Fiesta de cumpleaños

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Hace unas semanas me invitaron a una fiesta de cumpleaños. Una niña ejemplar, divertida y mona llegaba a la mayoría de edad y sus padres planeaban hacer una fiesta sorpresa para celebrarlo. Me invitaron sus padres, claro. Porque yo podrías ser perfectamente el padre de esa milenial educada y esplendorosa, de melena rizada y mohines de colegiala.

La casa estaba a rebosar. Un photocall donde recibir a los invitados, un buffet variado donde se encontraban las culturas del mundo: desde tortilla de patatas hasta sushi, tarta hecha con brownies individuales y cañitas de crema pastelera. Delicia del gusto. Viandas y bebidas dispuestas en puro carácter familiar.

Llegaban los invitados: amigas de la homenajeada, los hermanos pequeños, donde resaltaba un chiquilín rubio y encantador y una niña toda fuerza y diversión, y los amigos de los anfitriones: parejas, o parejas deshechas ya, padres de otros tantos adolescentes, vidas cruzadas y tejidas en un grupo único cuyo nexo común eran los padres de la cumpleañera, a la sazón amigos y compañeros míos del hospital.

Para amenizar la fiesta, contrataron los servicios de un conjunto local estupendo, un dueto formado por dos chicos de carácter risueño, irónico y con talento, que ponían al día los éxitos de la música de cuatro décadas atrás. De hecho, resulta llamativo que la pandilla de mileniales, que sólo atesoran reguetón, se pirraran por las canciones de Hombres G, por ejemplo. Nadie les hubiera augurado, treinta años antes, semejante honor. Que Raphales y Rocíos sólo hay unos pocos. Pero ahí están.

Golpe de melena, mensaje de móvil, selfie aquí, selfie allá, risitas tontas, retoque de pestaña y de rizo y de labial, la fiesta fue tomando forma. El ambiente, en una noche literalmente gélida, era caldeado en aquella casa que parecía un ensueño, y la sorpresa enorme todo un éxito.

Y yo estaba allí.

Aparte de la cumpleañera, sus hermanos y, obviamente, sus padres, yo no conocía a nadie. Literalmente. Cosa que tiene su chiste. Porque bien podría tener algún conocido de refilón o de referencia. Pero nada. Por no conocer, ni sabía de la existencia del grupo de música, que según me dijeron los anfitriones, les oyeron tocar en un garito de Santiago y les había encantado. Eso me alarmó: ya no frecuento garitos, y mis pasos de baile están algo oxidados. Aún así la música de Carta de Ajuste (el nombre del dúo) más pensada para saltar en conciertos y apenas invitadora al baile per se, era una gozada para revivir momentos y música que ya no se compone, pero que sobrevive intacta al paso de las décadas. Eso sí que es un milagro.

De naturaleza cortada y tímida, no podría estar en peor situación. Al menos sabía dónde estaba la cocina, para buscar bebida, y el baño de invitados, para eliminarla. Durante unos buenos segundos casi pongo pies en polvorosa. Pero la música sonaba genial, hacía años que no bailaba, y estaba parapeteado en la mesa del buffet cerca de las viandas, así que al menos bien comido estaría.

El grupo de adultos era más o menos de mi quinta, o al menos cercana, habiendo pasado por algunas experiencias vitales como el desempleo, jefes gilipollas, trabajos inestables, enamoramientos varios, matrimonios, divorcios algunos y paternidades (todos menos yo). Muchos de sus hijos, amigos entre sí, formaban parte de la caterva milenial de la fiesta.

Mi amiga me iba dando algunas señas: ésta trabajó durante años como gerente económico hospitalario, aquélla es la que se divorció del Hare Krishna y su hijo es ése; el de allá, cerca del grupo, acaba de dejar a su mujer porque se enamoró de otra mujer (ella) y no se lo creíamos; otros tenían, así como mis amigos uno de sus hijos, un niño con Síndrome de Down (vivaz, el alma de la fiesta) y otros hijos con parálisis cerebral o bien enfermedades degenerativas.

