Aprendiendo a recibir

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No es fácil recibir las gracias. Es el mayor de los regalos, quizá el más difícil de ganar y el más sentido. Desde una posición de aparente poder o de mando (que no siempre es lo mismo) es sencillo sentir condescendencia, y por eso generosidad, hacia otros que que requieren ayuda o un favor; de esta guisa, no siempre hacemos favores con el corazón limpio; aunque puede que sea lo menos importante: si en verdad ayudamos a alguien, bienvenida sea esa ayuda si hace mejor la vida de quien la recibe.

Y entonces vienen las gracias. Soy más de dar gracias que de recibirlas. Me siento incómodo recibiéndolas; a veces hasta fuera de lugar. La razón la ignoro. He sido educado en el arte de ser agradecido, no de ser agasajado. Y me he dado cuenta que ser agraciado en el recibimiento de un presente (las gracias son un regalo) es tan importante como ser generoso en el agradecimiento y que ambos van de la mano.

Estos días me ha ocurrido en dos ocasiones. Durante una fiesta, uno de los camareros se me quedó mirando. Decir que me acuerdo de todas las caras sería mentir, desde luego, aunque la suya se me hacía familiar. Mientras la fiesta transcurría (a la que yo estaba invitado) él siguió haciendo su trabajo, y en una de sus idas y venidas se hizo la luz en mi memoria. No tengo arrebatos espontáneos para saludar a quien no conozco (lo sé, una vergüenza patológica me acompaña) pero esta vez sentí que debía levantarme y hablar con él. En uno de sus descansos me acerqué y él empezó a sonreír.

– Cama 15, infección de úlcera cutánea en un tobillo, insuficiencia renal, shock y buena respuesta. ¿Qué tal está su padre?

Sus ojos se abrieron como platos y la sonrisa se hizo más grande.

– ¿Se acuerda, doctor?

Era difícil no acordarme de esa guardia, Y del trabajo que nos dio su padre y de la entereza como enfermo que tuvo.

– Hombre, si me dan una pista tiro de la memoria encantado.

Y nos dimos la mano, le pedí que me quitara el usted y el título honorífico y charlamos por un buen rato. Él no salía de su asombro mientras me contaba que su padre estaba como nunca de bien. Qué alegría saberlo. Y en uno de esos instantes me dijo:

– Gracias por haberlo ingresado.

Durante unos segundos me le quedé mirando a los ojos con la sonrisa pegada a la boca. No sabía qué decirle: ¿que era mi trabajo?, ¿que era lo que había que hacer?

Pero me fijé en su rostro amable, sus ojos y la sonrisa sincera con los que me hablaba. En realidad era yo quien debía agradecer el detalle.

– Con gusto, hombre. Realmente con gusto.

Y nos despedimos con la cita de un hipotético café, si nos encontrábamos de nuevo por la calle, un día de estos. No me sentí mejor en toda aquella tarde llena de buenos momentos.

Días después llovía a cántaros. En la puerta de entrada del hospital esperaba, saliente de guardia, a que me vinieran a buscar, cuando una señora de pie a mi lado, evidentemente esperando un taxi, se me quedó mirando.

– ¡Doctor! ¿Qué gusto verlo!

Y me estampó dos sendos besos en las mejillas.

Procuré no parecer un psicópata escapado del psiquiátrico más cercano mientras intentaba hacer memoria.

– No sabe las ganas que tenía de pasar por la UCI para agradecerles lo bien que trataron a mi marido. Una pena que no saliera de allí, pero lo trataron con tanto respeto y no sufrió nada de nada, pudimos estar con él… Gracias a usted por respetar nuestro dolor, la verdad.

Inmediatamente le puse cama e historia al enfermo. Un paciente que, a pesar de todo, no respondió al tratamiento y dedicamos a su muerte el mismo mimo con el que intentamos que siguiera con vida. Siguiendo los deseos de la familia, se procedió con el protocolo y dejamos que estuviesen juntos hasta el momento del óbito. Hay que respetar todos los momentos de la vida, el nacimiento y la muerte por encima de todo. Algo que en un hospital, y en UCI en particular, se pierde con facilidad.

La buena señora estuvo aún un rato contando su proceso de duelo; cómo las cosas cambian, lo que a veces echaba de menos; pero lo que la mantenía alegre en medio de tantos momentos duros, era el respeto y la calidez con la que los tratamos en aquellos instantes. Es una labor de equipo que ella resumía en mí, sólo porque ese día también estaba de guardia. Así son las cosas.

– Gracias, muchas gracias por todo.

Me dijo cogiéndome las manos. Yo me quedé un segundo mirando sus manos abrazando a las mías y sintiendo esa energía sutil que emana de un contacto sincero.

