El arte de fallar (y reconocerlo)/ The Art of Failure.

Arte/ Art, El día a día/ The days we're living, Literatura/Literature

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   No conocía a Jo Rowling.

   Yo sabía de J.K. Rowling. Sin embargo, por una serie de casualidades de YouTube, he acabado estos días por reconocer, en algunas entrevistas y documentales, la autora que hay detrás del fenómeno cultural llamado Harry Potter (en el que he reconocido, más de una vez, un clasicismo profundo y una denuncia íntegra de la malevolencia humana). Es fascinante. Su historia, es fascinante.

   No la pobreza, no la riqueza; ni el éxito, ni el miedo. Eso y más: la sencillez, la sabiduría, la verdadera sabiduría de una mujer que ha pasado por mucho, que ha logrado depurar lo inútil de su vida en un caminos nada fácil y que ahora disfruta de su verdadera llamada, de su verdadero camino, siendo quien es.

   Y no me interesa por la falsa imagen de hacerse rica con un relato; si no por lo que ella muestra ser más allá de ese cuento de hadas escrito supuestamente para niños (como todos los cuentos de hadas, por lo demás) y a través de esa manía actual de envolver a los triunfadores con un aura de energía inalcanzable y, por lo mismo, irreal.

   Jo Rowling es una mujer que se equivoca, que sabe que yerra, pero también es una mujer llena de energía, como dice, más centrada de lo que ella misma creía, y que consiguió sobrellevar el fracaso erigiéndose sobre sus propios pies al seguir la corazonada que la ha acompañado toda su vida: la de contar historias.

   En la entrevista con otra triunfadora (porque lo son) y mucho más mediática, le dice a Oprah Winfrey que no espera ni desea alcanzar de nuevo el techo de éxito de Harry Potter. A lo que la presentadora contesta, con una conexión extraordinaria, que ella tampoco lo hace con su propio futuro dentro de su progresión. Eso es sabiduría en estado puro. Y cierta modestia y mucha paz.

   El camino de Jo Rowling, como el nuestro, no ha sido fácil. Ahora lo es, pero no siempre lo fue. Y bien aclara que no es romántico ni es deseable, pero es útil, es necesario cuando llegamos a un estado, que conozco bien, de congelación, de inestabilidad, de silencio, par a poder ser realmente libres.

   Si queremos, claro. Y tenemos las suficientes ganas, y descubrimos, en nosotros, la fuerza requerida para llegar a nuestros sueños: ser lo mejor de nosotros mismos.

¿Cómo sabré?/ How Will I Know?

Arte/ Art, Lo que he visto/ What I've seen, Los días idos/ The days gone, Lugares que he visto/ Places I haven been, Música/ Music

   Ser adolescente en los ochenta fue maravilloso. Lo mismo dirían aquellos que lo fueron en los noventa o en los dos mil. Ni qué decir tiene los setenteros o los sesenteros. No lo dudo. Pero los ochenta tuvieron más relación con los setenta y los sesenta que con sus décadas sucesoras y quizá sea eso lo que los hicieron únicos.

   Entiendo poco de música. Sólo oigo lo que me gusta. Supongo que más o menos como todo el mundo. Crecí en el trópico. Mi madre, una gran radiófila, sintonizaba todas las tardes la estación Radio Ideal, por la que desfilaban sin apenas interrupciones la música romántica más importante desde los años cincuenta; de suerte que crecí mecido en las notas de los boleros, las bachatas, la música melódica, los cantantes españoles e italianos de aquellas décadas prodigiosas, y la música pop anglosajona. Tengo una memoria de pez para recordar nombres de grupos o de canciones, pero no olvido una melodía o una canción. Así, esas sesiones de radio vespertinas sembraron en mí una necesidad de música de fondo: he estudiado con música, he dibujado con música; con música limpio mi casa y con música escribo. Y estoy más que dispuesto a implantar, cuando pueda, música en el ambiente laboral: todo es mucho más fácil y nos llena de una energía fascinante que lo hace más llevadero, casi mágico.

   Por eso guardo con especial cariño mi primer recuerdo consciente de enganche musical. He sido un niño que creció alrededor de personas mayores que él. Dos, tres, cuatro, cinco años y a veces más. A los once años oía Supertramp y Aute y Silvio Rodríguez  (aparte de lo mencionado antes) y los Bee Gees y ABBA, claro, y Air Supply.  Pero la primera vez que me dije a mí mismo que quería un disco, un LP como se llamaban entonces, fue con quince años, y fue Whitney Houston la cantante elegida. Recuerdo haber visto un vídeo en la tele (aunque en Caracas ya había televisión por satélite, con la MTV como abanderada, en mi casa eso no se estilaba), en un programa de vídeos musicales que conducía Musiuíto, una mujer guapísima y muy joven, vestida de blanco, delgada y esbelta como una palmera, cantando sobre el amor más grande de todos:

   Y me dije a mí mismo que quería su disco. Quién me lo iba a decir, pero Whitney Houston pasó a formar parte de la banda sonora de mi vida. Aquel disco lo devoré por completo. En Europa se estilaba que los LP trajeran consigo las letras de las canciones, pero en América eso no era tan frecuente. Y éste no fue la excepción. Pero por aquel entonces, con quince años tenía el convencimiento de que podía hacer de todo, y me dispuse a aprender inglés. Y aunque tuve que esperar un año más para ponerme con lo del idioma nuevo, en ese período de tiempo tuve a bien graduarme de bachiller, aprobar los exámenes de ingreso en la universidad y perfilar mis estudios de medicina. Todo a la vez:

   Y mientras a mí me pasaban estas cosas normales en un chico de esa edad, Whitney Houston subió como la espuma. Era una belleza elegante y espigada, y poseía una voz poderosa y dulce, cosa que no es fácil de encontrar. Arropada por grandes profesionales y por ese regalo divino de su voz, prepararon rápidamente su segundo disco con Arista, que sería una de las discográficas de mi adolescencia, y se anotaron, para mí, quizá el mayor éxito de su carrera (exceptuando El Guardaespaldas, que es otra cosa), y en el que la cantante quería bailar, bailar como fuese con alguien que la quisiese:

   Fue un gran triunfo. Casi todos los sencillos de aquel extraordinario disco fueron un éxito. Para ese momento yo esperaba con grandes ansias a que saliese. Cuando oí la primera canción en Radio Ideal supe que tenía que comprar ese segundo LP. Tenía dieciséis años, estaba en la universidad, y por las noches iba tres veces a la semana a la academia de idiomas Berlitz School, para aprender inglés. Y aunque no tenía mesada o cosa parecida pues recibía el dinero que necesitaba de mis padres diariamente, estos accedieron a que comprara el segundo disco de Whitney Houston, titulado simplemente Whitney. A mi madre la fascinaba con su belleza y elegancia y a mi padre, cantante de voz aterciopelada él mismo, con el poder de su voz.

   Aquel disco de maravillas traía una grata sorpresa en su interior: ¡las letras! Y aquello no pudo ser mejor regalo. Avanzaba con el inglés y podía practicar con mi cantante favorita y sus canciones; quizá por primera vez era capaz de seguir una melodía anglosajona sin equivocarme y entendiéndolo completamente. Casi creí tenerlo todo por aquellos años:

   En el año 1988 llegó a nuestra casa el Betamax. Y no era uno cualquiera: el primero con sonido estéreo, con su barra de sonidos en la cabecera de su traje plateado; gracias a eso, perimitía verter las imágenes en sonidos en un cassette de música normal, que de aquella los había de 60 y de 90 minutos, si se lo conectaba a un equipo estereofónico, que recibí como regalo por haber terminado el colegio y entrado en la universidad. Aunque por aquella época a todos mis amigos se les había regalado un coche para poder desplazarse a través de los cientos de kilómetros que debíamos recorrer para asistir a clases, yo no tenía ni de lejos edad para sacarme el carnet de conducir, así que tuve que conformarme (y yo encantado) con un equipo de música extraordinario (al que al año siguiente se le añadió ¡un compact disc!)  y el Betamax estéreo y un viaje de verano a Madrid y Barcelona, aparte de Santiago de Compostela, claro. Qué decir tiene que no extrañaba el coche para nada, aunque tuviese (como hacía) que levantarme a las 4:30 de la mañana para coger el autobús que me llevase a clases cada día.

   Pues gracias a ese Betamax, pude grabar la entrega de premios Grammy de 1988. Y la recuerdo vívidamente: Whitney Houston abrió la ceremonia llena de energía, y desfilaron por ella Michael Jackson con su Man in the mirror, Belinda Carlyle, Suzanne Vega y su Luka, Liza Minelli y Celia Cruz, entre muchos otros artistas extraordinarios. Aquel año fue fabuloso, y tuve grabada esa cinta en un cassette de 90 minutos muchos años después, hasta hace poco realmente, ya demasiado vieja y gastada como para que fuese útil.

   Con el transcurrir del tiempo, perdí esa ansia de seguidor que tenía en mis primeros años de adolescente. No necesitaba oírlo todo ni leerlo todo de los artistas que me gustaban. Y, con el tiempo y el desarrollo de estructuras de comunicación como la red, se me hizo innecesario. Aún así y todo, Whitney Houston siguió cosechando éxitos, siguió deslumbrándonos. Pareció tenerlo todo y puede que lo tuviese, y fue feliz a ratos, como en el fondo todos lo somos.

   Con motivo de su reaparición, minada esa voz de ángeles por los hábitos que vamos adquiriendo con los años, la casualidad hizo que estuviese unos días en San Francisco cuando Oprah Winfrey la entrevistó en exclusiva. La entrevista, larga, estuvo dividida en dos programas. No salí de mi hotel en las horas en que la emitieron. Y aunque estaba guapa y con ganas de relucir y de resurgir, había perdido aquel don fascinante, había descuidado ese regalo del cielo. Y sin embargo seguía siendo ella, la bella Whitney Houston que había conquistado mi corazón a los quince años. En esa entrevista habló de todo sin tapujos; contó su historia. Todo el que se confiesa defiende su punto de vista sobre la vida, eso está claro. Y sin embargo no importaba. Lo verdaderamente importante es que allí estaba ella, dispuesta no ya a cantar (no podía, pero había llegado a un estatus en que aquello era irrelevante) si no a seguir con vida. Pero sólo fue la última chispa de luz en un horizonte en tinieblas. Y es una pena. Otra más.

