Stevie Wonder
Últimamente/ Lately.
El mar interior/ The sea inside, Música/ Music Últimamente me fijo en muchas cosas. Pequeñeces, lo admito. Puede que siempre hayan estado allí y que no les prestase la atención debida. Pueden ser cosas mías. No lo sé.
Desde hace un tiempo te vengo observando de cerca. Sin llegar a obsesionarme, noto que tus costumbres han cambiado. Esa forma de vida en la que nos enrolamos sin notarlo, esa sucesión de actos mínimos que terminan asegurándonos una estabilidad única, esa tranquilidad de una conciencia que no tiene que pensar para poder seguir con vida. Has cambiado de corte de pelo, que te rejuvenece mucho; llevas la ropa más ajustada por el gimnasio al que has vuelto hace poco, seguro; y sonríes de esa manera tan tuya, sonora y vibrante, que ya no recordaba.
Llevas colonia. Un olor que te va. Te recorre la piel y se adhiere a todo lo que tocas. Menos a mí.
Te levantas más temprano. Sales a correr o a comprar cruasanes; traes el periódico ya medio leído y apenas tienes tiempo de sentarte a comer conmigo. Y no es que haya cambiado tanto mi rutina, creo, pero me descoloca no saber de ti, cuando antes lo sabía todo y nos sentábamos a charlar, entre el amor y el aburrimiento a veces, horas enteras, y lo más tonto quedaba al descubierto, y lo más importante transformado en besos y caricias.
Hace tiempo que no me besas. Que no me besas. Yo todavía te beso. Me acerco y froto mi nariz contra la tuya, busco tus labios y jugueteo con ellos brevemente, para no molestarte. Porque siento que te molestan mis besos como mi peso en la cama. Recuerdo que hace dos día insinuaste que estaba un poco fondón y de aquél que hacía vibrar las cuerdas de tu corazón, ni la sombra quedaba.
Últimamente eres un poco cruel. Y nunca lo has sido. Y no es que lo seas a propósito, porque una herida a conciencia es como un escalpelo: rápida, certera, sangrante. Y sin embargo esos comentarios dichos al azar, o como si no importasen, quedan resonando en el ambiente como una nota falsa, y mi memoria rencorosa los conserva con una maniática precisión.
Desde hace un tiempo no me abrazas cuando nos quedamos dormidos; hace ya unos meses que ni siquiera nos amamos en el lecho.
No te lo he dicho, pero hablas en sueños. No es nada nuevo, pero los susurros de antaño ahora cobran sílabas y conjugan verbos en los que no participo, y pronuncian nombres que no son los míos.
Te arreglas demasiado. Una coquetería que no era tuya parece haber surgido de alguna parte y se ha apoderado de ti. Y ocurre que tu belleza brilla ahora más que nunca, incluso si la comparo con los tiempos en los que conocernos y amarnos consumía nuestros días y nuestros planes. Te lo he dicho pero me contestas con evasivas. Procuro no empeñarme, pero siempre que lo intento sonríes como antaño para hacerme la corte y me dejas embobado con el brillo de esos ojos, con la luz de una risa que aún me enloquece y te marchas dejándome solo, en una casa cada vez más vacía, llena del eco de la puerta cerrada.
Últimamente me fijo en esas cosas pequeñitas, en una caricia que se queda a medio camino, en un ademán, un mohín indiscreto. Sales, entras, vuelves a salir. Me quedo mirándote y tú no me ves. Ya no cuento para ti, o no como solía hacerlo. Me has llamado exagerado, dramático, niño mimado y qué voy a saber. Y puede que tengas razón.
Pero últimamente me quedo mirándome al espejo. Intento reconocerme en ese reflejo; trato de encontrar aquel que era en éste que soy, y me asusta no verme en él. Aquél que era no tenía miedo del futuro, no se imaginaba una pérdida, un abandono. Aquél que era se creía invencible, inabarcable y completo por tenerte cerca, por saber que un amor como el tuyo le daba alas, le regalaba un sentido y una misión de vida. Ahora no.