Como no sabía qué decir, cabeceé comprensivo y me despedí de ella cuando le llegó el turno del taxi. Una vez montada en él volvió a girar la cabeza y me saludó de nuevo, despidiéndose con la mano.

Y yo allí, en medio del aguacero, recibiendo unas gracias que dudaba en merecer.

Pero sí, las merezco. Las merecemos. Porque los agradecimientos sinceros brotan espontáneos y, ya sean en forma de regalos caros o sencillos como una sonrisa, nos unen como seres humanos, nos igualan, nos elevan y nos purifican, nos recuerdan que, en el fondo, brilla en nosotros una chispa de divinidad.

Qué arte hay que tener para ser agradecido. Y mucha bonhomía para recibir ese agradecimiento. Pues a pesar de todo, o por encima de todo, representa la mayor prueba de respeto hacia quien piensa de nosotros a tan alto nivel, y que nos desea lo mejor del mundo de la forma más sencilla y bella de todas: dando las gracias.

Estoy aprendiendo.

La masa humana

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Esta mañana salía de guardia. Otra de esas veinticuatro horas matadoras en las que apenas tuve tiempo para sentarme a comer y cenar.

Mientras esperaba a que me vinieran a buscar en la puerta del hospital, el día venía con ganas de frío y viento. La gente intentaba guarecerse arrebujada en sí misma y en sus prendas de abrigo y el paso ligero de quien quiere llegar a refugio lo más pronto posible. En mi caso, como estaba esperando ver aparecer el coche, estaba en plena acera, caminando con paso corto de un lado a otro para matar el tiempo y vencer el sueño, que tal era mi cansancio que ni el viento frío me despertaba.

En esas, sentí un golpe en mis cuartos traseros. Vaya por delante que soy una persona corpulenta y, en general, ocupo un buen espacio; por lo tanto, tropezarse equivocadamente conmigo es algo complicado. El golpe me lo había propinado una pareja a la que se les notaba apuro y nula educación. Pusieron como barrera un bolso que el caballero empujó contra mi espalda baja (tampoco tengo una estatura española media, tiendo más al aire celta o vikingo) y que les sirvió para moverme apenas. El segundo acercamiento fue embestirme sin piedad para apartarme a un lado. Cosa que mi sentido común hizo. Mi orgullo no lo hubiese hecho. Pero soy un reprimido en asuntos sociales y mi férrea educación se impone en momentos en los que bien valdría dar un portazo, un buen grito o un desplante. En fin, la pareja ni se disculpó ni puso cara de contrariedad: iban en pos de su objetivo, que yo claramente obstaculizaba, y siguieron inmutables. Yo me les quedé mirando irritado. Y durante un instante casi les doy caza. Pero me detuve.

La masa humana es así. Está educada para conseguir lo más rápidamente posible su objetivo sin importar nada de lo que le rodea: manejamos a la Naturaleza y a los animales a nuestro antojo (o eso creemos), alienamos a nuestros semejantes. ¿Qué le hubiese costado a ese señor o a esa señora un poco de por favor? ¿Un atisbo de urbanidad? Nada. Y hubieran conseguido que me apartarse hasta con una sonrisa. Porque no hay nada más atractivo y contagioso que la buena educación.

Los chavales lo observan de sus mayores; los adultos pretenden que sus derechos tengan mayor peso que el de los demás. La imposición de valores puritanos no hace más que aumentar la brecha entre individualismo y civismo, con prevalencia de lo primero. Se impone la compasión como forma de interrelación: en las redes sociales, en la vida real. Compasión supone dos cualidades fundamentales para la Individualidad: saberse superior y más dadivoso que aquél al que se compadece. La igualdad se transforma en igualitarismo; la decencia, en una sombra de las necesidades íntimas y la ansiedad por alcanzar metas, en un cáncer que promueve frustración y tristeza.

La masa humana es una misma cosa. Todos estamos hechos del mismo material, viviendo y sintiendo en realidades paralelas, pero provenientes de la misma fuente biológica, del mismo chispazo bioquímico. En días así me doy cuenta que la vida es un teatro del que nos enamoramos tanto, nos identificarnos tanto, que llegamos a olvidar que es un vehículo de expresión y experiencia, no la vida misma. En una cama de UCI no hay diferencia entre pudientes o no, entre bellos o feos. La desnudez sólo añade una carga de vergüenza a esa identidad que se iguala en lo básico, en lo que nos une y no nos separa.

