Agotado, me dejo caer sobre la arena. No me preocupa que se meta entre los zapatos, que se haga cosquillas a través de los calcetines. De hecho, me saco los zapatos y desnudos mis pies, disfrutan hundidos ese gracioso granulado, ese caliente beso de tierra al sol.
La marea comienza a ascender. El sol aún se refleja entre las nubes. El mar, teñido de rosa y oro, manso besa la orilla a la que abandona como los labios de unos amantes se separan para coger aliento.
Cansado, no quiero hablar. De todas maneras, si pudiera, preferiría el silencio. El silencio que llega del mar en murmullo de espuma y el que se escapa de tu pecho, lento y suave con cada respiración.
Cuando el largo día parece que me puede, pienso en ti, y en nuestro encuentro frente al mar insomne, y se me alegra la cara. Me lleno de una energía nueva, y lo que queda del día se transforma en deseo y en una secreta alegría: la de nuestro reencuentro entre el arrullo del mar, el beso de la arena y el refresco de la orilla por siempre húmeda.
Y llego a tu lado, desplomado y cansado. Y siento la caricia de tu mano al saludarme, y el aroma de la salitre, y la suave brisa del océano, brillante y azul. Y descanso mi rostro en el hueco de tu palma y todo parece desaparecer: los problemas diarios, la angustia de llegar a fin de mes, las hipotecas y las responsabilidades y todo parece brillar: nuestro amor, el reflejo dorado del sol en el agua, la espuma juguetona en la orilla pizpireta, la arena que rápidamente se hunde entre mis pies.
Cuando llego a casa, lo que queda de mí se llena de ti y de la belleza del mar y hace que todo valga la pena.
Cuando llego a casa, lo que queda del día sólo es felicidad.