Silencio arriba y abajo, oscuridad, pálida luz lunar, unas estrellas escondidas tras las nubes. Algunas gotas aún caen por las ventanas. Ha dejado de llover.
– ¿Oyes?
Me vuelve a preguntar. Y yo le miro. Y sus ojos sonríen claritos y desnudos, como su piel sobre la mía. No hay ruido, todo parece respirar una calma similar a la del amor. Y lo entiendo.
Es el amor.
– Sí.
Respondo. Es el sonido del amor. Es el regalo del silencio. Es la quietud que se halla entre los dos y el mundo que nos rodea.
Y me asomo al balcón de sus labios y le doy un beso.
Cerramos los ojos. Y su respiración se hace lenta, pesada, casi un susurro. Y la mía.
Durante una tarde cualquiera, mientras disfrutábamos en una terraza el ir y venir de la gente acalorada, hablábamos de todo un poco.
Me gustaba su compañía: recia, apolínea, quizá demasiado desarrollada pero enormemente atractiva, suave y firme al mismo tiempo; la piel morena e hidratada, brillando al atardecer con una indecencia maravillosa. Todo en él era llamativo: sus hombros como mundos, su espalda de río y un pecho amplio de universo en expansión. Pero sobre todo su verbo fácil, su sonrisa de estrella y un brillo en la mirada que me aturdía a veces y a veces me centraba.
Que me gustaba saltaba a la vista. Vamos, le gustaba a todos los que paseaban por la calle. La terraza no era más que un pretexto como otro para ser admirado y apreciado en la distancia. La Belleza a veces es así de descarada y así de elusiva: mientras no nos acerquemos lo bastante, ella atenderá nuestra sed en tragos pequeños y espaciados; quizá un poco amargos por imposibles o improbables, pero demasiado adictivos para negarles un poder por lo demás tan voluble como el tiempo que pasa.
Pero me gustaba todo, no sólo lo que enseñaba: sus labios, su voz dulce, su forma de ser, algo prejuiciosa, algo independiente, pero generosa y consciente de su lugar en el mundo. Y lo sabía, puedo asegurarlo. Pues, como Belleza, se acercaba y se alejaba en ese vaivén que acrecienta la lujuria y la desespera y la aquieta.
Sentados uno frente al otro, me sentía igual de estudiado. Yo me imaginaba el sabor de sus besos, el cosquilleo de su piel color de vainilla tostada, la blandura de ese pecho, la firmeza de un abdomen cincelado, la tensión de unas piernas atomizadas y relajadas al infinito… Entre sorbo y sorbo, mis labios dibujaban cada uno de sus relieves, tropezaban con un pezón, un codo, un nudillo, y convertían la aventura de saborearle en un exótico baile de especias: la canela, el cardamomo, la pimienta, todos esos olores exóticos confluían en aquella distancia que nos separaba, un mar que se abría a mis sentidos hambrientos y a una expectación que se me notaba en la mirada y a veces en el aliento.
Sonreía, sabedor, lo sé, y acostumbrado también. Y jugaba con ello. Se acercaba y me sonreía y guiñaba un ojo al sol de la tarde y parecía que el mundo se centraba en nuestra mesa, en nuestras bebidas y en el roce al que una y otra vez nuestras rodillas desnudas o nuestras manos jugaban.
Una cuestión de lujuria, de piel y sentidos abiertos. La conversación fluía con una facilidad casi divina. Y divino me sentía yo a su lado, extasiado y comprendido: nos conocíamos, nos comprehendíamos, nos admirábamos: una cuestión de amor.
Su voz, su risa. Mi mirada fija, continua, despreocupada, desvergonzada en su compañía, caldeada y lujuriosa. Cada respiración era un beso que deseaba darle; cada pestañeo, un retrato de su cuerpo tatuado al mío, lleno de esa confianza en lo conocido y en esa serenidad de lo probable. Sus brazos de árbol, su cintura estrecha. Entrecruzaba las piernas y jugueteaba con mis pies. Y su mirada fija, desvergonzada, concupiscente. Y mi risa y mi voz.
Una cuestión de amor: sus ojos oscuros, su nariz prominente, la sutileza de unas manos finas y pequeñas, el sonido de aquella voz de bacante; sus miedos, sus sueños, una inseguridad absurda pero fascinante, una fragilidad inusitada y preciosa.