Estoy cansado de lidiar, durante el trabajo, con la escasa responsabilidad ajena, con el arte de la dispersión o con la pillería inútil que busca salirse con la suya. Ayer particularmente. Estaba tan enojado a las siete de la mañana por un enfermo que me acababan de comentar (porque no se me había comentado antes), que casi pierdo las formas con el equipo de UCI. Pero algo me detuvo. Me vi a mí mismo con el ego inflamado por la burla de la que había sido objeto (la colega en cuestión se fue a acostar dejándome toda la responsabilidad del enfermo a mí) y me parecí ridículo. Formar parte de la masa humana conlleva esos ejercicios de separación, de identificación y de rectificación que nos permiten elevar la naturaleza humana, hacer brillar la individualidad y la colectividad a un tiempo, además de forjar nuestra voluntad al ser una tarea autoimpuesta, buscada.

En ese estado de cosas, esta mañana, tras ser atropellado por la pareja en fuga, en vez de decirles cuatro cosas y quedarme tan pancho (incluso pensé en bloquearles realmente el paso) me detuve para contemplarlos. Y verme a mí mismo. No deseaba ser como ellos: mal educados, irreverentes. Pero sé que puedo serlo. Formo parte de la masa humana y a nada soy ajeno. Pero hay algo que me detiene muchas veces, que me obliga a reflexionar y a dar un paso atrás, y es esa identificación como individuo y como colectivo y la premisa, bastante sencilla, de tratar a todos como me gustaría que me tratasen siempre: sea comentando un paciente, sea dirigiendo una entrevista clínica, sea en la cola del súper o esperando la cuenta en un restaurante atestado.

En cada día hay una oportunidad para mejorarnos a nosotros mismos, para esforzarnos y elevar el peso de la masa humana un poco más cerca de la perfección, del cielo o de la eternidad.

Equilibrio. Resiliencia. Reflejos

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No es fácil vivir en un mundo que se tambalea continuamente. A veces miramos a los demás y nos da la impresión de que tienen una vida estable, que se repite día a día sin cambios telúricos, donde los hábitos, la salud, la fortuna y el quehacer se desdoblan sin problema alguno; pasan los días como pasa la vida.

Pero la vida no es eso. Es un constante cambio, un combate a veces y a veces una renuncia, una claudicación. A veces se vuelve un pequeño infierno: el trabajo puede ser una fuente de frustración, por compañeros que minan la moral del grupo con su comportamiento; por parcos resultados o falta de evolución. La vida personal siempre es más pequeña de lo que alguna vez hemos soñado: nada refleja lo que una vez nos ilusionó y nada es lo que esperábamos.

En medio de un océano semejante, es difícil encontrar el equilibrio para seguir adelante. Un parado de largo tiempo siente que la sociedad se burla de sus habilidades, amargándose por dentro: todo lo que intenta opaca ese reflejo de sí mismo que desea conseguir con cada intento. Un trabajador que sufre acoso laboral siente en su piel las miles de dudas que, soterrado, esos terroristas del ego excavan sin sosiego, consiguiendo en el acosado el reflejo mediocre de lo que son; un quinceañero inadaptado intenta hallar un equilibrio espúreo en su imitación de lo que le rodea, aunque sienta en su interior que no hace lo correcto, en ese intento desesperado por encajar en un mundo que lo rechaza pese a todo.

Una persona adicta a sustancias, legales o no, al juego, a las compras, a la carne, procura encontrar en ese reflejo irreal el equilibrio de un mundo que dejó de entender. Aquél que abandona sus propios sueños por cumplir los de otro que no ha pedido; las cargas familiares a veces, a veces las nuestras propias: parece que la vida es un constante cambio de máscaras en el que sólo unos pocos parecen tener la llave que detiene ese flujo de desgracias.

Así me he sentido yo muchos años. Buscando fines altruistas, pero no propios. Viviendo un día a día irreal, luchando contra la opinión de otros y con las mías propias; dejando de lado unas necesidades que emergían en forma de hábitos tóxicos, de anhelos vacuos. Nada de lo que he hecho hasta ahora refleja de verdad quien soy, apenas una pequeña parte de la inmensidad que me define, de la hondura que me honra. No hay suficiente brillo en la mirada ni ilusión en las palabras, no sé dónde está la persona que se mira al espejo diariamente y que ni siquiera sale en fotos por no reconocerse.

