Me he preguntado pocas veces qué soy o dónde estoy. Mi vida la he vivido con orejeras; trazada una ilusión con forma de camino, a pesar de los vericuetos en los que el Destino ha tenido a bien ponerme, algo en mi interior sobrevivía a esos ataques y se empeñaba (se sigue empecinando) en mantener lo más derecho posible esa senda imaginaria que sólo cobra forma en el interior de mi mente. Y así he llegado hasta hoy sin apenas darme cuenta, sin querer mirar atrás (quizá porque me daría pena; quizá porque sé que nunca ha valido la pena), sin plantearme preguntas vitales, sin cuestionar si todo mi esfuerzo estaba evocado a un fin concreto, y si ese fin me hacía feliz.
Cierto es que los más cercanos pueden ver a través de nosotros; nuestra piel es de cristal en muchos aspectos, quizá en demasiados si me lo preguntan; y una persona que vive su vida en silencio (a pesar del ruido de sus propias palabras) sólo puede asombrarse de que esto ocurra. Pero lo hace. Muchas veces la intuición, o la simple observación embebida de mí mismo, me ha llevado a aceptar opiniones vertidas tiempo atrás por personas a las que quiero o a las que tengo aprecio. Aún habitando en el silencio más absoluto, algo así es revelador, y más que todo eso, liberador.
La vida es dura porque la queremos hacer así. Es doloroso ver cómo nos segregamos, cómo nos dividimos; cómo nos identificamos en gustos, colores, opiniones, apariencias, deseos y condiciones, orgullos y ambiciones. Un enfermo en una cama, por más sedas y encajes que le rodeen, no deja de ser un pobrecillo que merece cuidados y atenciones; la Enfermedad, incluso más que la Muerte o el Nacimiento, nos equipara, nos iguala, nos maltrata porque nos hace despertar del sueño que nos hemos creado, y nos demuestra que la vida es dura de por sí, pero más hermosa y sencilla, y que, a pesar de todo, puede que tenga valor vivirla.
Puede que me haya querido demasiado poco demasiado tiempo. Puede que me haya negado el calor de una compañía o la sonrisa de la compresión desde hace mucho tiempo. En vez de desandar el camino que ahora veo con más amplitud, con una sosegada alegría y una sorpresa continua, pretendo ahondar más en él ahogándolo con una nueva mirada, un nuevo sentido y un nuevo brío. Porque todo y todos somos iguales, hay tanta mezquindad e insalubridad en el mundo que ahora veo con amplitud, que en nada se diferencia del que apreciaba con mi cansada miopía. Eso me permite, quizá, entrar con los ojos abiertos y con menos miedos y complejos, en el intrincado universo de lo distinto, sin sentirme tan diferente de lo que siempre he sido, a pesar de que soy consciente de mi condición de rara avis allí donde mi sombra acaba.
Un hombre sabio y bueno de verdad dijo hace ya demasiado tiempo que no podíamos servir a dos amos a la vez; que no podíamos ser tibios; que no debíamos gastar simiente en campo yermo… Es cierto: no se puede vvir en dos mundos tan dispares sin salir resentido o herido; no se puede navegar tanto por el Limbo como por la Estigia hasta la Eternidad; nuestra vida es tan corta, que ahora tengo cuarenta años, desconozco todo de la vida, y aún me planteo necesidades o deseos, permisos y virtudes con dos décadas de retraso, y no me había percatado hasta ahora. Que siempre he sido de lento aprendizaje no es noticia, pero esto casi es ridículo.
Pero es cierto. Una vez oteado desde la altura, cuenta me doy que no hay diferencias en mundos tan dispares, porque los seres humanos somos los mismos, nos vistamos de blanco o canela, llevemos lentejuelas en la piel o rímel en las pestañas. Envidias, malas caras, sueños rotos, burlas, desprecios, engaños, traiciones… Los sentimientos más bajos llegan a todas partes, impregnan todos los sexos, todos los sueños, todos los aconteceres… No hay nada divertido en ser invertido como no hay nada tranquilizador en ser rectos como una flecha. Nada es fácil en un mundo que no da tregua al diferente, porque ni siquiera se lo da al que, por extraña naturaleza, cabe en sus estrechos límites con facilidad pasmosa. Si de verdad abriésemos los ojos, nos daríamos cuenta de que no hay distinción alguna, y que la ligereza o la pesadez del mundo es obra nuestra, y que las diferencias que nos enfrentan son, en el fondo, los puntos de contacto que a todos nos igualan.