Una cuestión de lujuria: placer de las pieles que se encuentran liberadas de toda ley que no sea la de los cuerpos; la escalada a sus relieves, la caída libre desde los labios a sus pies; la fuerza que arrebata las inseguridades; la fragilidad que se debate presurosa entre las llamas de la pasión y su transmutación en placer, universo, beso y grito.
Nos levantamos. Nos miramos.
Sabía que su hotel tenía piscina; sabía que iría después al gimnasio. Sabía que todo eso podía quedar para después, tras el ejercicio del lecho.
Y le sonreí. Y me acerqué. Lo abracé con una ansia que me hacía temblar. Y, tras el rastro de su piel, conseguí llegar al valle de sus labios. Y en ellos estuve acampado una eternidad: cuestión de lujuria.
Su voz. Su mirada seria. Me abrazó con torpeza e intentó sonreír de alguna manera. Consiguió mover aquel cuerpo que de repente había perdido toda flexibilidad, ganando en rigidez, en brillo al refulgir con el sol de la tarde.
– Perdona. Perdóname, de verdad, creo que no me has entendido. Te tengo mucho cariño, muchísimo, pero como amigo. Comprenderás que tú y yo…
Mi mirada fija, mi sonrisa congelada. El calor insoportable. La Belleza que se aleja incólume. La nada.
Lo conocí un día de esos que deseamos que acabe de una vez. Nada estaba bien. Desde que me levanté todo había estado al revés: las tostadas, la leche derramada, un lío de trabajo, una comida atroz. El sol escondido entre nubes, algo de niebla que se pega a la piel y a los huesos. Y ahora con esto de la ley del cigarrillo, ni tuve un minuto para dar una calada a escondidas.
Sólo deseaba llegar a casa de una vez. Ni siquiera pasaría por el gimnasio. Sólo quería que aquel día acabase por fin, encerrado en mi casa, enterrado en mi edredón, comiendo helado copiosamente, sorbiendo por los ojos de tristeza al ver la tele que nos ponen diariamente, maldiciendo un día igual que otro pero más desastroso y caótico que de costumbre.
Así que un prólogo como este no puede enmarcar nada bueno. Pero así fue cómo lo conocí. En una esquina cerca de mi portal, estaba llevando una caja muy pesada al contenedor de basura; la luz parecía cegarle el camino, porque se dirigía a mí sin contemplaciones. Aquellos brazos que podían con la mitad del universo, afanados como estaban en equilibrar el dudoso peso de aquella caja y un viento que se levantó de repente en este desastre de primavera no le impidieron seguir su camino. Que fue el de tropezar por completo conmigo, arruinando mi traje arrugado ya y mis pocas ganas de chiste.
En aquel estropicio de polvo, viento y sol, levantó la vista después de contemplar el desorden de desperdicios en la calle, y sin limpiarse la mano la extendió para saludarme. Levantó la vista. Yo estaba a punto de reventar toda la frustración acumulada en aquel torpe insensible…Hasta que tropecé con una sonrisa luminosa y unos ojos alegres, castaños y verdes, y la frente llena de sudor, el pelo a mechones por el esfuerzo y un brazo fornido y delicado a la vez, con una mano tersa y firme.
Yo no hablé y pensó que era mudo. Se limpió en las caderas el polvo de las manos y comenzó a hacer gestos extraños con ellas. Yo me reí de su lenguaje de signos; gracias a Dios oía perfectamente. Pero su visión, aquella sonrisa, y esa barba de un día me había quitado el aliento. Por un momento el sol cambió de lado, el planeta giró y yo quedé patas arriba. No podía apartar mi vista de él; quizá un poco bajito, es cierto, pero con esos pómulos y aquella sonrisa, no estaba para remilgos.
Nos saludamos después de un instante que le debió parecer eterno. O estaba delante de un idiota o no había explicación. Pronto me apresté a sacarlo de su error.
Le sonreí con una risa que había estado mucho tiempo agazapada bajo el cúmulo de pequeñas frustraciones del día que terminaba. Él sonrió de nuevo y se disculpó otra vez. Qué divino sonido el de su voz. Por mí, podía seguir excusándose el resto de la tarde. Pero no era plan.
Señalando mi traje, no le di importancia. Estaba yo para fijarme en eso ahora, vamos. Después de presentarnos, nos dedicamos a recoger todo el estropicio. No quiso ayuda pero yo ya estaba a ello y, total, el traje iba a ir derecho al tinte, así que nada perdíamos.