Hace un par de meses decidí, por probar, adentrarme por primera vez en una actividad física reglada: Crossfit. Por muchos motivos, todos propios. Como no puede ser de otra forma, a todas las clases preparatorias no puede ir, y a las que fui, saliente de guardia, pensé que me reventaba cada articulación, que me dolía cada paso. Y literalmente así era. Aún sin saber mucho de esa modalidad de entreno, decidí proseguir con las clases. Ahora lo miro como una gran locura: sin conocimiento alguno, sin preparación física mínima, empecé a acudir a las sesiones semanales (sólo puedo hacer por ahora tres sesiones por semana). Llegar al recinto, repleto de personas adictas al deporte y muy evolucionado en él, me hizo sentir mal. Yo era un aprendiz, quería ser un aprendiz, pero mi conocida torpeza, mi lenta curva de aprendizaje, me inhibían mucho. Me recibieron entre murmullos y sonrisas: tres se presentaron rompiendo el hielo y se mostraron afables y dispuestos a echarme una mano, interrumpiendo sus ejercicios para iluminar los míos, para indicarme éste o aquél error, para intentar que lo hiciera bien. En los días posteriores otros se sumarían a la tarea de que pareciera menos pato mareado de lo que soy. Manu, el entrenador, siempre afable y muy comprensivo, al que se le unió posteriormente Roi, con esos ojos azules mirándome alucinado y machacando sobre su teoría de estilo más que peso, han condicionado mis tardes, inculcándome cierta disciplina, haciéndome descubrir posibilidades siempre vetadas para un cuerpo camino del medio siglo. Sito, Teté, Gonza, Carlos, Aitor, Luz, Kris, por nombrar sólo unos pocos, me enseñan cada semana, con su trabajo y su dedicación a ese deporte, la alegría escondida en cada movimiento del cuerpo, las eternas posibilidades que la salud y la vida pueden sembrar en un espíritu presto. Hacía muchos años que no entraba en una clase a aprender desde cero; cada vez que voy, a pesar de mi torpeza y frustración, esa hora de individualismo y compañerismo ilumina el sendero gris que es la búsqueda del equilibrio perdido en los años pasados.

Esa iluminación física me ayudó, en medio de un examen al que casi no me presento, a redescubrir un tesoro que había perdido: mi potencial intelectual, esa inmensa capacidad de concentración y entendimiento que creía perdida, embotada por años de pereza y por el constante roce de la opinión ajena, envidiosa e hiriente, siempre presta a desgastar aquello que sabe diferente y único.

La tortura mental a la que me sometí no la había sentido nunca: tenía miedo al ridículo, a lo que opinasen colegas cuyo interés en mí es mínimo, o cuanto menos poco edificante. Así, en un tira y afloja abrumador, perdí una semana de estudio. Finalmente, oyendo consejos dichos con sabiduría y equidistancia, decidí hacerle caso a esa llamita que había comenzado a latir en mí desde que empecé a practicar Crossfit: esa parte de mí que había vuelto a reencontrar y que creía perdida, ese ansia por encontrar mi verdadero reflejo en el equilibrio de mis deseos, en la depuración paulatina de mis vicios y mis costumbres.

Me presenté al examen. El resultado es lo de menos (no hay milagros) pero lo que sentí haciéndolo fue revelador. Igual que atacar un power-snacht o un peso-muerto. Sabía que si ponía de mi parte lo conseguiría. Supe que, con el tiempo adecuado, aquello para mí sería posible. Y sólo por eso valió la pena haber llegado hasta allí, respondiendo preguntas que me referían ecos, que hablaban directamente a mi inconsciente, que es el corazón desde donde trabajo.

Mi capacidad de resistencia, de adaptación, había sido vulnerada. Mi resiliencia, tan alabada por muchos, mostraba ya fisuras, pequeños desgastes secundarios a la intemperie. Mi reflejo no era el mío. No lo ha sido desde hace mucho tiempo. Y sin embargo, no puedo esconder lo que soy: no paso desapercibido, para bien o para mal; trabajo desde una perspectiva, no desde otras; soy yo mismo, perdido, pero lo soy: no soy igual a nadie y hasta tengo derecho a albergar sueños y esperanzas que, a pesar de medio siglo, pueden llegar a vertebrarse con la actitud adecuada, con el sabio tamiz del tiempo que ha pasado.

No sé cuándo mi reflejo dejará de ser el de otro que no soy del todo yo. Sólo sé, ahora , que busco conscientemente el equilibrio a pesar de las adversidades cotidianas, a pesar de mí mismo, y los chicos (porque muchos son chicos jóvenes) del Brick Crossfit Santiago me ayudan sin saberlo, y esos compañeros y familiares que ven en mí más de lo que yo soy capaz de ver, y no se entrometen más de lo necesario, y esa mala hierba que, aunque agradecido, hay ya que arrancar.

Poco a poco… No tengo prisa. ¿Para ir adónde? Puede que jamás pueda colgarme de unas anillas sin desplomar mi pesado cuerpo contra el suelo, y que el desastre de mi vida personal no se reponga jamás. Pero el viaje hacia el equilibrio ha comenzado… Y no hay marcha atrás. El junco siempre será un junco. Pero fuerte, y sobre todo, siempre él mismo, reflejando su verdadero interior, guste a quien le guste, por el bien de todos, pero más por suyo propio, que es el mío.

