Sergio De Luz: abrir los ojos/ Sergio De Luz: Open Your Eyes.

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Open Your Eyes. Snow Patrol

   6849aebc61215c593d6f6f3dfda02822Otro de los descubrimientos en Instagram ha sido, para mí, Sergio De Luz. Sus formas desnudas, su estilo rudo sin apenas retoques, esconden sin embargo una técnica depurada y la sutileza más delicada en las imágenes que quedan prendidas en la retina una vez nos obliga a abrir los ojos ante sus creaciones.

   Su trabajo como fotógrafo profesional es independiente de su labor en Instagram, más personal, en el que se nota una huida hacia lo sencillo (que no básico), un juego constante entre las sombras y, como su propio apellido indica, la luz.

   Apenas hay cabida para el color. El mundo de Sergio De Luz es un constante claroscuro en el que las formas se desnudan, o se ofrecen en vaivén, llevadas y traídas por las mareas de la mirada.

   Porque Sergio De Luz nos obliga a abrir los ojos ante la vida sugerida y retratada, descarnada pero juguetona, directa y sutil, sin afeites; a veces cargada de una cierta rabia contenida, y otras, de un dejarse ir sedoso y revelador.

   Nada en Sergio De Luz nos deja indiferente: ni su pasión, ni su delicadeza, y mucho menos esas imágenes con las que retrata una vida en blanco y negro que, sólo a veces, por suerte o por casualidad, se puede llenar de color.

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I ♥ NY.

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En el aniversario del ataque terrorista a Nueva York (vísperas de lo que sería el peor ataque terrorista en Europa, en Madrid) un pequeño homenaje de la serie Sexo en Nueva York a la ciudad, uno de los episodios más bellos y de más corazón de la misma.

Ningún intento de copyright. No poseo ninguno de los derechos de la serie.

Galicia líquida, verde, melancólica/ Galicia: melancholic beauty.

Arte/ Art, Lugares que he visto/ Places I haven been, Música/ Music

De mi amiga y colega Sonia Fernández Conde la belleza y melancolía de Pontemaceira, como ejemplo de lo maravillosa que Galicia es.

Hayley  Westerna. O mio babbino caro.

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¿Cómo sabré?/ How Will I Know?

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   Ser adolescente en los ochenta fue maravilloso. Lo mismo dirían aquellos que lo fueron en los noventa o en los dos mil. Ni qué decir tiene los setenteros o los sesenteros. No lo dudo. Pero los ochenta tuvieron más relación con los setenta y los sesenta que con sus décadas sucesoras y quizá sea eso lo que los hicieron únicos.

   Entiendo poco de música. Sólo oigo lo que me gusta. Supongo que más o menos como todo el mundo. Crecí en el trópico. Mi madre, una gran radiófila, sintonizaba todas las tardes la estación Radio Ideal, por la que desfilaban sin apenas interrupciones la música romántica más importante desde los años cincuenta; de suerte que crecí mecido en las notas de los boleros, las bachatas, la música melódica, los cantantes españoles e italianos de aquellas décadas prodigiosas, y la música pop anglosajona. Tengo una memoria de pez para recordar nombres de grupos o de canciones, pero no olvido una melodía o una canción. Así, esas sesiones de radio vespertinas sembraron en mí una necesidad de música de fondo: he estudiado con música, he dibujado con música; con música limpio mi casa y con música escribo. Y estoy más que dispuesto a implantar, cuando pueda, música en el ambiente laboral: todo es mucho más fácil y nos llena de una energía fascinante que lo hace más llevadero, casi mágico.