Todas aquellas personas estaban allí reunidas, riendo, disfrutando de la música, las viandas y las copas, bailando sin parar, cantando desafinados, tocando la guitarra y hablando de su vida y de sus experiencias. Fue un descubrimiento y una maravilla para mí.

La juventud es como la champaña: rubia, fresca, burbujeante, explosiva. Nada de eso ha cambiado. De hecho, las preocupaciones del mundo siguen siendo las mismas. Recuerdo que a mi generación un anuncio de coches nos tildó de JASP (Jóvenes Aunque Sobradamente Preparados, hace casi ya treinta años de esto) en medio de un 25% de paro juvenil; se discutía el futuro de las pensiones, la precariedad del empleo, el hambre en el África (remito a los lectores de Mafalda, circa 1960), las enfermedades endémicas en el tercer mundo, la plaga de la droga dura (nada de bebidas o fumadas, aquí hablamos de vía endovenosa), el machismo, el papel de la mujer en el mundo laboral, el agujero de ozono que relacionábamos con los litros de laca que requerían los tupés salidos (recuperados más bien) de Sensación de vivir o Dirty Dancing, el elevado precio del petróleo, los nacionalismos teñidos de izquierda con la efigie del Ché y la estrella comunista (que poco habría de durar con la caída del muro de Berlín en los inicios del movimiento Grunge), los vaqueros rotos, las gargantillas de clavos, los ojos pintados de alheña, y el tabaco de liar que era más barato que el rubio contrabandeado de las costas galaicas… Nada de eso ha cambiado. La juventud es y será por siempre joven, despreocupada, comprometida con el mundo que descubre (y que lleva años sin cambiar pero que para ellos es novedoso) y con ella misma. Es un estado de la piel, tersa y rosada, y un estado mental. Aquellos padres y yo lo experimentamos esa noche y cada día de nuestra vida.

Mágico. A pesar de los problemas, de las relaciones más o menos maltrechas y del evidente desgaste del tiempo imperdonable, ese sentimiento, ese estado mental de ser por siempre joven pero experimentado, flotaba en el ambiente. Decir que los padres disfrutaron más que sus hijos es señalar una obviedad, salvo por algo distintivo: los mileniales se divierten a su manera pseudo virtual y nosotros, atados al cable del teléfono y al ritmo de una música que nos pareció única en su día y que ahora, vaya paradoja, es eterna.

¿Qué nos diferencia de la imagen icónica del salto generacional de nuestros padres y de nuestros abuelos? La conciencia de que la vida es siempre la misma, ese darnos cuenta que los conflictos humanos son siempre los mismos y lo que nos diferencia de esta nueva generación es que ahora afrontamos esas decepciones, esas ventajas y esas desesperanzas con el bagaje de la experiencia, con el conocimiento de que todo, pero todo sea lo que sea, siempre pasará. Y quedamos nosotros, saltando con el corazón desnudo, gritando a pleno pulmón, las canciones que un día nos prometían un futuro que ya es un eterno presente de pura realidad.

La historia de mi vida

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Silencio. No encontraba de qué escribir. Hay períodos que pasan así entre paréntesis; cuando somos incapaces de ver más allá, se nos puede escapar lo más importante.

Y te vi.

La historia de mi vida comenzó contigo. Y sé que terminará cuando te vayas (si decides irte).

Y te vi. Y una sonrisa me llenó la cara y el corazón se me puso ancho y grande como sabana libre.

Eres el verso que me rima, la prosa que acaba mi pensamiento y se adelanta a mis sueños. Eres el prefacio y el epílogo, el resumen y la estructura, la música de mis vocales, el alma que me llena los labios y el sonido de la voz repleta de tu nombre.

Me encontraste perdido, sumido en un silencio parecido a unos puntos suspensivos. E hiciste un punto y aparte.

Cada capítulo empieza con tu nombre; cada página tiene dibujado tu corazón.