Dicen que el amor cambia. Imperceptiblemente, injustificadamente. Se disfraza de eterno, pero nada es inmutable, todo evoluciona según la ley de las cosas. En el espejo está una persona que no se recuerda así; en el reflejo hay años vividos, hay recuerdos acumulados en un magma de pasado, sin un presente claro, sin ningún futuro en realidad. Dicen que el amor se torna en cariño, en costumbre tal vez, en mera compañía… Sí, en todo eso, todo eso que no recibo de ti.
Intento decirme que no tengo motivos concretos, que sólo son observaciones aisladas, conjeturas sin fundamento. Pero son muchas sumas las que se adicionan y siento que estás tomando un rumbo en el que no quieres que te acompañe, en el que me he transformado en fardo, en lastre, en una pareja fondona que no puede habituarse al ritmo de una vida nueva que está brotando a tu alrededor.
Últimamente te siento distante. Últimamente me siento solo. Me dices que sí, me dices que no. Caes en contradicciones airosas, en silencios graves. Y te escurres cuanto puedes y me abandonas todos los días un poco más.
Y me pregunto si tengo miedo de perderte, si pienso que puedo seguir con esta vida suspendida, si concibo una mañana en la que ya no estés junto a mí. No lo sé… Sólo sé que mis ojos se llenan de lágrimas de un tiempo a esta parte, cuando sales de una habitación, cuando te vas a hacer deporte, cuando dices que tienes trabajo atrasado y te encierras en el estudio tras puertas de cristal.
No sé si soy lo bastante fuerte. Ignoro si podré enfrentar tu adiós.
Me siento solo y herido. Me siento frustrado y cansado. Te extraño y te desdigo. Y en la soledad de la noche no puedo engañarme más y me digo que ya no me quieres, que el amor se perdió en las conveniencias del día a día, en los recovecos de la normalidad, el aburrimiento y el azar.
Tengo miedo de oírte decir que me dejas, que nuestra historia de amor se acabó.
Últimamente, en medio de esas pequeñas cositas que son la vida, me lo vas diciendo y yo lo voy notando. Y aunque intente cerrar los ojos, mi piel no me miente, mis sentidos no me engañan: tú ya no estás aquí… Y aunque siempre hay una esperanza, esa oportunidad tiene un nombre nuevo y una nueva aventura para tu corazón.
Últimamente te quiero más que siempre… Quizá porque ya no te tengo. O porque no quiero que te vayas. O porque me siento solo sin ti. O porque no deseo que nada cambie… O quizá porque nunca he dejado, día a día, de enamorarme de ti.
Por una vez/ For Once in my Life.
El día a día/ The days we're living, Música/ Music Debajo del ciruelo dormitas una siesta tardía.
Con la compañía de un mayo templado, bajo el ciruelo estamos echados juntos; una manta como olvidada sobre nosotros; los gorriones vienen y van; los verdejos con su andar saltarín y su vuelo raudo; los grillos asustados rasgan su melodía adelantada. Un viento sencillo, que refresca y no molesta, intenta levantar las esquinas de nuestra manta como agita las ramas cargadas de pequeños proyectos de ciruelas. Muchas caen a nuestros pies, alfrombrando la hierba quizá algo reseca para estas fechas.
Y tu respiración acompasada; un resoplido gracioso; el discreto movimiento de un brazo; un beso pequeño en tus labios un poco resecos. Y una risa bajita pero clara que se escapa de mi boca antes de taparla con mi mano y una mirada de felicidad que tiñe todo lo que nos rodea.
Por una vez me siento pleno. Amado. Deseado. Aceptado. Sin luchas que ganar, sin urgencias que reparar ni necesidades que llenar. Por una vez me siento único, completo, gozoso, en paz. En paz.
Este prado que se abre a nuestro alrededor, por donde corretean insectos y perros; este jardín que nos acoge, en donde florecen enormes rosas con olor a terciopelo y maravilladas manzanilas; este cielo azul grisáceo, lleno de nubes viajeras y deseos cumplidos, resume cómo me siento; refleja lo que ha conseguido ser mi vida, mi vida desde que estoy contigo.