   Por eso guardo con especial cariño mi primer recuerdo consciente de enganche musical. He sido un niño que creció alrededor de personas mayores que él. Dos, tres, cuatro, cinco años y a veces más. A los once años oía Supertramp y Aute y Silvio Rodríguez  (aparte de lo mencionado antes) y los Bee Gees y ABBA, claro, y Air Supply.  Pero la primera vez que me dije a mí mismo que quería un disco, un LP como se llamaban entonces, fue con quince años, y fue Whitney Houston la cantante elegida. Recuerdo haber visto un vídeo en la tele (aunque en Caracas ya había televisión por satélite, con la MTV como abanderada, en mi casa eso no se estilaba), en un programa de vídeos musicales que conducía Musiuíto, una mujer guapísima y muy joven, vestida de blanco, delgada y esbelta como una palmera, cantando sobre el amor más grande de todos:

   Y me dije a mí mismo que quería su disco. Quién me lo iba a decir, pero Whitney Houston pasó a formar parte de la banda sonora de mi vida. Aquel disco lo devoré por completo. En Europa se estilaba que los LP trajeran consigo las letras de las canciones, pero en América eso no era tan frecuente. Y éste no fue la excepción. Pero por aquel entonces, con quince años tenía el convencimiento de que podía hacer de todo, y me dispuse a aprender inglés. Y aunque tuve que esperar un año más para ponerme con lo del idioma nuevo, en ese período de tiempo tuve a bien graduarme de bachiller, aprobar los exámenes de ingreso en la universidad y perfilar mis estudios de medicina. Todo a la vez:

   Y mientras a mí me pasaban estas cosas normales en un chico de esa edad, Whitney Houston subió como la espuma. Era una belleza elegante y espigada, y poseía una voz poderosa y dulce, cosa que no es fácil de encontrar. Arropada por grandes profesionales y por ese regalo divino de su voz, prepararon rápidamente su segundo disco con Arista, que sería una de las discográficas de mi adolescencia, y se anotaron, para mí, quizá el mayor éxito de su carrera (exceptuando El Guardaespaldas, que es otra cosa), y en el que la cantante quería bailar, bailar como fuese con alguien que la quisiese:

   Fue un gran triunfo. Casi todos los sencillos de aquel extraordinario disco fueron un éxito. Para ese momento yo esperaba con grandes ansias a que saliese. Cuando oí la primera canción en Radio Ideal supe que tenía que comprar ese segundo LP. Tenía dieciséis años, estaba en la universidad, y por las noches iba tres veces a la semana a la academia de idiomas Berlitz School, para aprender inglés. Y aunque no tenía mesada o cosa parecida pues recibía el dinero que necesitaba de mis padres diariamente, estos accedieron a que comprara el segundo disco de Whitney Houston, titulado simplemente Whitney. A mi madre la fascinaba con su belleza y elegancia y a mi padre, cantante de voz aterciopelada él mismo, con el poder de su voz.

   Aquel disco de maravillas traía una grata sorpresa en su interior: ¡las letras! Y aquello no pudo ser mejor regalo. Avanzaba con el inglés y podía practicar con mi cantante favorita y sus canciones; quizá por primera vez era capaz de seguir una melodía anglosajona sin equivocarme y entendiéndolo completamente. Casi creí tenerlo todo por aquellos años:

   En el año 1988 llegó a nuestra casa el Betamax. Y no era uno cualquiera: el primero con sonido estéreo, con su barra de sonidos en la cabecera de su traje plateado; gracias a eso, perimitía verter las imágenes en sonidos en un cassette de música normal, que de aquella los había de 60 y de 90 minutos, si se lo conectaba a un equipo estereofónico, que recibí como regalo por haber terminado el colegio y entrado en la universidad. Aunque por aquella época a todos mis amigos se les había regalado un coche para poder desplazarse a través de los cientos de kilómetros que debíamos recorrer para asistir a clases, yo no tenía ni de lejos edad para sacarme el carnet de conducir, así que tuve que conformarme (y yo encantado) con un equipo de música extraordinario (al que al año siguiente se le añadió ¡un compact disc!)  y el Betamax estéreo y un viaje de verano a Madrid y Barcelona, aparte de Santiago de Compostela, claro. Qué decir tiene que no extrañaba el coche para nada, aunque tuviese (como hacía) que levantarme a las 4:30 de la mañana para coger el autobús que me llevase a clases cada día.