Decir que lo eres todo es quedarse corto, pues nada más te pertenece que todo mi ser. Te pediría que te quedaras junto a mí por siempre; que me mimaras y lucharas a mi lado contra mis debilidades. Te diría que gobernases mi vida e hicieras un revolución. Pero te dejo libre, pues eres ave de paso que se pasa por mi isla y la toma por entero. Morirías si te atase, perderías el brillo y la alegría y la frescura si te encadenase con favores a mi vida.

Eres libre de amarme. Y de dejarme.

Así la historia de mi vida comienza y termina contigo. Pues hay libros, hay artículos, hay premios y reconocimientos. Pero nada de eso supera el calor de tu abrazo, la sonrisa escondida en un mohín avergonzado, esa caricia tranquila que baja por la espalda y acaba en un beso. Así mi historia se entrelaza con la tuya, le da su esqueleto, le regala su verso. Y quería decírtelo incluso en esos momentos en los que parece que no tengo nada que decir.

Soy un libro fácil de leer pues sólo hay un verbo que conjuga tu nombre. En todos los tiempos, en todas las inflexiones.

La historia de mi vida es sencilla: empieza el día que me encontraste y terminará, si así lo deseas, el día que decidas irte. Sin dejar(me). Amando(me).

Todo empieza contigo; todo finaliza en ti. Cada palabra y cada acto, cada intención y cada emoción. Cada sentimiento, cada hora de cada día. Todo termina cuando cierras los ojos y duermes soñando(me), amando(me).

Así es la historia de mi vida. Que escribimos juntos y que vivimos juntos. Tú y yo. Llena de verdad, para siempre.

Entre la lluvia y el mar.

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a Cris Montes, que quería una historia sobre la vejez y el mar.

   Soy sorda desde los veinte años. Porque quise serlo. Y de a poco las palabras fueron muriendo en mis labios; a los treinta no tenía nada más que decir, y se apagó mi voz como la llama de una vela: sin estruendo y sin consecuencias.

Nos vamos quedando solos. Perdemos amistades como un árbol las hojas; solemos darle demasiada importancia al principio, como si la soledad fuese un enfermedad mortal, pero a todo nos acostumbramos; yo no tenía nada que decir ni que oír, así que todas las personas de mi vida se fueron yendo una a una dejando tras de sí un charquito de olvido. La muerte entra a visitarnos y se lo va llevando todo con una impudicia que deja de asombrarnos de viejos, cuando pasa el tiempo sobre los hechos y los recuerdos, borrándolos y extraviándonos, retratando lo que somos: un océano de olvidos. Un día descubrimos que no hay nadie que nos responda ni que nos acaricie, ni que nos haga la guerra ni que nos ame. Y los sentidos se van apagando dejando tras de sí piel marchita y silencio. Así, opté por callarme pues ya casi no oía, e intenté ganarle una jugada a esa partida insaciable que es la vida. Pobre de mí.

Mis padres decían de mí muchas cosas. Esperaban maravillas, como si la vida fuese un desfile de vanidades. Nada hay más uniforme y gris que nuestra existencia, hasta la vida de los otros, que de repente nos resulta más atractiva que la nuestra propia. Es un error, como tantos otros. Buscamos desesperadamente dejar una impronta en el universo; el universo que no deja jamás de cambiar, y se nos olvida -la vida es un océano de olvidos- que somos polvo y agua de mar y apenas un chispazo de inteligencia -a veces ni eso- que se apaga rapidito y rápido se disuelve en el espacio sin forma que nos rodea. He olvidado a mis padres como ellos seguro lo hicieron conmigo; apenas si recuerdo a algún amigo que intimó conmigo dos centímetros de piel más de lo permitido, y casi ni la recuerdo a ella, entre el claroscuro de pieles que se rozan a escondidas, el aire de esa sonrisa, el trastorno de su piel bendecida sobre la mía, esos dedos, esa boca, ese mirar profundo.