Por una vez el amor que guardaba encerrado ha hallado cobijo; por una vez en la vida mis ansias descansan dormidas y cansadas, enroscadas a tus pies. Por una vez, una caricia atrae una sonrisa y el placer, el arrullo de la compañía, de la caricia y el abrazo.
Por una vez mi fuerza tiene un cauce; por una vez sé adónde voy. Por una vez todo parece nuevo y sin embargo cómodo; todo deseo se hace realidad y la sonrisa en tu rostro, los ojos claritos de sabana verde y ese pelo cortito de seda salvaje, reflejan una y otra vez mi vida y mis intenciones.
Alguien tierno, alguien cuya serenidad no sólo se halla en la superficie; alguien que ama sin barreras y cuya pasión se divide en múltiples caricias, y en cientos de risas y cosquillas, ha sido capaz de derramar todo lo que llevaba escondido dentro y que nadie veía. Alguien cuya belleza se extiende más allá de su mirada, se desparrama por sus manos y se llena en sus ojos y en sus labios, ha sido capaz de encontrar lo que hasta yo mismo ignoraba, regalándome un amor que es más que pasión y más que espera. Y ése eres tú.
Tú: todo lo que yo ignoraba, todo lo que necesitaba, todo lo que deseaba. Tú: por una vez en la vida mi voz se llena de significado al decir un pronombre, y me vuelvo fuerte y sé adónde dirigirme: a ti.
Ya no estoy solo. Ya no estoy desterrado. Ya no soy el otro. Sólo soy yo. Por una vez en la vida soy yo mismo, lleno de la seguridad del presente; soy un ser que es capaz de saber qué es lo que quiere; que le han regalado la posibilidad de amar y de desear, y que sabe a quién acaricia, a quién desea y porqué.
Por una vez en la vida la soledad se ha disuelto, y la tristeza y la desdicha. No me siento perdido ni inmerecido ni despreciado ni olvidado. Por una vez he encontrado a alguien que me necesita y que me protege, y que desea mis abrazos, que tiene sed de mis besos y hambre de mis caricias y que me lleva de la mano vigilando mis pasos, cuidándome y arropándome.
Por una vez no tengo miedo. Por una vez soy amado. Y, por una vez en la vida, soy feliz.
Te giras un poco y tropiezas con mi cuerpo. En vez de apartarme, te acercas más a mí. Tu nariz en mi hombro; el aliento de tu boca acaricia mi piel. Te acercas más a mí y abres los ojos. Me sonríes desde el sueño. Y te estiras como un gato ocioso. Y me sonríes desde el despertar. Y llenas de luz mis días.
– Por una vez…
Pero me callas con un beso y me ahogas con un abrazo. Y dejas que hablen por nosotros los pájaros del jardín, las flores de mayo, el viento alegre y las ciruelas llenas de verdor.
Qué felicidad.
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Por una vez/ For Once.
El día a día/ The days we're living, El mar interior/ The sea insidePara AA.
Estaba cansado, deprimido. Luchaba contra mi destino con una fuerza ciega. Y todo lo tenía en contra. La vida desesperaba en mi interior para salir al encuentro de la luz del día, pero yo me debatía en un mundo de tinieblas oscuras, noche perpetua que nada lograba deshacer. Cuando vivimos acostumbrados a la penumbra, la brillantez de la luz nos alborota los sentidos y nos ciega por un momento, dejándonos a merced del destino.
Aunque estaba deprimido y cansado de estar cansado, decidí aceptar esa invitación tardía que a veces un amigo nos arroja como haciéndonos un favor. Y la verdad es que lo era. Me había convertido en una carga pesada incluso para mí mismo; ya no me miraba al espejo tanto como solía, y la imagen que me regalaba no era para observarla por mucho tiempo. Me esmeré pese al fastidio que nos da vestirnos para una ocasión a la que no queremos dejar de ir sin ir, claro. Pero hice mis esfuerzos. Me costaron mucho; la pesadez de los brazos, ya algo caídos por falta de tactos; el pelo un tanto desaliñado que me daba un aire de niño pícaro que quedó hace mucho tiempo atrás; la chaqueta negra como mis pensamientos; una corbata sin atar, como queriendo liberar mi voz de una ronquera invisible. Pero estuve listo a la hora acordada y casi ni me acordaba de quien yo era cuando me remiré en el ascensor.