Insensibles

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Hace un par de semanas estaba de guardia con una de las residentes mayores. En medio del ajetreo habitual de una guardia de Cuidados Intensivos, y sobre una decisión que debíamos tomar sobre el futuro inmediato de un paciente, nos detuvimos en el medio de la unidad, entre el Control de enfermería y la cabina de medicaciones.

El enfermo de la cama 11 no tenía salida evidente; una lesión cerebral que lo dejaba en coma como efecto secundario más evidente, y una infección que no respondía a tratamiento habitual. La decisión gravitaba, como siempre, en cuánto ofrecer, cuándo esperar una respuesta y parar, cómo y cuándo. El factor tiempo es tan importante como cualquier otro; a eso aúno el bienestar del paciente y de la familia: hay decisiones que se deben tomar en consenso, sin que el peso del mismo caiga sobre personas que no están formadas para entender los procesos bioquímicos, la magia increíble que llamamos Vida, y cuya confianza han depositado en nosotros. En situaciones de limitación del esfuerzo terapéutico (llamado de forma más breve LET), cuando lo que tenemos que ofrecer de tecnológico, de avanzado, de soporte, ya no es suficiente, es necesario parar un momento (por siempre rápido) y pensar. Con el tiempo que pasamos trabajando y la experiencia que conlleva, somos capaces de percibir cuándo un paciente se aleja de la frontera de la curación, cuándo nuestros esfuerzos de soporte van a dejar de ser vanos. Para eso estaba la residente allí. Y se me dirá que está para aprender a Curar, y es cierto, pero voy más allá: está para aprender a Cuidar, que es algo mucho más amplio, arduo y difícil. Labor que hacemos en la UCI en equipo pero que, fuera de allí, recae sobre familiares cuya sorpresa y dolor desborda, en el presente tan brusco, un peso del que pocos se recuperan.

Pues bien, de pie hablando sobre el caso, me contó lo que hacía unos días le había ocurrido con la madre de una amiga de toda la vida: había tenido un traumatismo cráneo-encefálico, la operaron, mejoró durante unos días pero después entró en coma profundo al que ningún esfuerzo terapéutico pudo poner remedio. Los colegas de la UCI de ese hospital le habían ofrecido la posibilidad de hacer traqueotomía, un respirador y pasarla a la planta, con una sonda de alimentación a través del estómago y el soporte básico, del que ella debía encargarse, o bien, limitar el esfuerzo terapéutico, sedarla y con toda la comodidad posible, morir. Sobrecogida por la responsabilidad, el miedo de perder a su madre, el terror de decidir sobre algo que no manejaba bien, la llamó para pedirle consejo.

Mi residente  la estudiaba a medida que oía los datos y su respuesta fue la que yo esperaba de ella: le habló de las posibilidades escasas, del trabajo que conllevaría, que el futuro sería la muerte igual sólo que más tarde y con mayor desgaste: una infección sería la encargada de hacerlo mientras que en la planta le darían, debido al mal pronóstico vital, el soporte mínimo necesario. Pero mientras se lo decía a su amiga, mi residente se oyó a sí misma, y eso le llamó mucho la atención:

– Una señora que conozco de toda la vida, la madre de mi amiga, y estaba refiriéndome a ella como si fuera alguien ajeno a mí, desconocido… Y aún así, sé que ése es su futuro… Al final mi amiga me pidió que cesase de explicarle, que se sentía desbordada y que necesitaba tiempo para meditarlo. Obviamente, claro. Y colgamos.

Durante un instante, después de un suspiro, quedó callada, mirándome. Yo la veía con serenidad, para nada asombrado de su entereza y su valentía; pocas personas capaces de salir de su zona de confort e ir al encuentro de lo que teme y vencer esos miedos como ella. Dentro de su fragilidad, esa mujer tan sensible se estaba convirtiendo en una médico capaz de vislumbrar las capas más finas de la profesión, eso que no enseñan en la facultad: la empatía, la sensibilidad ante el mal ajeno, la comunicación firme y fluida sobre lo que es mejor en un momento de decisión inmediata.

– Al colgar me dio la impresión que ella creía que yo era insensible… Y eso me preocupa.

Su comentario me sacó de la abstracción en la que estaba, recordando los momentos en que ella había luchado contra sus miedos y vencido esas batallas, instantes que me servían de lección una y otra vez; mi admiración crecía día a día frente a su aparente fragilidad: el muro de su voluntad es férreo y maleable, es una mujer recia y dulce a la vez (y bastante cabezota).

Ante su duda le planteé las cosas desde otro punto de vista.