Dicen que antes de que yo naciera no había llovido nunca. Al parecer la noche de mi alumbramiento el cielo se abrió en pedazos y cayeron rocas de cristal en vez de gotas de lluvia, rompiendo las piedras de los molinos, desbaratando fuentes que se ahogaban con tanto líquido. De los campos yermos brotaron hierba y flores, creció el trigo y se abrieron amapolas, y la playa seca se llenó de olas nuevas y saladas. Sé que después de que yo muera no lloverá jamás, pues de mis ojos salen las gotas de mar abierto y de mi boca sin voz el aliento de la playa. Una sibila lo pronosticó al pie de la cuna una vez comprobó que mi nacimiento cuadraba con sus anotaciones de maga, y el olor a incienso que salía de mi madre por ese umbral ya casi cerrado llenaba la habitación impregnándola de hechizo. La maga apenas me miró, una cosita forme y afónica,  comprobando el designio: el azul de mis ojos, ahora casi apagados, y el color de sal de mi piel le fueron suficiente. Marchó de esa habitación con la satisfacción del deber cumplido y ese sereno orgullo que puede convertirse en suficiencia en las almas menos dispuestas. Mis padres vivieron un milagro y esperaron lo indecible. Pero nada llegó después de una lluvia interminable, ni siquiera el sol que seca la tierra y tuesta las pieles expuestas; y los triunfos bisbiseados por la bruja no fueron más que soflamas paridas en arrebato místico.

Crecí sin hablar mucho; no tenía gran cosa que decir. En mi casa las palabras se pronunciaban en susurros, casi no se oían, y se confundían con el lamento insomne del mar. Me creí sirena, tritón, delfín y ballena, arenque y pescadilla, con cola de plata y escamas de estrella, pero sólo era una niña sin nombre, un espíritu sin voz.

Durante un tiempo quise ser monja. La repetición constante de una labor silenciosa llenaba mi espíritu vacilante. Todas las tardes me acercaba a las hermanas, que rezaban sus letanías como en otras partes se repiten mantras, y me agachaba a fregar el suelo de rodillas con un cepillo hasta dejar la piedra blanca como un rayo de sol; desaguaba las letrinas, intentaba desviar el torrente de lluvia para repartir mejor el agua que regaba los huertos, y metía mi nariz en el horno con olor a harina, a azúcar y a almendras. Sus afinados cantos llegaban hasta mi pecho y lo hacían reposar, y sus dulces recién horneados premiaban mi labor, que en el fondo era desinteresada y placentera.

Pero no soy de acatar normas. Eso lo supe después, cuando el corazón desbocado prendió en las faldas de una novicia, cuya belleza hacía palidecer la luna menguante, el mar de estrellas titilantes. Quizá el sol de otoño se le pareciera, tal era su dulzura y su desazón. Nos encontramos una tarde solas, con la vida suspendida y arremangada entre las faldas, y nos besamos suave; un encuentro casual, una explosión de verdad y de sentimiento que nunca antes había conocido. Y se me revolvió el pecho con ideas inverosímiles, y conté uno a uno los pasos que me separaban de ella. Y recuerdo que sus ojos brillaban y que su cuerpo temblaba como el mío encendidos de puro gozo, pero me equivocaba. Una tarde pregunté por ella, una tarde me dijeron que había huido allende el mar. En realidad se había quitado la vida, o eso me llegaron a decir las murmuraciones del pueblo vacío, ignorantes del puente que se había tendido entre una voluntad desflorada y mi intención de acero. Tenía veinte años y me negué a oír más mentiras, más reproches. Nadie me entendió y yo me hice la loca; siguió lloviendo y el mundo tras la lluvia perdiendo días como los árboles pierden hojas, y de tanto silencio oído la voz se me pudrió y terminé olvidándola, como hacemos con los malos sueños.