Me gustó. Quiero decir, que me gusté. Por una vez. Y eso de por sí ya era sorprendente. Desde que me quedé solo, por muchas razones todas perfectas, mi presente pretérito se abrió ante mí como un paréntesis sordo, y me arrojé a él porque no tenía más salida. La soledad no es un estado que se escoja; nadie desea comer solo, ver la tele solo o dormir solo. Nadie que yo conozca, claro. Y yo me quedé solo porque así es la historia de la vida, que va y viene, que desdibuja las fronteras de los seres hasta hacerlas barro blando sin principio ni fin. Aquella compañía deseada durante tanto tiempo sólo me había traído decepciones, dolores sordos y sólida soledad. Soledad inacabada, porque aquel ser que ya no era el que había conocido en una playa remota, tan remota como nuestros sentimientos, ocupaba un espacio vital en mi cuarto, en mi cocina y en mi vida; soledad inacabada porque su mera presencia me recordaba lo lejos que estábamos uno del otro y las pocas ganas que ya teníamos de acercarnos un poco, ni un poquito…¿Para qué? Cuando la indiferencia se instala en la frontera del Otro, cuando lo único evocable es una interrogante profunda como una garganta, brava como una tormenta sin fin, la vida se transforma en un hiato indefinible, que se estira con tiempo de goma hasta que se rompe por un lado, por el centro, o por el otro. No fuimos ninguno de los dos; quizá nos fallamos mutuamente. No lo dudo. Ahora. Pero no importa. Porque en ese paréntesis de eternidad incalculada me debatía desde antes de su marcha, y su marcha sólo acentuó ese estado de inconstancia, de rebote de la nada, en la que navegaba desde hacía mucho tiempo.
El amor en un mal chiste a veces. A veces. Y mata al orgullo. Al mío al menos. Cuando se fue se llevó todo el amor que le tenía e hirió todo el orgullo que me quedaba. Que no era poco. Y eso me destrozó la vida como quien daña una escultura querida, y la resonancia de esa herida permanece mucho tiempo en el cuerpo antes de que nos acostumbremos a aceptar esa mutilación sin sentido.
Así estaba yo. Tiempo, mucho tiempo había pasado desde nuestro último adiós, si es que alguna vez lo fue, y habitaba sin vivir en mí. Era un autómata que se alimentaba porque le rugían las tripas, que no saben de asuntos del alma y mucho menos de melancolías; me levantaba a las tantas porque a las tantas me acostaba, y no dormía, porque los ojos sólo saben de tristezas e ignoran las necesidades del cuerpo que iluminan; me duchaba para sentir en mi piel la calidez del agua, porque frialdad ya me llegaba con el día a día; sacaba al perro, porque a la postre el pobre culpa no tenía de mi estado de medio muerto. Y sonreía a la gente al pasar como foto congelada; los dientes hacia afuera en una mueca graciosa que a mí me parecía en realidad grotesca como una gárgola mal hecha. Empecé a llevar un sombrero ridículo porque no me cortaba el pelo y parecía una pelea de gallos descontrolados; el teléfono dejó de sonar porque olvidé borrar aquel número de su memoria de titanio eterno, y cada vez que me entretenía ruleteando los nombres, tropezaba con el suyo, que se repetía hasta el infinito sin cansarse. Y el mismo abrigo oscuro, oscuro como el reflejo de mi mirada, que me asombra aún ahora a mí mismo, con lo negro que se ponían los días en los que llovía hasta reventar los desagües llenos de hierbajos del verano pasado… Negro sobre negro; melancolía sobre apatía; cansancio sobre cansancio, lloviendo sobre mojado.