– Veámoslo así: ¿No serás tú más sensible ante el sufrimiento de esa paciente y de esa familia al estar bien formada e informada de su estado y de lo que le espera escogiendo un camino u otro? ¿No será que, a sabiendas de lo que va a pasar, deseas ahorrarle a tu amiga un trago mucho más amargo que el de perder a su madre?

Ella se me quedó mirando. Por un instante parecía que nada importaba en el mundo que aquel intercambio de ideas. Me di cuenta que había captado mi mensaje.

– Sabes que mi padre estuvo aquí ingresado ocho meses. Meses en los que, una vez pasado el límite, todos sabíamos que seguramente no sobreviviría, todos excepto mi padre y mi madre y mi hermano. Y que tuve (y tuvimos) que dejarles el tiempo que necesitaran para poder darse cuenta de ello, para aceptarlo, para que ocurriese… No encuentro mejor ejemplo para darte. Puede haber sido insensible y suspender todo tratamiento sin explicación alguna, pero no lo hice. Al contrario, me dediqué a cuidarlo con el corazón en la boca en cada guardia, todas las tardes cuando traía a mi madre para que estuviesen juntos; la ayuda de todos vosotros, tan solícita, sólo me demostraba lo sensible que erais ante la situación de fragilidad que nos envolvía… No todos los médicos, sobre todo, son capaces de esa empatía, de esa conexión con la profundo de la Vida. No es sencillo saltar la formación recibida, los miedos heredados y pensar por nosotros mismos. Eso sólo es de valientes… La fragilidad, la empatía, la firmeza, la sensibilidad… Son cualidades privilegiadas que sólo las personas más fuertes poseen, aquellas que deben decidir, a pesar de las dudas, el mejor camino, la opción más válida, la menos traumática y dolorosa posible.

Siguió sin decirme nada, mirándome. Mi razonar inmediato, hecho de instinto y conocimiento y por eso mismo difícil de articular, podía haberla abrumado. No quería confundirla más, si no mostrarle que las cosas, las situaciones en la vida, tenían más de una lectura, dependiendo de la óptica que se tomase. En esto, que para mí es importantísimo porque la integridad del Enfermo es lo primero, y en todo lo demás.

– El enfermo de la cama 11… Limitar es lo más humano, estoy segura…

– ¿Y a la madre de tu amiga qué le desearías entonces?

Bajó los ojos cabeceando. Yo suspiré, me había entendido.

– Podemos crucificarlos, gracias a la tecnología, a una agonía más larga o podemos dejar que, gracias a esa misma tecnología y saber, dejar de interferir en el ritmo natural de las cosas aportando el máximo cuidado y el mayor cariño.

En ese momento nos llamaron precisamente por el enfermo de la cama 11. Le dije que fuera a atenderlo mientras yo iba a hablar con la familia. Pero me detuvo.

– Por favor, ¿podrías ir tú junto al enfermo? Me gustaría hablar yo con la familia, si no te parece mal…

Cabeceé con  la cabeza. ¡Qué me iba a parecer mal!

Al cabo de unos 10 minutos traía una expresión de alivio. Esa mujer había salido fortalecida del mar de sus dudas una vez más. Una vez más su fragilidad la hizo más fuerte.

Y comenzamos la limitación del esfuerzo terapéutico de la cama 11 y su sedación y analgesia profunda. La enfermera encargada del enfermo, una veterana de batallas incontables, accedió gustosa. Nada nos define mejor que servir. Y servir bien.

Eso es verdadera sensibilidad.

La historia de los Otros

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Esta noche ingresé un paciente con un ictus isquémico grave. En coma. Las posibilidades de que mejore son remotas, pero siempre cabe la posibilidad. Lo más probable es que evolucione a lo que llamamos sufrimiento cerebral por edema y finalmente el cerebro sufra tanto que alcance el estado clínico de muerte cerebral, con lo que estaría oficialmente muerto aunque el resto de sus órganos sigan cumpliendo su función durante un período de tiempo corto (ésa es la ventana que empleamos para solicitar la donación de órganos) . Pero también cabe la posibilidad que la enfermedad se estanque y permanezca en coma durante un período de tiempo variable.

Intenté explicárselo a la familia. A la esposa del enfermo y a sus dos hijos. No estaba yo en mi mejor momento y sentí que no establecía una relación fluida con esa familia. Reculé en mi explicación varias veces: era demasiada información nueva en una situación crítica para ellos; pero tengo el convencimiento que deben saberlo todo, y refrescárselo diariamente conforme la evolución del enfermo, para que no haya sorpresas ante informaciones que parecen salidas de ninguna parte. En general, les digo que no se abrumen ante tal cantidad de datos, pues todos los días ajustamos la información conforme veamos la respuesta del paciente.