Con mi ayuda acabó en un periquete, aunque he de admitir que apenas hice esfuerzo. Él pareció arreglarlo en un pestañeo. Yo sólo le sonreía lelo y a él eso le resultaba gracioso, así que el mundo pareció por fin encajar como debería haber sido desde la mañana y yo estaba feliz.
Acabamos algo cansados y le invité a un café. Un cerveza, una clara, un bocadillo de jamón. El asunto era invitarle y no dejarle ir. Le pareció gracioso y justo que me invitase por haber invadido mi espacio. A mí me daba la mismo, que yo le daba permiso para muchas otras cosas.
Reímos. Y volvimos a reír.
En el bar nos acercamos poco a poco. Todo en él era maravilloso: su pelo castaño, sus ojos verdosos, esa sonrisa de anuncio. Y unos hombros de infarto que sólo invitaban a ser tocados, a ser mordisqueados, a guarecerse en ellos.
Durante una pausa de silencio se acercó a mí y me besó suave al principio, después con cierta ansia. Aquellos labios carnosos, tibios y húmedos aplacaron mi sed. Aquel gesto de apremio y deseo borró mis pensamientos, me dejó sin habla y con ganas de abrazarlo. Ni siquiera me acordaba cómo se llamaba. Ni siquiera me importaba su pasado. Porque yo era su presente y seguro su futuro. Porque tras ese beso yo me lo imaginé todo, hasta un anillo en el dedo, un par de perros y un crío ronroneando de hambre.
Aquella noche en mi cama deshecha, conseguimos remontar el mundo, cambiarlo de sentido; después de un invierno de soledad, éste partía tras la primavera más brillante, el verano más amable, un otoño cuyo frío haría que caminásemos de la mano bajo las hojas caídas…
Mucho nos prometimos mientras rozábamos nuestras pieles, mientras descubríamos mundos encerrados en pliegues y en honduras. Qué maravilloso su peso sobre mí, el tacto de su piel pálida, el beso largo sobre su pecho, el sueño del cansancio que durmió sobre el mío agotado…
Hasta la mañana.
Cuando desperté, ahíto de amor como de sopresa, no lo encontré a mi lado. Lo imaginé duchándose, con el beso del agua recorriendo los mismos senderos que mis labios, recordando el lunar en la espalda, las cosquillas en la pelvis, el ímpetu de la novedad envuelto en los nervios de lo desconocido… Me desperecé en cama, sintiendo de nuevo sus manos y las mías y colmándome de deseo. En las sábanas quedaba una fotocopia de su olor. Aún era muy temprano, y el sol comenzaba a despuntar por el horizonte, escondiendo las estrellas que habían desfilado durante el amor. Qué maravilla…
Pero no me di cuenta hasta más tarde que el agua de la ducha no corría. Durante unos segundos, el silencio pareció agazapado en los recuerdos de la noche anterior. Hasta que la soledad pudo más, y su mudez, despertó mis alarmas.
Me levanté corriendo, dejando aquellas sábanas que olían aún a su cuerpo detrás de mí hechas un lío como mi corazón, y recorrí el piso entero llamándolo por el nombre que me dio durante las embestidas de un amor alucinado, de un amor único que habíamos encontrado…
Ni una respuesta. Ni un resto de piel.
Volví al cuarto desmoronado; el lío de sábanas en el suelo; el amanecer llegando a su fin y entrando por la ventana con descaro. Ya casi no había estrellas, y aquellas que habían escapado, ahora se escondían en mi cama, en mis manos, en esos sueños que quería darle.
Recorriendo con la mirada el naufragio de mi abandono, encontré aquella camiseta azul que llevaba pegada a la piel. Me la acerqué a la cara…Aún olía a él. A ese desconocido sin nombre que me mintió su nombre, seguro, y la historia con la que me conquistó de inmediato…
No se despidió. Ni le importó dejar en aquella cama un trozo de corazón destrozado y una miríada de sueños estrujados entre su espalda y mi pecho desnudo.