Y así estaba yo, medio congelado, con los ojos llenos de miedo como llorando melancolía, y la boca llena de regaliz y el pecho cansado repleto de pelo de perro y de hojas muertas ya, cuando recibí esa invitación tardía en la noche que llegaba y que tironeaba de mí. Algo, no sé qué, hizo que reaccionara a esa advertencia de la vida; sentí un aguijón que me pinchaba o un garfio que tiraba de mí con una fuerza a medias estúpida y a medias pálida; pero con la energía suficiente para mover la espesa mole en la que la soledad, la decepción y mis constantes frustraciones habían convertido a mi cuerpo. Reaccioné tras un espasmo que duró una duda instantánea; súbitamente me dije que no tenía qué ponerme. Vaya tontería. Porque primero tenía que arreglar aquella cara, cuya expresión adusta parecía una Medusa recién guillotinada; y aquel cabello, cuya revolución haría palidecer el parto de un planeta. Casi me di por vencido al reflejarme en el baño. Pero no lo hice. No sé por qué.
Aquella noche no era más especial que ninguna otra; el cielo se cargaba de nubes grisáceas, apenas visibles en el escaso intervalo del atardecer fugitivo. Si había estrellas, estaban escondidas como mi espíritu. Si brillaba la luna, iluminaba sin duda corazones más desnudos que el mío. Sin embargo me aferré a mi instinto, a un ánimo fugaz que hizo que dijera que sí; que me aseara hasta quedar pulido como la calva de mi abuelo, que reflejaba el sol del medidodía cuando escarbaba los surcos de su finca perdida; y que bajase al perro, le diese la cena, y lo acostase viendo al tele para que no me extrañara. En media hora. Un récord, creo. Porque hasta ladró desde su cómoda estancia mi pequeño peludo, tan lleno de razón como yo de dudas. Creo que le sonreí al perro, al perro, y él volvió a ladrarme, queriendo de seguro que lo dejara en paz con su programa favorito. Y así salí corriendo casi sin darme cuenta sobre mis zapatos lustrosos, que se llenaron de lluvia nada más pisar la acera de enfrente, en la que la fiesta parecía estallar en pleno apogeo.
Fiesta. Una más. Reunión. Una más. ¿No son todas iguales? ¿Acaso en todas no se sonríe con risa de revista y se añade sal a los mismos comentarios para que no parezcan tan sosos como ya lo son en realidad? ¿Y no se saluda hasta al que no queremos ver, porque nos evoca otras épocas, otras vidas tan aniquiladas como todos aquellos fantasmas que surgían por doquier de los cuartos abiertos al barullo? Eso es una fiesta. Ronroneaba de aquí para allá, sosteniendo una copa caliente ya que no tocaban mis labios sedientos. Un chiste aquí, un comentario subido de tono allá. Una crítica; una pregunta; un asombro. Todo. Todo lo que los hombres llenamos de miseria y de maquillaje; todo lo que sujetamos con retoques, rellenos y sudor de gimnasio navegaba delante de mis ojos. Expresiones absurdas; felicitaciones por un trabajo que no era mío; condolencias por un pasado que deseaba dejar atrás; cuchicheos vacuos y risas vacías y sentimientos ajenos perdidos en alcohol, vanidad y tontería… Yo era como ellos, o podía haberlo sido, y me asombraba y me agobiaba. Y sudé rumores de mar, porque cuando me agobio se me da por transpirar charcos de agua salada. Dejé la copa caliente de no sé qué en algún rincón entre otras tantas vacías y me dirigí con paso vacilante a uno de los balcones abiertos a la noche herrumbrosa.
Una vez allí, pude descansar un rato. El frío del invierno apenas se notaba allí arriba de tanto calor de cuerpos que había. Mi mente evocó entonces el recuerdo de un roce. Y sonreí. Y sonreí a la noche abierta y a mí mismo, dejando que la melancolía saliese de mis poros con el sudor y de mis ojos con el rocío que caía. Y fue entonces cuando nuestros ojos tropezaron, cuando nos vimos. Y todo cambió.
Sonrió desde la cercanía de dos cuerpos, haciendo caso omiso de aquella voz que parecía no darse cuenta de su falta de atención. Cabeceó y brindó con su copa de champán. Y guiñó un ojo y volvió a sonreír, dejando a la vista una maravillosa hilera de dientes blancos y brillantes, salidos seguramente del mejor dentista del barrio. A mí. Que le reía como un tonto parejo; que sabía de su fastidio, de su aburrimiento. Que entendía.
