Lullaby. Brahms.
La luna apenas se ve por la ventana.
Mayo llega a su fin y los días largos, lánguidos, se pierden en el horizonte vestido de azul.
Qué bella es la primavera de mayo, cuando lenta cambia hacia el verano, con sus días de calor soporífero, con esa sensación de lo que no termina nunca. Pero el último atardecer de mayo, que da la bienvenida a los días de junio, suele llegar con sigilo, encumbrándose con tranquilidad sobre el sol llameante; tan tranquilo, que apenas con los ojos podemos ver un tenue rayo, el planeo sutil de un día que acaba para no volver jamás.
Estás dormido. Lo sé. Resoplas cuando duermes. Esos labios carnosos se resecan a veces y a veces los humedeces de inconsciencia.
Me gusta verte dormir. Así eres todo mío. En el sueño somos uno, y el mismo corazón late, los mismos pulmones se llenan de aire y los mismos párpados cierran unas pupilas cansadas y en paz.
Duermes boca abajo. Con la cabeza ladeada. No la veo, escondida entre almohadas, pero no hace falta. Me sé de memoria la sombra que las pestañas dejan en tus mejillas, la discreta impresión que tu barba dibuja sobre las sábanas, y esa boca carnosa apenas cerrada por la que exhalas el aire que yo respiro.
Tu cuerpo está relajado. Lleno de vigor del dormido, lánguido se desploma cuan largo eres. No hay músculo que conserve ese tono a la defensiva, son todo piel y tacto, suave y placentero a la vez.
Nada hay más dulce que verte dormir. Como una vela encendida o la lluvia que comienza a caer tras los cristales, iluminas mi vida, humedeces mis ojos y reblandeces mi corazón. No puedo ser severo contigo; no paro de reír a tu lado. Tal es el efecto de tu vida en la mía. Y sin embargo no cambio por nada estos momentos en los que, juntos, viajamos por caminos separados y yo me quedo en el puerto del despierto mientras tú te alejas en la barca del olvido.
Qué bello eres. Libre de toda necesidad de gustar, desprendido todo interés humano, yaces volcado sobre ti mismo, a veces sobre mí, navegando con el vaivén de las horas, con total despreocupación y sin ninguna necesidad más que de silencio…
¿Oyes? Comienza una tormenta. Lejana. Un relámpago inunda la noche de cristal. Intenta quebrar la paz que entra por la ventana, y sólo es agua que nos regala, en un refresco momentáneo, una excusa para acercarme más a ti, buscando tu calor.
Recuerdo que la primera vez que estuvimos juntos, dormido tú después de un amor que no se agotaba nunca, me acerqué hasta tu oreja pequeña y te susurré si estabas despierto. Me lanzaste un manotazo y me gruñiste que ésa era tu intención. Yo me eché a reír. Levantaste la cabeza y me miraste con cara rara. Pero sonreíste un segundo, lo que duraron tus ojos abiertos, y te volviste a plegar sobre ti mismo como una interrogante que aún hoy me intriga.
Querido mío… Me gusta verte dormir. Que me hagas hueco entre tu cuerpo, encajando con una precisión que todavía hoy me asombra.
¿Oyes? Llueve. La última lluvia de mayo. El último suspiro de nube de esta primavera.
Me acurruco poco a poco junto a ti. Siento la blandura de tu piel, el firme tacto de tu cuerpo a mi lado. La lluvia cae sobre los cristales, el viento levanta el encaje de la noche, y algún rayo parece dibujarse a lo lejos.
Yo qué sé… Mis párpados pesan cada vez más, y giro imperceptiblemente mi cabeza para verte por última vez en esta noche de mayo.
Cuánto te quiero…