Luces en la noche

El día a día/ The days we're living, El mar interior/ The sea inside, Lo que he visto/ What I've seen, Los días idos/ The days gone, Música/ Music

Me gusta trabajar en penumbra. Que la luz caiga caída sobre mí. Me molesta la iluminación cenital; me aturde y no me deja penar. En ese espacio semi iluminado, crecen las ideas, fluyen sin fronteras mi imaginación y parte de mi genio y me permite un instante de entera libertad conmigo mismo y con lo que me rodea. Desde el foco que entra por la ventana sin cortinas hasta la luz mortecina de la pantalla del ordenador, ese estado de leve concentración me lleva a ordenar ideas que hasta momentos antes navegaban inconexas en mi mente; me permite ver lo que antes era densa bruma y ahora un camino más o menos correcto por el que transita mi intuición, lo único valorable quizá de mí mismo en una profesión que profesa (nunca mejor dicho) un culto a lo automático, a lo congelado, suerte de religión con la que los científicos hemos trastocado nuestras esperanzas y deseos.

En este momento en que la negrura de la noche es tan precoz, en el que vemos cómo la luz del día merma hasta su ocaso más oscuro, vivir en un ambiente de penumbras apenas iluminado por pequeñas lucernas que nos guían sin hacer herida en nuestra mirada, es la esperanza suprema. No hay nada más hermoso que ver las luces que titilan en un Nacimiento o en un árbol de Navidad; en las calles adornadas, llenas de esa luz artificial llena de magia, de suerte que atrapan en su pequeñez toda la energía del universo, regalándonos esperanza en su chorrito de belleza, en su ligero espacio solar.

Las luces en la noche titilan para nosotros. Iluminan nuestro camino sin cegarnos; abrigan nuestras esperanzas y nos animan a seguir, confiando en el instinto y el conocimiento, para seguir cada paso más allá. Las luces de Navidad en la noche además elevan el espíritu con sus colores brillantes. Tiñen de alegría las tardes oscuras, la noche del invierno que llega; y esconden, en ese trampantojo tan suyo, el nacimiento lento de la luz del día, que empieza a propagarse como una buena noticia sobre cada rincón del orbe.

No en vano las religiones han señalado esta fecha como la apropiada para que el Hijo, la Esperanza, el Regenerador llegue al mundo en su misión de revolución pacífica, de la que seguimos tan alejados como de los límites de cada religión formal y esclavizante.

Las luces en la noche nos despejan las ideas. Nos permiten acercarnos al secreto eterno; nos señalan la vía más rápida para maridar instinto y pensamiento en un solo creativo; nos regalan la esperanza y la vigilancia justa sin cegarnos con la llaneza del pleno día, cuya brillantez nos abruma, ocultando lo que está desnudo y que perdemos. Las luces en la noche nos animan a vivir hacia adentro, practicando la labor de arado y siembra interna, de pastoreo humano. Nada hay más hermoso que la sombra sin sombra de las luces en la noche, que dibujan mohínes, que disfrazan sonrisas, que nos llevan, sin levitando, al centro de nuestro corazón.

Que la luz de la Navidad llegue certera al corazón y a la cabeza, uniendo en esa refracción las partículas y las ondas que nos conforman, sin perder jamás el rumbo de nuestro destino como mundo, razas e individuos.

Feliz Nochebuena.

Escribo palabras de amor

Arte/ Art, El día a día/ The days we're living, El mar interior/ The sea inside, Lo que he visto/ What I've seen

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©Enrique Toribio

 

Escribo palabras de amor. Pero ya no están de moda. Me siento y escribo como ensalmado. Me arrebata la poesía del sentimiento y escribo en requiebros sobre quebrantos del corazón.

Pero ya nadie lee palabras de amor. Se resume en figuritas, se pierde en abreviaturas. Porque vivimos en un mundo separado que rellena los espacios con imaginación desbordada. Y con angustia imaginada. Un silencio, una tardanza (todo es tan rápido en el amor ahora) nos angustia, nos hace sufrir. Y el amor no sufre, sólo espera, persevera y alcanza. Ya no tenemos paciencia para hablar de amor.