Con ésas, estuve más tiempo del habitual con la familia.

Y mientras tanto, tuve la oportunidad de observarlos en la distancia. La vida de los Otros esconde historias que desconocemos y con las cuales no conectamos, pues no nos importan en exceso. No es mala esa postura vital: no podríamos estar languideciendo diariamente con el peso de los problemas del mundo y los nuestros propios. Sin embargo un ejercicio así, observar e intentar identificar puntos claves en la vida de quienes nos hablan para poder entenderlos y amoldarnos a las necesidades del presente, debería ser una función obligada para los profesionales de la salud, y en todo caso también para todos aquellos que trabajan de cara al público (en la vida personal, las cosas se encuentran demasiado imbricadas para poder alcanzar el grado de racionalidad necesaria para desligarse de lo observado y poder juzgarlo de la manera más justa). Y no me refiero aquí a técnicas de coaching (tan en boga actualmente), si no a algo más sencillo, y por lo tanto abandonado, como es oír a los demás, escuchar lo que quieren decirnos, para así llegar a entenderlos, no a identificarnos, si no a comprenderlos.

La mujer del enfermo, abrumada, intentaba absorber una información que se le escapaba: llegó a decirme que no estaba lo bastante formada intelectualmente para entenderlo. Una de sus hijas, incapaz de soportar la probable muerte de su padre, o cuanto menos un grado de minusvalía muy profundo, resoplaba incrédula: su mente, bloqueada, se negaba una y otra vez a entender la evidencia. Eñ hijo, quizá algo abrumado pero con cierto resquicio de sentido común, asentía alerta: puede que no comprendiese todo el proceso que le estaba explicando, pero había conseguido aprehender el mensaje: que estaba tan grave que quizá no sobreviviese al episodio.

En medio de mi perorata inútil, adquirí esas sensaciones e intenté incorporarlas a mi discurso. Me dirigí primero a la mujer del enfermo: con palabras sencillas comprendió que podía llegar a morir en las siguientes horas, o, si sobreviviese, el grado de daño cerebral sería muy grave. Los adultos están mucho mejor preparados para la muerte de alguien querido de lo que creemos. Pero mucho más. Asintió, tranquilizándose: esa poca información le era comprensible y encajaba en su forma de pensar. Ahora podía esperar lo peor o lo mejor con más tranquilidad.

La hija, cuyo miedo a enfrentar la muerte era quizá superior a cualquier explicación racional en alguien que se veía intelectualmente educado para ello, carecía de la madurez emocional de su madre: la información le fue administrada con cuentagotas, asegurándole que cada día recibiría un refuerzo de la lección dada y un gramo más de profundidad necesaria. El hermano, cuya comprensión o al menos aceptación facilitaba las cosas, sólo necesitó un resumen muy abreviado de lo que podría pasar: esto, eso o aquello. Asintió y se levantaron.

Los acompañé a la puerta como siempre hago (también al comienzo les saludo y les deseo buenos días, tardes o noches, aunque muchas veces se me olvida decir mi propio nombre) y les despido a cada uno con una palmada en la espalda: hay algo en el contacto físico que regenera energía, que da confianza; la barrera del rol que jugamos desaparece por un momento, estableciendo una corriente de simpatía empática, de humanidad dosificada, que quiero que ellos sientan y que yo no pierda.

Cada paciente que se sienta ante un médico desea ser oído. Necesita ser escuchado. Para poder saber qué le aqueja, sin duda, pero sobre todo para poder desplazar sus angustias, retratar sus miedos, y afrontarlos. Cada narración lleva emparejada no sólo el nivel educacional de la persona, si no su historia personal, social, íntima. Los hábitos diarios, los miedos irracionales, la depresión profunda o el exceso de optimismo, el ambiente de trabajo, los problemas familiares, toda esa maraña que conforma una vida humana cargándola con los hábitos que llamamos vida que se vive.

Cada persona es una experiencia, un mundo; cada paciente, y cada familiar de paciente, traen consigo el intrincado tejido de sus historias personales, experiencias que llegan hasta nosotros, sentados en una cierta posición de poder, para que las valoremos en su justa medida. Y no es algo fácil.

¿Qué esconde las relaciones humanas? Algo muy sencillo: queremos ser oídos, queremos ser entendidos, queremos ser aceptados. Y no es empatía de lo que hablo (o no más que la de darnos cuenta que nosotros también llevamos a nuestras espaldas la narración inacabada de nuestra propia vida): es sencilla interacción con el Otro que no somos nosotros; es darle importancia capital a una vida que de otra forma no nos interesaría en lo más mínimo, pero cuya comprensión nos permitirá no sólo ayudarla en el plano sanitario, si no en uno más holístico, más completo, más metafísico quizá: en su estructura como ser humano.