Me senté en el borde de la cama. El sol cubría mi desnudez con su color dorado y su calidez. Hoy no llegaría tarde. Hoy quizá fuese como debería ser siempre. Así son las probabilidades de las cosas: cuando el corazón se encoge de dolor todo parece sonreír y todo parece ser fácil, fácil para los demás. Seguía teniendo su camiseta en las manos…
Abrí el balcón y salí al frío de la mañana. Aquella tela deslavada, en la que su olor impregnado estaba, apenas detenía la sangre que brotaba de mi corazón hecho trizas. Qué importaba. La lancé a la luz dorada, al vacío de la calle, al extremo opuesto de mi corazón.
Y entré en mi habitación y me fui a duchar. Escondiendo mis lágrimas como hacía unas horas antes desplegaba las alas de mi imaginación.
Así es la vida, creo…
Me vestí con una tristeza sin igual. Mi piel lo extrañaba, mis sueños lo dibujaban una y otra vez… Aparté de mí esos pensamientos y los escondí, junto con las estrellas, en lo más profundo de mi corazón. Aquel ser sin nombre se hundía así en el océano de lo que nunca será…
Mi corazón roto y yo salimos de nuevo a la calle, con la luz de un nuevo día dándonos caza y yo, qué quieren que les diga, me dejé atrapar…
No duermo. Doy vueltas en la cama sola sin ti. Intento conciliar un sueño que se me escapa. Intento achacar el insomnio a tu ausencia; procuro engañarme.
Ya no soy joven. Comparado contigo, ahora me mantengo, lo aparento, quizá hasta lo deseo. Pero no lo soy. No como tú.
Ese pensamiento unido a tu amor me enloquece y me impide dormir. Cierro los párpados y parece que se abren solos. Mis pupilas se acostumbran a la oscuridad como a la tibieza de tu piel. Desde que te conozco, desde que estamos juntos, tu peso exacto de músculos y humores, tu sonrisa de niño pequeño, ese pelo que nace en la nuca y muere en la frente, me inspira, me excita, me devuelve un torrente de sentimientos, de momentos que creía haber perdido en historias asaz rutinarias, siempre las mismas, siempre vacías. Me has devuelto la vida y me has quitado el sueño cuando no compartes las horas conmigo. Y debo vivir con ello.
Me levanto. Sin ropa me acerco a la ventana, donde parece soplar el viento de primavera jugando con las flores vestidas de pudor y con la luna, que se encarga de bañar mi piel desnuda. Siento esos rayos quizá algo fríos a través de la ventana cerrada. Veo el brillo de mi piel todavía tersa bajo su luz. Me toco y encuentro cierta firmeza y algo de tersura, rocosidades y estuarios en donde sorber caricias; golfos en los que gozar y beber el vino de la lujuria. Cierro los ojos y siento el lento sabor de tus labios, ese peregrinar entre cada recoveco y cada pliegue. La luna acaricia esa boca de fresa, que sube hasta mi cuello, que juguetea con la raíz de mi cabello en la que afloran algunas hebras plateadas, algunos surcos que equivalen a un sentir profano, a un pensar profundo… Abro los ojos y pienso en ti.
Eres demasiado joven. Me lo repito una y otra vez. Y cuando te cansas de oírme, te ríes de mí con cierta indiferencia y me regalas cientos de razones por las cuales la energía de los años acumulados se transforma en vigor y en ímpetu, en ciega pasión y un mar de caricias… Oigo tu voz oscura, que invita al juego y la concupiscencia; siento tus manos ágiles, que enseñan el abandono, y mi piel se despliega, mis sentidos se afilan, mi boca se abre y mi lengua aspira cada una de las gotas de sudor que brotan de ti…¿Qué puedo hacer si no seguir tu juego, embarcarme en tu nave, viajar por las singladuras de un amor nuevo, embrujado y joven?
Me miro en el espejo. Aún me gusto. Hago lo posible para ello. El pelo recortado, la piel tersa, los brazos fuertes y firmes, las piernas que aún sustentan un torso de Titán… Sí, ¿por qué no?
Me miro en el espejo. Y procuro no ver esos surcos en mis ojos, la línea más marcada en las mejillas, cierta caída de los párpados. Y mi olor que cambia, que se hace penetrante y me obsesiona. Y la limpieza. Para que la piel brille, para que la ropa, al caer, se desplace por la orografía del cuerpo con gracia y sorpresa, como cuando yo era joven y buscaba experiencias; cuando aún la inexperiencia era un motivo de vergüenza y la desnudez un triunfo.