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Este fin de semana he estado en Madrid. En la celebración del Orgullo Gay. He estado inmerso en un estado de actividad constante porque fui recibido (como siempre) por los inmensos brazos abiertos de Abel Arana, por la sonrisa y el calor de Alberto Urbaneja, por la sutil claridad de Pablo Robledo y la sonrisa de Izak Amancio. Todos ellos me hacen sentir como en casa… No: han hecho que los considere mi casa. Me llenan de preguntas, me atiborran a consejos, viven su vida desplegada con tal confianza para conmigo, que sólo sonreír puedo a su lado.
Me gustaría poder dibujar en pinceladas sutiles la ternura de Alberto Urbaneja; me gustaría poder describir el sol de su sonrisa, y esa luz que hace de su belleza algo no ya deseable, sino admirable. Alberto Urbaneja pertenece a esa raza de hombres cuya belleza nace del interior y que late como una estrella, que se expande como ese pecho enorme que posee al inhalar y exhalar aire. Dueño de una ternura infinita, su mirada melancólica y sus andares sexis lo destacan, como su estatura, sobre los demás; joven, tozudo, protector, detallista, tierno en las distancias cortas, cálido como un corazón, Alberto Urbaneja es mucho más de lo que cree y es mucho más de lo que merezco de seguro por conocerlo.
Pablo Robledo es atractivo, de verdad. Dueño de una belleza clásica, sus facciones tan bien cinceladas sólo compiten con su ingenio y su saber estar; es un genio como estilista, y tiene el raro don de la sapiencia. Es difícil para mí estar incómodo con él cerca, y no sé la razón de ese milagro; sólo sé que existe. De particular reservado, desde que le conozco nunca he tenido necesidad de usar mi reserva, pues nuestra conversación fluye con una facilidad casi pasmosa. Me encanta todo de él: su voz, su pelo, su fingida ligereza y una inteligencia que atraviesa los espacios, y su pureza, que ha llegado casi intacta a pesar de los tumbos que la vida nos da a veces y de las pequeñas grandes preocupaciones que el día a día nos regala.
Izak Amancio es un artista de la fotografía cuya elegancia visual compite reñida con su belleza física. Es un amante de lo perfecto, de la excelencia y del sueño. Verlo es sentir su genio, genio que a veces trata con la vehemencia propia del artista. Su voz dulce, suave, y su sinceridad en las pequeñas cosas, hacen que lo admire profundamente por su trabajo, que engalana las entradas de este blog con bastante frecuencia. A su lado, cuando lanza su conjuro con su cámara, nadie pasa desapercibido, porque tiene el don de retratar el alma, y de hacerlo con un toque mágico y elegante a la vez, que son su sello y su distinción.
Gracias a Janneth Muñoz y al equipo de Kiehl’s Fuencarral, que a pesar de lo liadas que estaban y de los problemas que afrontaban en esos momentos, me hicieron sentir (y a todos los que acudimos a la llamada) bienvenido y apreciado. Janneth Muñoz y yo compartimos pasado común, lejos, allá en las tierras donde Los Andes terminan, y no deja de maravillarme el poder de adaptación de esta mujer inteligente, de sonrisa fácil pero de ánimo de acero, y su incansable energía…¡Hasta gané un premio en su tienda! Eso es buena señal, pues nunca en cuarenta años me ha tocado nada en suertes, salvo la inmensa suerte de estar rodeado de personas maravillosas que ocupan, cada una en su tiempo y su lugar, un peso importante en mi vida.