En una sociedad que tiende cada vez  más a la individualidad (nunca ha dejado de estar abocada al individuo en solitario), saber que los demás con los que interaccionamos a diario poseen miedos, frustraciones, expectativas y desconfianzas tan parecidos a los nuestros propios, hace que seamos más sensibles a escucharlos y a aceptarlos.

La historia de los Otros no es una noticia en el telediario, ni el rápido intercambio de un buenos días, ni la compra o la venta de un artículo (incluso la propia carne humana); es algo más. Es aquello que nos permite afrontar cada una de las oleadas de la existencia, que nos impide evolucionar o nos protege o nos impele a cambiar. Estar dispuesto a escuchar y a aceptar la historia de los Otros puede que no nos haga mejores personas, pero desde luego nos hace ser seres humanos más comprensivos y abiertos a la verdadera Vida: multifacética, vibrante, herida, curada, melancólica o alegre, y quizá nos acerque a la aceptación de lo distinto al vernos reflejados nosotros mismos en ella.

La historia de los Otros, a la postre, no nos es ajena: es la nuestra propia. Con otra voz, con otros matices, con otros disfraces. Pero sus ecos resuenan en el universo y en nuestro propio corazón, y hace que se satisfaga el único deseo verdaderamente humano que encierra una relación personal: ser oído, ser atendido, ser escuchado, ser comprendido, ser aceptado. Y seguir adelante.

¿Qué es la UCI? ¿Por qué humanizarla?

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Gabi Heras ha liderado un movimiento que busca reestructurar el paradigma de la Medicina Intensiva, la UCI, para saber ser más humanos, mejor profesionales cada día. Una necesidad que venimos sintiendo muchos profesionales integrados en el sistema que permite dar vida, o mejor, ganar tiempo para que el cuerpo sane con nuestra ayuda.

Enfermería y Servicio

El día a día/ The days we're living, Lo que he visto/ What I've seen, Los días idos/ The days gone, Medicina/ Medicine

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Damos por sentado muchas cosas. En materia de derechos ciudadanos, de seguridad, de educación. Si bien todos están interrelacionados, dependiendo unos de los otros, hay un derecho, una necesidad, y es la de ser Cuidado, Servido, en la Salud. Nosotros los médicos somos sólo el rostro más famoso del Servicio Sanitario, pero no el principal. La cara amable, la del trabajo duro, la que en realidad establece la relación cercana de cuidado, de servicio integral, se debe a la Enfermería, y por extensión a la Auxiliería y la Celaduría.

Los más olvidados. Todos nos quedamos con el rostro de un médico, con las manos que aportan el momento exacto de inicio y fin de un proceso terapéutico. Pero las manos que trabajan día a día, que logran ese milagro cuyos mecanismos intrínsecos hacen del médico un taumaturgo, y por tanto, alguien lejano, son las de la Enfermería. Ellos velan por nuestra salud, por nuestra comodidad, conocen nuestras vidas, dicen las palabras correctas, adivinan nuestras necesidades, porque nos conocen, sus manos con las nuestras, sus tactos con los nuestros. No hay nada más íntimo ni más natural que el roce de la piel, el brillo de una mirada, un comentario adecuado y la sonrisa en los labios.

Hay de todo, como en cualquier estamento humano. Pero la mayoría vive para servir, para curar, para regalar comodidad. Y muchas veces para brindar apoyo al médico, que desde su atalaya se siente perdido, pues son muy observadoras, muy estrictas y muy pacientes. Innumerables veces me han salvado de cometer errores, me han alertado a tiempo, han sabido guiar mis intuiciones. Sin ellos yo no sería lo que soy ni podría garantizar los cuidados que sé que debo administrar. Ellos son mis ojos, mis manos, mi sonrisa. Ellos, la Enfermería, que convive día a día con el paciente, son los obreros del milagro, los guardianes, los mensajeros. Y debemos darles, siempre y cada día, el lugar que merecen. Sabiendo sus nombres, conociendo sus historias, usando la misma paciencia, el mismo valor y la mismo amor que ellos dan en su trato con los pacientes.

En esta charla TEDx, Carolyn Jones les brinda un homenaje. Y nos recuerda porqué son importantes, porqué son los cimientos de la salud y, además, nos recuerda que somos unos privilegiados, en Europa, por mantener a duras penas un servicio sanitario (casi) universal, pues ellos en los EEUU no lo tienen, y el valor de la Enfermería se engrandece hasta alcanzar su verdadero valor: pilar fundamental de la asistencia sanitaria.

Ojalá algún día honremos a nuestro personal de Enfermería y asistentes: Auxiliares y Celadores, poniéndolos en el lugar que merecen.