En cambio ahora…
Ahora sigue siendo bello. La silueta que me regala el espejo aún es atractiva. Mi cuerpo te hace enloquecer a pesar del hiato que nos separa; mi sonrisa aún cautiva y mi voz algo cascada te excita cuando susurro la locura de tu nombre… Sonrío y hablo en secreto; flirteo y me sonrojo; te guiño un ojo y hago caritas cuando estamos separados, para que me veas… Parezco un niño enamorado y, sin embargo…
Estoy obsesionado. Vivo enloquecido con la vida. Con la vida que me regala tu cuerpo, mío sólo mío, y tu belleza, que se aparea con la mía y cabalgan juntas al amanecer. No es normal esta suerte. A veces me despiertan las lágrimas que caen en tus hombros, y te miro como quien descubre el universo, y me asombra ver en esa espalda el dibujo de las constelaciones y en tu pecho, un manantial perpetuo de placer y de sorpresas que se abre sólo para mis manos, que tiemblan de gozo nuevo al descubrirte, como si fuese una perpetua primera vez; mejor que un estreno; mejor que mi vida anterior.
Estoy enloqueciendo por ti. No duermo cuando me abandonas, porque me obsesiona tu pérdida. Disfruto de una vida nueva cuando estás a mi lado. Tu juventud cede a mi ímpetu y mi experiencia se deshace en polvo ante tu amor. Cuando yacemos juntos, el profundo pensamiento, las mil excusas, los retos de la mañana, las posiciones que ocupamos en el mundo se desvanecen entre jadeos y búsquedas, entre caricias que a veces parecen desgarros y luchas que culminan en el mero placer. Y parezco creer en esa suerte que funde tus pocos años con los míos, y mi mente hace tabla rasa ante la eterna sed que mi cuerpo siente por ti.
No duermo. Intento conciliar un sueño que se me escapa cuando no estás aquí. Y aunque ya no soy un niño, a tu lado procuro engañarme, y lo consigo, y lo siento, y me rebelo contra la historia, contra mi propia vida y mi cuerpo que envejece, porque me siento nuevo otra vez, joven de nuevo, gracias a ti.
Y si esto es vivir en la locura, no quiero despertar jamás al sueño del juicio y de la cordura. Mientras estés tú a mi lado alimentando mi insensatez, todo será felicidad. Vana o profunda, única y perecedera, pero felicidad.
Aquí estamos ambos. Espalda contra espalda, algo de sudor entre los dos, el tacto cansado y tranquilo que pronto se despereza.
La luz comienza a entrar por las ventanas abiertas. Y la luna se deshace en el amanecer que aún la sostiene; las estrellas todavía brillan aun veladas por un manto de iris. Y la niebla besa la tierra que corre bajo nuestros pies. Y la lluvia apenas refresca al día que nace.
Nos movemos con tranquilidad. Nuestra piel, una sola, se roza y se acaricia en ese movimiento que es facilidad. Noto tus brazos que me buscan, ese cosquilleo, ese tenue olor. Y el deseo de encontrarnos entre las sábanas caídas, cuidando un milagro que se repite día a día, me llena de alegría.
Saberte cerca en la noche que llega, saberte junto a mí en al arribo de la mañana, sol y luna que se encuentran y se funden en intenciones y en piel, hace que tiemble de expectación y deseo, deseo llenado por ti, vaciado por ti y renovado una y otra vez cuando nos vemos.
Tu piel que huele a hierba, a noche, a luna llena. Suave, transparente, cubierta de un vello suave como la aurora, cálida como el alba que llega, me envuelve y me hace soñar… Soñar con tu boca de caricia, con tu mejilla arrebolada, con tus dedos incansables y esa fuerza que gravita desde tu corazón desbocado y buscador…
Mi piel hambrienta, llena de sol, que busca refugio en tu pecho de planicie, entre tus brazos de bosque y tus besos de riachuelo, que inundan el centro de mi ser hasta hacerme volar.
Mi piel, hermana de la luna, que platea por tu tacto, que se reblandece al llegar junto a ti y sentir un calor que parece un poema, un roce que libera mil sonrisas escondidas con una energía solar…
Cuando estamos juntos, cubrimos con nuestros cuerpos un universo único, en el que se funden los astros y los planetas, el día y la noche, nuestros labios y nuestras manos, hasta encontrar el placer perdido en lo cotidiano, escondido entre las mil cositas que nos distraen y que nos mantienen unidos en el recuerdo, en el ansia de una nueva noche, de un nuevo amanecer juntos.