La vida es atroz. A veces. La vida es un pestañeo, un continuo presente. Quiero echar la vista atrás y sólo me veo a mí misma ensimismada, a veces preocupada y muchas más triste; sin nada qué hacer y pendiente de todo, afrontando el sin fin de problemas de estar vivo sin más intenciones que deshacerme de ellos, como perdí la voz, como cerré mis oídos al ruido exterior. Me hice marinero, me hice costurera, me hice secretaria y alfarera: no entendía los dictados, como mecanógrafa daba dolor; el barro se escapaba de las manos para dar forma a masas de barro cocido que intentaban parecerse a ella; de ese amasijo rojizo sacaba yo la semejanza de un gesto, el eterno huir de un mohín, de una mirada, de una sílaba. Pero me engañaba.

Quisieron casarme con el poderoso del pueblo. Feo como una mentira, rico como un sueño. Ni asentí ni me negué, e intentó navegar en la noche de bodas, sobre mi cuerpo mudo; me arrancó un gemido, me cosió a besos. Yo me dejé hacer porque el olor de su piel era muy parecido al de ella; dejaba siempre la ventana abierta para que la resaca marina se mezclara con mis recuerdos. Él creyó poseerme, creyó hacerme feliz. Cada quien llega a pensar lo que más desea sobre el otro. Yo le dejé hacer. Me estorbaba a veces; a veces me decía que le cansaba mi silencio. Yo le miraba como quien ve más allá, y de hecho veía más allá arropada por el olor de esa piel que era como la de ella, y quizá el brillo de sus pupilas y esa oración extraña que salía de su boca cada vez que se adentraba en mí buscando sosiego.

Aquel hombre quería tener hijos, como si eso garantizase un rasgo de inmortalidad. Yo estaba seca desde aquel día, o eso creía. Me miraron mil galenos como si fuese un meteorito, como un fósil de otra era. Podía oír y no escuchaba, podía hablar y no emitía ni una queja; tenía lo suficiente -lo suficiente- para preñar y nada ocurría. Quizá el mal -de serlo- no estaba en mí, pero a nadie le importaba. Así transcurrió un tiempo eterno hasta que me abandonaron como un caso perdido -un caso perdido- en una cabaña que, oyendo mis deseos, estaba a diez metros del mar. Y allí me he quedado hasta hoy.

Dicen que antes de que yo naciera no había llovido nunca. De mis ojos brotan todas las lágrimas que hacen eterna la lluvia. Mi voz es oscura como una caverna, los truenos que rompen las fuentes son un pálido eco de mi continuo gemir. Dicen que cuando muera no lloverá más. En mi memoria la sibila dejó grabados muchos designios sin forma que parecen haberse cristalizado en ese tiempo eterno que es nuestro interior. Puede ser. Ya nada me ata a esta tierra tan huidiza, tan cobarde. Hubo un tiempo en el que me dedicaba a pescar sueños como otros banalidades; no tuve mucha fortuna, pues no seguí ninguno; hubo un tiempo que perdí pensando en ella, sintiendo en ella, intentando entenderla, y volví a perderla, esta vez en los recovecos de mi memoria. Y me dejé llevar…

Ya estoy vieja. Lo he estado -¿cuándo he dejado de estarlo?- desde que ella huyó de la vida -de esta vida bendita- de nosotras dos. Pudo haber habido alegrías y algún rencor; pudo haber habido una casa blanca cerca del mar, con las paredes encaladas y los puntales de granito al aire resacoso. Pudo haber habido noches de calor, mañanas de sosiego, caricias y risas y desvaríos; algún regalo, algún susto, una enfermedad callada y finalmente una tumba, la separación y el recuerdo. Pero la vida está hecha de huecos vacíos donde campa el olvido como otros tantos recuerdos: los rasgos de mis padres se han perdido en los vericuetos de la memoria floja; su propio rostro, sus rasgos, esa sonrisa, su voz. Nada merecía ser oído una vez se hubo ido. Nada merecía ser dicho, una vez las palabras destinadas a ella no llegaran a su corazón. Por eso ensordecí, por eso callé hasta olvidar cómo hablar, sin emitir sonido alguno salvo su nombre: Amor… Siento que mi vida es una bendición truncada y mi longevidad una broma de mal gusto -toda vejez lo es. Haya paz…