   Pues gracias a ese Betamax, pude grabar la entrega de premios Grammy de 1988. Y la recuerdo vívidamente: Whitney Houston abrió la ceremonia llena de energía, y desfilaron por ella Michael Jackson con su Man in the mirror, Belinda Carlyle, Suzanne Vega y su Luka, Liza Minelli y Celia Cruz, entre muchos otros artistas extraordinarios. Aquel año fue fabuloso, y tuve grabada esa cinta en un cassette de 90 minutos muchos años después, hasta hace poco realmente, ya demasiado vieja y gastada como para que fuese útil.

   Con el transcurrir del tiempo, perdí esa ansia de seguidor que tenía en mis primeros años de adolescente. No necesitaba oírlo todo ni leerlo todo de los artistas que me gustaban. Y, con el tiempo y el desarrollo de estructuras de comunicación como la red, se me hizo innecesario. Aún así y todo, Whitney Houston siguió cosechando éxitos, siguió deslumbrándonos. Pareció tenerlo todo y puede que lo tuviese, y fue feliz a ratos, como en el fondo todos lo somos.

   Con motivo de su reaparición, minada esa voz de ángeles por los hábitos que vamos adquiriendo con los años, la casualidad hizo que estuviese unos días en San Francisco cuando Oprah Winfrey la entrevistó en exclusiva. La entrevista, larga, estuvo dividida en dos programas. No salí de mi hotel en las horas en que la emitieron. Y aunque estaba guapa y con ganas de relucir y de resurgir, había perdido aquel don fascinante, había descuidado ese regalo del cielo. Y sin embargo seguía siendo ella, la bella Whitney Houston que había conquistado mi corazón a los quince años. En esa entrevista habló de todo sin tapujos; contó su historia. Todo el que se confiesa defiende su punto de vista sobre la vida, eso está claro. Y sin embargo no importaba. Lo verdaderamente importante es que allí estaba ella, dispuesta no ya a cantar (no podía, pero había llegado a un estatus en que aquello era irrelevante) si no a seguir con vida. Pero sólo fue la última chispa de luz en un horizonte en tinieblas. Y es una pena. Otra más.

   Hoy ha muerto Whitney Houston, sin duda la voz de la música norteamericana de este tiempo. Ignoro si tuvo una vida fácil, si se rodeó de todo lo que quería; no sabría decir si fue feliz. Exactamente como nos ocurre a todos. Y sin embargo, sé que hoy como ayer, ella como yo y todos los seres humanos que habitamos en este planeta, se seguirá preguntando, cada día que pase, si podrá alguna vez saber, y cómo será saber, lo que la Vida nos depara:

De la mano/ Hand by Hand.

El día a día/ The days we're living, Lugares que he visto/ Places I haven been

   Ayer paseaba por la calle. Atravesaba un jardincillo lleno de verdor y con árboles lanceolados y desnudos por el invierno. Hacía frío y un viento molesto soplaba testarudo.

   Me arrebujé en el abrigo. La enorme bufanda cubría mi cuello y parte de la cara. Sentía la piel tensa por el frío. Pero, a pesar del tiempo, se estaba bien por aquella calle verde, abrazado por el susurro de las ramas al chocar unas con otras y lleno del eterno baile de las hojas secas.

   Pensando en mis cosas, imbuido en mi propio mundo, algo anestesiado por problemas que no lo eran y preocupaciones inmerecidas, casi tropiezo con una pareja que, riendo, llevaba de la mano a un crío pequeñito. Sus zancadas de enano, todavía algo inestables, eran el motivo de las risas. La pareja se acercaba al pequeño, que lleno de razón seguía empeñado en caminar. Tan cabezota como el viento que arreciaba, el chiquillo iba de aquí para allá con un desequilibrio controladísimo, riéndose de sí mismo y de la felicidad que generaba en sus dos acompañantes.

   Los tres me sacaron de mi abstracción. Los estuve observando unos minutos, ralentizando el paso para no dejarlos atrás. La pareja reía desenfada con esa sonrisa que llena la boca y el corazón. En cuanto al niño, todo él era una sonrisa y parecía brillar siendo el centro de atracción. De la pareja, vistos desde atrás, poco podía decir. Uno era más alto y el otro decididamente bajo. Uno llevaba el pelo largo sujeto a una cola y el otro el cabello muy corto, a cepillo. Sus formas redondeadas, más suaves de lo esperado y cierto ademán llamaron mi atención. La pareja iba de la mano. Una manita dentro de otra. Una piel sonrosada por el frío protegida por la otra, más grande y enguatada. Dos abrigos negros anodinos, dos pares de botas con borreguito. Y risas, muchas risas. Y una voz.

