto para atrapar como para no desencantar, para convencer al lector y mantener un interés, por siempre breve y por siempre eterno, en la historia. Con El Escritor, Màxim Huerta da un paso más en ese proceso de reinvención de su estilo, momento artístico en el que juega con las paredes virtuales que se erigen entre la lectura física, el ritmo de lo leído, los pensamientos de quien lee, de quien escribe y de quien vive la historia que se cuenta. Ruptura de espacios virtuales, o creación de nuevos ambientes, donde lector y escritor juegan a la vez, o se sienten piezas a la vez, del relato que se cuenta, del relato que se escribe. Acción y reacción, hecho y consecuencia. Con esos elementos, ya mostrados en No me dejes, Màxim Huerta continúa jugando, con cierta habilidad que todavía desconcierta (por inesperada) y que fuerza, de una forma gentil eso sí, a prestar más atención a unas líneas en apariencia breves, trampantojo en el que suele esconderse verdades más profundas.

La historia de amor entre Ricardo y Teresa y el Escribidor de la historia es mágica, porque es un enamoramiento, y es melancólica también, porque proviene de un fin, de una ruptura. Acción y reacción, hecho y consecuencia. Lo más bello del libro no es lo que muestra (esas ilustraciones preciosas, esa historia aparentemente sencilla), si no lo que desnuda. Màxim Huerta es quizá más él mismo en lo que retrata más que en lo que cuenta.

Hace unos meses publicó en su perfil de Instagram una foto tomada desde un balcón de su antigua casa, a la que decía adiós. El Escritor es ese adiós melancólico que la foto sugería, es la expresión desnuda, es decir sin artificios y sin sombras, que ese pie de foto revelaba.

Es ese corazón desnudo el que brilla en El Escritor, más que su evidente identidad como historia y como edición. No hay nada que nos fascine más que la piel desnuda, sin sombras, y libre. El final de El Escritor hay puntos suspensivos, porque la historia sigue y la vida también.