En el pueblo me creen loca; los chiquillos se alejan de mí, poseedora de poderes más allá de la razón. No tienen razón, pues nada sé -quizá sólo la receta para estar en paz. Pero es tan fácil…

Entre la lluvia y el mar mi vida se va apagando. No me inquieta: lo estoy esperando. La resaca de la orilla me acerca a mi vida: es informe pero densa, puede ser explicada pero a nadie le importa, y todo pensamiento es un lastre que me impide un viaje que deseo emprender cuanto antes. Me apresto pues…

Allá voy…

11-S

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Hace trece años temblamos. El siglo dio el giro que definirá por siempre a esta centuria, como  el S. XX sufrió con el estallido de la I Guerra Mundial.

Miedo. En ambos acontecimientos la reverberación está basada en el miedo: a sufrir, a ser morir. Los políticos, las sombras en el Poder, siguen manejando los hilos más viejos de la historia del mundo para campar a sus anchas y satisfacer (¿realmente?) ciertos placeres que se llevarán a la tumba tal como llevamos los de cada uno, sin ser especiales (y siéndolos), cada uno de nosotros.

No hay que llamar al Desorden civil, sólo hay que apelar a la responsabilidad individual y, en consecuencia, a la colectiva, para levantar esas sombras que esconde el Poder y ser realmente libres. Sin credos, leyes huecas, vericuetos inhumanos que nos sujeten.

Un once de septiembre Chile dejó de ser el país que era; un día de mayo Madrid dejó de ser la ciudad que era. Un once de septiembre Nueva York dejó de ser la que era, y con ella, el símbolo de la unidad mundial, un terremoto de miedo ha cambiado nuestras costumbres para siempre, transformándonos en nuevos esclavos: de los poderes fácticos, de las líneas aéreas, de nuestros deseos vacíos por seguir obteniendo placer a cualquier costo.

Y lo sé porque yo soy uno como cualquier otro. Como era uno que, tras llegar a casa de trabajar, tirado en el suelo de mi sala veía por la televisión, sin poder comer, esas imágenes eternas, esa destrucción total. Y los días posteriori, un orgullo ridículo de raza superior que se hacía autora del suceso, tal como trece años después otros mesiánicos se alzan con el derecho a gobernar un mundo: religioso o seglar. En Oriente como en Occidente.

Debemos hacer oídos sordos a cualquier canto de sirenas que nos prometan gratuidad, bienestar ficticio, huecas palabras. No nos escudemos en orgullos heridos, en desazones que son poca cosa ante la realidad de cada una de nuestras vidas. Debemos adquirir nuestra responsabilidad y validarla, asumir sus consecuencias y mejorar el mundo, el nuestro pequeño y, por reverberancia, el mundo mayor, el planeta azul y verde en el que vivimos.

El 11-S puede servir para muchas cosas, pues de mártires está sembrada la Historia. En vez de Nunca olvidaremos, prefiero el eslogan: Siempre recordaremos. Porque es positivo, porque implica acción, no reacción, y porque nos regala un hálito de esperanza. Esa que se nos arrebató a todos, como Humanidad, un día como hoy hace ya trece años.

Hasta pronto, Caballo Viejo.

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Hoy se ha ido de nuestro lado el gran compositor venezolano Simón Diaz, creador de una pequeña obra maestra: Caballo viejo.

Cuando la obra de un autor alcanza dimensiones que ni siquiera éste ha soñado, lo transmuta y lo hace imperecedero: las canciones de Simón Díaz, llenas del folclore venezolano, han deshilachado las fronteras propias de Venezuela para hacerse parte del acervo cultural del habla hispana y del mundo.

Era el Tío Simón. Tan sereno y tan sencillo como su eterno liquiliqui y su gran canción, que habla de la verdad del tiempo ido, del amor ingrato y del abandono.

Hasta pronto, Caballo viejo: que el mundo siga cantando tus versos y siga retratándose, llegado el tiempo justo, que todos, todos somos un poco como tu caballo viejo: impetuoso, achacoso y siempre esperanzado.