   La pareja que paseaba con el chavalín hablaba de sus cosas cuando el niño no monopolizaba su atención. Y en todo el rato que estuve por esa calle antes de virar hacia la derecha, no pararon de demostrarse cariño. Se acercaban y se tocaban los hombros y las cinturas, con un fru-frú de material sintético y oscuro. Y las manos juntas, sin separarse nunca. A veces parecían mirarse y se sonreían. A veces parecía que se daban calor. A veces se separaban porque el niño se entrometía, con las manos unidas por sobre su cabecita peluda. Y caminaban sin descanso a través del jardín verde y susurrante, de ramas desnudas y hojas caídas.

   Finalmente los adelanté cuando el pequeño se entretuvo con una piedra del camino. Aprovechando el momento y aún de la mano, se acercaron y durante un segundo eterno, se dieron un beso lleno de cariño, con una cierta reminiscencia de pasión, pero delicado y fugaz, como novios nuevos. Y en ese momento me di cuenta que eran dos chicas que caminaban de la mano esa tarde por el parque, que eran pareja y que, decididamente, el chiquitín se parecía mucho a la bajita sin guantes. Al pasar a su altura volvieron a darse un beso y pude ver el brillo de una mirada, el ligero rubor de la alegría y cierto tono de costumbre y de misterio que sólo se teje entre dos personas que se aman, se comprenden y se aceptan.

   Cuántos recuerdos renacieron…

   Unos metros más adelante, cuando ya no se oían sus risas ni mi mirada miope podía apreciar más detalles de aquella escena privada, mi corazón comenzó a recordar. Mis pisadas eran las únicas que se oían en aquella calle desierta. Yo no tenía sonrisas que compartir ni misterios que descubrir; el sonido de mis pasos no traían consigo el reverbero de otros a su lado; nadie disfrutó conmigo el verdor del parquecillo, ni encaró conmigo el viento frío ni disfrutó conmigo la vida que latía en aquella familia que había dejado atrás.

   Suspiré. Sacando una mano del abrigo, extendí el brazo y la abrí buscando un peso, un contacto, un calor humano… Pero no había nadie.

   De la mano la vida parece mejor. De la mano parece que todo y a todos se puede hacer frente.

   Quizá.

   Pero yo no pude pasear ayer de la mano con nadie. Ni tampoco hoy. Y quién sabe si mañana.

Entre Nochebuena y Reyes/ All about Christmas.

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   Hay algo importante que late al lado de todos los motivos por los que celebramos Navidad. Y son los regalos. Los regalos como símbolo: la capacidad de dar, de ceder, de regalar, de celebrar la presencia de aquellos que hacen de nuestra vida un teatro infinito y una divina locura.

   Hoy miles de personas rasgan papel, abren envoltorios, disfrutan o se desilusionan con las sorpresas que contienen esos paquetes en los que a veces envolvemos un sueño y otras una obligación. La Navidad es un símbolo que recoge en el fondo el maravilloso don de dar, de regalar: desde una sonrisa hasta el más sofisticado aparato electrónico, el hecho de dar, de compartir hace de este período el más bello y triste de todos los que vivimos a lo largo del año.

   Hace un año reflexionaba sobre lo que había ocurrido en el 2010. Ayer, durante la guardia de la Noche de Reyes, mientras conversaba con el equipo de guardia e intercambiábamos comida en un pequeño ágape hecho de cariño y de ganas, algo me llevó a hacer lo mismo. Por supuesto y más importante, gozaba de Salud. Y mis familiares más cercanos también, aunque algo más abollada y renqueante. Eso es digno de celebrar con la mayor de las fiestas, desde luego. Pero además el año que se fue me regaló muchas cosas, demasiadas quizá, no merecidas sin duda, y algunas renuncias que sólo con el tiempo adquieren forma y estructura y parecen encajar en el fino entramado de los días que vivimos.