Me abrazas. Te abrazo. Y nuestras pieles se unen, reconociéndose en el camino de la noche, en el clarear de la mañana, encajando tan bien y llevándonos lejos de aquí…
Tu piel. La mía. El abrazo que nos une, el deseo que nos purifica. El encuentro que es libertad. Y el amor que aúna sol y luna, beso y lágrima, roce y calma, dolor y amor.
Florencia está llena de sorpresas. Entre ellas, la Galería de la Academia, el útero donde se guardan hermosas maravillas cuyo eje central y corazón es el David de Miguel Ángel. Contemplarlo nos lleva al éxtasis de la Belleza, al contacto íntimo con la virtud del ser humano, con su sorpresa y su nunca saciada perfección. Sin embargo, tuve la inmensa suerte de disfrutar del juego de espejos que la exposición La Perfección de la Forma depara. Contemplar las fotografías de un genio de la plasticidad, la textura y el movimiento gráfico como fue Robert Mapplethorpe, hermanadas con las sinfonías sinuosas, rotundas e inexcusablemente bellas de la obra de Miguel Ángel, fue una experiencia esclarecedora. El Arte trasciende fronteras, siglos y técnicas de aplicación. La Belleza, sin nombre y sin sentido, se expresa a sí misma, y la necesitamos con la misma intensidad que descansar, comer o soñar.
Ambos artistas fueron hombres de grandes necesidades; hambrientos de lo perfecto y exacto, buscadores de formas que los inmortalizasen; desconocedores de que la Perfección, como la Belleza y como la Fe, es insasible, inconmensurable, incalculable e imposible de alcanzar para los seres humanos. Las fotografías de Mapplethorpe alcanzan la textura de las estatuas en su juego con la luz y la bidimensionalidad; la escultura de Miguel Ángel se hace divina en el mármol cutáneo; en la delicada forma de unos labios; en la marcada transparencia de una vena o de un tendón; en la entrega apasionada hacia su propio destino. Y ambos genios se rozan, se tocan y se dan la mano en las arenas del tiempo que ha pasado.
Mapplethorpe aseguraba que, si hubiese nacido doscientos años antes, hubiera sido escultor, pero que sin embargo prefería la rapidez que la fotografía le ofrecía en cuanto a resultados. Puede que tuviese razón. Sin embargo, ambas son Arte en estado puro, Arte en busca de dimensión, pureza y movimiento, y que pretenden, como toda habilidad humana, alcanzar la perfección a través de la forma retratada, el sueño vivido y el anhelo deseado.
Florence is a city replete of surprises. Among them, the Galleria dell’Accademia, where Micheangelo‘s David is the core and center of this marvelous island of the Arts. Looking at David is a journey to Beauty, to the intimate contact with human beign’s virtues and the never ending need of surprise and perfection.
Nevertheless, I was immensely lucky to enjoy the game of mirrows that the Perfection in Form Exhibiton provides at that time. To contemplate the photographies of a genius of plasticity, texture and graphical movement like Robert Mapplethorpe was, binding with the winding, absolute and inexcusably beautiful symphonies of Michelangelo’s work was an enlightening experience. Art trascends fronteirs, centuries and technical achievements. Beauty, bares of names and explanations, express itself, and we need that expression as we need to sleep, to love and to dream.
Both artists were men with enourmos needs; hunger of exactitude and perfection; searchers of the ways to portray them; unkonwn both that Perfection, as well as Beauty and Faith, is untouchable, unmeasurable and unreachable for human beigns. Mapplethorpe’s photographies reach the statues texture through the game of bidimensional space and light; Michelangelo sculture becomes divine in the sense of a cutaneus marble, in a delicate form of a mouth, in the noticeable transparency of a vein or a sinew, in the passionate quest of its own destiny. And both geniuses are close, they touch each other and they find themselves holding their hands in the mist of Time and History.
Mapplethorpe assured that, if he had been born two hundred years before, he had been a sculptor, but nevertheless he preferred the quickness photography offered to him in the quest of results. Maybe he was right. However, both incarnate Art in a pure sense; Art in search of dimension, purity and movement; and both techniques try to find, like any other human ability, Dream, Hope, Beauty and Perfection.