En ese ambiente festivo, por doquier rodeado de una uniformada belleza, conocí por fin a Santiago Paradinas, divertido y único, lleno de risas auténticas y de alocada calma. Nada como un gin tonic de pepino y pétalos de rosa para refrescar el calor empapado de Madrid. Y, más que todo, tuve el inmenso placer de conocer a Ana Mazuecos, a la que sigo fervientemente desde que abriera su bitácora: Divorciadas Desquiciadas. Divertida como nadie, ocurrente como pocos, su pelo pelirrojo, ese abanico multicolor batiendo el aire divertido y una conversación veloz y segura al mismo tiempo; una persona acostumbrada a mandar y a ser oída, pero al mismo tiempo protectora y preocupada, Ana Mazuecos es un espíritu de sorpresas que se refleja en su mirada llena de brillo. Es una mujer auténtica, es un auténtico ser humano, y eso me enternece y me divierte a la vez.
Y con más que sorpresa llegué a conocer a Elena Urbaneja, que sigue mi blog con mucha atención, algo que no sabe la ilusión que me hizo al saberlo y la vergüenza que me entró a la vez, porque nunca pensé que algo así pudiera ocurrirme, y eso me llena de agradecimiento y me deja sin palabras. Sus ojos claros, su sonrisa líquida y esas maneras de hermana maternal, han quedado grabados en mi memoria, y desde aquí la evoco y le dedico un gran beso.
Isidro García López, tan guapo como divertido, tan ocurrente como picarón, me dejó de piedra al decirme, nada más presentarnos: «¡Yo te leo!» … Abel Arana se rió de mí un buen rato, no porque un policía catalán, simpático y abierto fuese seguidor de este blog, si no por mi completa ignorancia de que se me lea y de que guste. A Isidro, que es más listo que el hambre y un muñeco, le agradezco las risas, la buena compañía y que le guste lo que escribo, qué caray.
Y estando a mi aire, viví dos días de Orgullo Gay, observándolo todo, aprehendiendo todo y riéndome mucho, pero mucho, como Abel Arana me había prometido. No sé si merezco tanta atención de su mundo y de su parte, a pesar de los tropiezos que a veces cometemos, él se yergue orgulloso, lleno de nervio, brillante y rudo, tierno y enérgico a la vez. Es un torbellino de besos y abrazos,un no parar de actividad frenética, un hombre que se sobrepone con esfuerzo y que se ríe, se sigue riendo de lo que le rodea y de él mismo. Y al que es muy difícil no quererle, al menos no quererlo con la ternura y la claridad que yo le quiero. Abel Arana es muchas cosas, muchas, pero es amigo exigente, expansivo, expresivo, completo como un mundo, firme como el acero y blando como el algodón. Y cómo le gusta un posado y una foto, por favor.
Mi vida ha cambiado desde que le conozco. Ha expandido mis horizontes, ha hecho que termine por sacar de mi mirada las orejeras que impedían una visión más periférica, más amplia, más real. Siendo él mismo, aceptándome como soy, y empujándome a la vez, con leves cabeceos, a evolucionar. Me he preguntado pocas veces quién soy o adónde voy. Quisiera hoy responder a esas preguntas, pero no puedo. Sólo sé que en mi mundo cabe todo, y que aún soy capaz de crear una maravilla que lo abarque: mezclar la lejanía con la cercanía, la frivolidad con la sensibilidad, la belleza de lo que me rodea con mi tosquedad… Gracias a él, y a Alberto, y a Pablo y a Izak y a todos aquellos que están conmigo más cerca o más lejos, en el mundo de carne y hueso o en este mundo virtual, voy acercándome a ese sueño que siempre he acariciado y que ha sido vivir a mi aire, completo y aceptado, solo o acompañado, pero querido, leído y único.
Esto es lo que este fin de semana del Orgullo Gay me ha enseñado, y que estos seres maravillosos me han regalado. Abel Arana quería saber cómo había visto el Orgullo. Pues así. Gracias por todo.
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Las fotos del símbolo de Kiehl’s son obra de Izak Amancio.