   He recibido un nuevo trabajo, perentorio e inestable como cualquier otro, en el momento en el que interiormente pensaba en cambiar mi vida en ciertos aspectos. Una frontera que desconocía, una forma de trabajar en Medicina que no sabía que podía ser posible. Tal hallazgo y tal regalo me llegó de sorpresa e intenté amoldarme a él de la mejor forma posible en el corto espacio de tiempo del que dispuse. No lo hice mal pero tampoco bien, y mi escasa plasticidad para aceptar cambios bruscos no ha contribuido a ello. Y sin embargo me siento algo más útil, tengo nuevas ideas, creo que lo que hago, al menos en parte, puede ser posible. Y eso me ha dado una fuerza pequeña pero continua, que me hacía falta.

   Durante el año perdí a personas que apreciaba y sin embargo gané en libertad. Siempre quebradiza, siempre huidiza, pero ahí está. Si miro hacia atrás veo locuras hechas, tonterías que no deberían haber ocurrido, pero también encuentros extraordinarios, fogonazos que me abren los ojos y me dan más luz. Todas las personas que he conocido y que han entrado a formar parte de mi vida han aportado calidad y cierta estabilidad y una riqueza que es difícil traducir en palabras, pero que está ahí. Las personas que habitan en el pasado, aquellas que han querido abandonar la travesía común, y aquellas que se han adherido a ella, han hecho de mi vida, de mi personalidad y mi forma de pensar, una nueva tierra; han servido de catalizadores en este estudio y en este descubrimiento continuo que es ser yo mismo.

   He recuperado una amistad perdida en el tiempo, resquebrajada y curada; he sido un imbécil y he permitido que mi orgullo se entrometa en lo que siento; y sin embargo he sido capaz de sobreponerme a todo eso y ahora, en el lugar en el que siempre ha debido estar, ha retornado como si nunca se hubiese ido, y prefiero no ver las cicatrices que la vida nos ha dado, y mirarle a los ojos y disfrutar de su sereno vivir, de su sabiduría lenta y profunda como un surco de tierra que lleva escondida una promesa, un futuro encantador.

   Entre Nochebuena y Reyes la vida se suspende; recordamos lo que más nos duele, nos rodeamos de lo más querido. Yo quiero mucho y anhelo mucho y pierdo mucho, pero la Vida está ahí, siempre a mi lado, para recordarme lo bendecido que soy, la inmensa suerte que tengo incluso en la zozobra de los días que vivimos, y que siempre, siempre las cosas pasan, todo pasa y quedamos nosotros fuertes, tambaleantes pero erguidos y con una sonrisa entristecida pero única en el rostro.

   Por eso entre Nochebuena y Reyes he querido rendir homenaje a todo lo que la Vida me da; la suerte de trabajar, por más inestable que éste sea; la inmensidad de una vida saludable rodeado de seres que son un mundo en sí mismos, generosos y únicos, con sus peculiaridades y sus problemas, sus misterios y sus realidades.

   En este año que se ha ido he perdido de vista mi propia ciudad, que es una joya de maravillas, pero he podido viajar por Madrid, por Bilbao, por Barcelona, por Santander, por Oporto, por Berlín. Y por cada una de los lugares del mundo que me atraen gracias a la imaginación. Los mejores museos, las obras de arte más impactantes; la arquitectura excelente, los mejores platos, todo lo he saboreado gracias a esa capacidad generosa que nos regala la mente cuando cerramos los ojos.

   Y en este año que concluye, cada uno de los pacientes que han pasado por mis ojos me ha regalado la oportunidad de ayudarles, de comprenderles, de aceptarles. Y con cada uno a mí mismo, cuan difícil y a veces doloroso que esto sea.

   Entre Nochebuena y Reyes celebramos el don de dar. Y también, implícitamente, el de agradecer… Y yo sólo puedo dar las gracias por lo bella que es la Vida conmigo, que me da sus dificultades y sus momentos de paz para que pueda descubrir esa luz que está en mi interior y disfrutarla.

   Un año más.