Pero yo escribo palabras de amor. Largos folios donde descubro el corazón henchido, donde desnudo una a una todas sus capas: la duda del comienzo, la alegría de la esperanza, la pasión de la certeza, la paz de la conquista, la serenidad de la espera agradecida, cuando una mano se posa en la otra y se acarician y se buscan y se besan. Así escribo sobre el amor, como un descubrimiento que revoluciona la vida y la hace distinta, que engaña y confiesa y nos lleva y nos trae, nos pone patas arriba y nos llena de intemperie y alegría. Nunca somos más vulnerables ni más poderosos como cuando estamos enamorados. Y eso merece líneas de recuerdo, palabras de evocación. Pero ya nadie lee palabras de amor.

Y paso hambre. Porque me alimento de los sentimientos que nacen en el corazón y nadie se acerca para regalarme ese pan de maravillas. Ya nadie quiere que su sentimiento quede escrito por siempre, desvaído por el paso del tiempo, anclado en la tinta violeta de la sangre enamorada. Y me voy apagando poco a poco, porque hay muy pocos que sobreviven a la modernidad de lo breve, a lo barato de nuestro día sin poesía, sin paciencia para leer, sin ánimos de seducir con las palabras escritas, con el sonido del amor rubricado en un página.

Y me da lástima. Y me da tristeza. Monto mi chiringuito a las seis de la tarde en las sombras de la Alameda, con el mejor papel, la caligrafía más fina, la tinta violeta para el corazón, la verde para la esperanza, la azul para la certeza, la dorada para la culminación y la entrega. Pero hay pocos clientes que quieran trasladar esa fantasía a su día a día; ya no quieren enamorar con palabras y hechos, si no con imágenes lejanas y falsa pasión.

Los días pasan. Y puede que algún día el requiebro de los poemas de amor vuelva a estar de moda; los folios perfumados, los paquetitos llenos de sorpresas aladas, y las palabras bien hilvanadas de un sentimiento que se despliega como una sorpresa delante de unos ojos ansiosos y un corazón desbordado.

Pero no es hoy, ni quizá mañana. Sólo sé que ya nadie lee palabras de amor. Y yo enmudezco día a día hasta quedar sin voz, y puede que sin esperanzas.

Cien días (de UCI)/ One hundred days (on ICU).

El día a día/ The days we're living, El mar interior/ The sea inside

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   Las alarmas no dejan de sonar. El respirador envía bocanadas de oxígeno que reciben los pulmones cansados. Una sonda unida a una bomba lleva alimento líquido hasta el estómago; del cuello parte un ramillete de vías encargada de repartir por las venas todas las medicaciones necesarias para reparar los restos de Salud dañada.

   En el Pasillo de la Salud Perdida las paredes se vuelven anchas, desaparecen, y hacen del reloj un mundo eterno. Nada es lo que parece, y minutos simulan horas y horas días, y sumándose, nervios, ansias y esperanzas se difuminan en meses que pasan sin apenas cambios, sin apenas alegrías.

   Cien días de UCI. Cien momentos de espera desesperada; cien instantes de riesgos, errores, retrasos, recaídas, aciertos, cuidados y maravillas.

   Traqueotomía, infecciones. Un episodio de shock séptico que casi termina con todo: los riñones que necesitan apoyo, las arterias que requieren ayuda, y los pulmones que se niegan a colaborar.

   Pérdida de peso, pérdida de fuerza, pérdida de esperanza, que viene y que va.

   Cien días de UCI y la vida sigue igual.

   El paciente lo siente todo junto; a veces se frustra y a veces olvida. Porque quizá sea mejor olvidar. Y los demás observan, entre cansados e impotentes, los días pasar.

   Cada hora regalada es un triunfo pírrico. Cada esperanza perdida, años de vida escapada.

   Y me pregunto cómo se viven cien días allí. Y me pregunto si harán falta cien más.

   El mundo camina con paso lento en el pasillo sin fin de la Salud Perdida. Pero pasa inmisericorde por el enfermo y su familia. Y nada les devolverá la alegría estancada, la esperanza oxidada, la ilusión perdida.

   Todo pasa. Nada queda. Pero a saber cómo pasa y cuál será el precio a pagar. A seguir pagando, hasta terminar.