Con paso ágil, se separó de aquella compañía pegajosa; con un giro gracioso, se presentó ante mí con dos copas de champán recién servido y me guiñó el ojo de nuevo. Y aquella sonrisa blanqueada. Y aquellos ojos abiertos a la noche. Y aquella voz. Y aquel brindis. Y todo cambió para mí.
Por una vez, por una vez en la vida, he conseguido mi corazón sin proponérmelo; he conseguido una cura lenta, pero preciosa, a la muerte de mi espíritu, a la avidez de mi cuerpo, cuyas protestas dejaron de atacarme nada más sentir su cercanía. Y el cielo se desvistió de nubes y las estrellas se asomaron al balcón de mis ojos, y la luna graciosa se desnudaba al arrullo de nuestras risas. Porque me hizo reír, y reímos juntos, en medio de aquella fiesta insalubre, llenándonos de recuerdos nuevos porque nunca antes nos habíamos visto. Por una vez en mucho tiempo, su calor hizo que mi corazón latiera lleno de vida, de una vida insuflada de nueva energía.
Y bailamos cien canciones que en nuestro mundo eran preciosas. El arrullo de las ramas traviesas; el cálido llamear de las velas; la suavidad de dos pieles que se asombran de su tacto y su coincidencia. Y el tiempo que pasaba ingrávido por sobre nuestras cabezas; lamiendo nuestras mejillas, alborotando nuestros sueños. Por una vez no hubo nerviosidad, ni apuros, ni conjeturas. Ni expectativas, ni deseos súbitos, ni pulsiones avasalladoras. Por una vez, sólo dos cuerpos ajenos que se reconocen en la penumbra, dos experiencias que se asemejan, dos bocas que se acercan, lentas, hasta acariciarse y saciarse y separarse y juntarse y buscarse y saberse y reírse y llenarse y…
La ternura de sus ojos, la suavidad de su voz. El terciopelo de su chaqueta azul, la sapiencia de su presencia. El constante tintinear de su risa de blanco nuclear… Por una vez en mucho tiempo me sentí pleno junto a alguien que me entendía sin palabras, que me aceptaba sin condiciones. Por una vez me hallaba ante un cuerpo que no pedía nada, que era dueño de todo, y que sólo anhelaba luchar, compartir y vivir. Por una vez encontré a alguien que me necesitaba sin desearlo, que me anhelaba sin buscarme, que me quería sólo por conocerme.
Y bailamos hasta la caída de la noche en el parquet recién pulido, en la acera recién lavada, en el rellano de las escaleras. Y nos abrazamos caminando por el parque como quien no quiere la cosa; de la mano como niños que se descubren por primera vez. Y estuvimos juntos, hablando y besándonos, conociéndonos y reconociéndonos; las estrellas en sus ojos y en el calor de sus manos, suaves y firmes al mismo tiempo.
Y estuvimos juntos hasta la llegada del día. Y más allá. Por una vez, por una sola vez, el mundo se detuvo sin dejar de girar. Por una vez los lamentos, la añoranza, la melancolía se deshicieron con una mirada, con una palabra, con un beso, y me sentí cómodo de nuevo en mi piel. Y el pelo ideal, y la mirada de ángel diluido, y el calor adecuado y las formas perfectas y el cielo en el cielo y la tierra firme navegando bajo mis pies…
Y pudo con mi cansancio y con mi tristeza. Y liberó la vida que alteraba las fronteras de mi vida. E hizo que tejiera sueños oxidados mucho tiempo atrás.
Por una vez hallé la calma, hallé el ánimo presto, una guía, una razón para seguir. Y, por una vez, no me pedía nada. Salvo estar a su lado. Y aquí estoy, sin moverme hecho una revolución. Sin pensarme, florecido otra vez, lleno de savia. La savia que emana de su presencia, de su falta de exigencias, de su amor.
Por una vez, en mucho, mucho tiempo, vuelvo a ser feliz.
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