   Hoy ha muerto Whitney Houston, sin duda la voz de la música norteamericana de este tiempo. Ignoro si tuvo una vida fácil, si se rodeó de todo lo que quería; no sabría decir si fue feliz. Exactamente como nos ocurre a todos. Y sin embargo, sé que hoy como ayer, ella como yo y todos los seres humanos que habitamos en este planeta, se seguirá preguntando, cada día que pase, si podrá alguna vez saber, y cómo será saber, lo que la Vida nos depara:

Ricky Martin: un camino y sus encrucijadas/ Ricky Martin: a road and a crossroad.

Arte/ Art, El día a día/ The days we're living, El mar interior/ The sea inside, Libros que he leído/ Books I have read, Música/ Music

Enrique Martin Morales (1971), Ricky Martin para todo el resto del planeta, el cantante que movió los cimientos de todos los europeos y asiáticos antes de conquistar a los norteamericanos del norte (lo siento, pero México es tan grande, que podía ser en sí mismo un continente, pero forma parte de Norteamérica), ha publicado un libro de memorias llamado, cómo no, YO. Y no es tanto una autobiografía, o al menos no es una autobiografía al uso, sino un fresco de sentimientos que nacen, crecen y maduran a lo largo de su vida y que consigue plasmar en las hojas de un libro que se lee fácilmente, pero que está lleno de mucho trabajo, de mucho sufrimiento y de mucha fe. Y no es una biografía: no contiene nombre ni lugares exóticos ni chismes callados ni indiscretas salidas de tono, sino una hoja de ruta, un camino lleno de encrucijadas que el cantante, a lo largo de sus 39 años de vida, ha cursado una y otra vez, cayendo y volviéndose a erguir, lleno de errores y de brillantes aciertos, de banalidades y de hipocresía, de engaños (de esos engaños que más duelen: los que nos hacemos a nosotros mismos) y de pasión, pero por sobre todas las cosas, de una compasión sincera, y de un amor transparente, que salta a la vista y llega al corazón a medida que las páginas van cayendo una tras otra ante nuestros ojos.

Decir que Ricky Martin nos abre su corazón y que lo deja en nuestras manos es un tópico, pero también puede serlo la historia que narra y su lucha, y no es por eso menos interesante ni menos real. Todo lo contrario. Cuando hablamos de la vida humana, y más si es un artista de éxito, la imaginamos llena de facilidades (todas después de alcanzarlo, claro), una línea recta que nos demuestra que, para llegar a ser alguien, sólo hay que seguir la senda de ladrillos amarillos como si nos condujera hasta Oz. Nada más equivocado. Al menos no en su caso. En YO, Ricky Martin es más Enrique Martin Morales (o Kiki, como lo conocen) que nunca; de hecho, es quizá la primera vez que es él mismo en su totalidad. No hay ningún aspecto de su alma que no muestre, no hay ninguna cara que se deje olvidada, porque el camino que lo ha llevado hasta hoy ha sido tan arduo, tan duro y tan solitario, que después de esa intensa lucha, no queda más que la desnudez de la verdad. Y sólo hay belleza en esa verdad.

No en vano Paulo Coelho aparece en la contraportada del libro: es un relato de lucha con el guerrero interior, con la vida que es batalla continua porque queremos que así sea, y es un libro de triunfo y equilibrio, senderos y encrucijadas por las que él también ha pasado con el mismo resultado y las mismas heridas. Heridas que todos compartimos; guerras que todos libramos; miedos que todos tenemos; precipicios en los que todos caemos; y esperanzas que todos tenemos de alcanzar por fin la aceptación final y la calma.

Conocía la existencia de este libro. Más que por supuesto, conocía ya a Ricky Martin. Nadie que haya crecido en Latinoamérica en la década de 1980 ignora la existencia de Menudo y de sus integrantes. De muchos de ellos, al menos. Pertenecemos a la misma generación, aunque con caminos harto diferentes, y por lo mismo, con innumerables puntos en común. Pero no tenía intención de leerlo. Sí, tenía ideas preconcebidas al respecto. Y no porque me disguste el personaje: nada más lejos de la verdad. Todo lo contrario: siempre me ha parecido encantador y, en las entrevistas, muy cercano. Cercano como yo, con una especie de barrera transparente que establecía cierto límite que lo hacía aún más atractivo. Y de espíritu adictivo. Pero me temía que ese libro no fuese más que un rosario de encuentros estelares, de lugares más que conocidos y prefabricados, en el que todo se resumiría en esa línea recta que lleva de un niño que sueña a cristalizar esos sueños y más allá; recorridos interplanetarios en jet privado y champán y perfumes; vaporosos encuentros apasionados y aplausos, miserias y nuevos aplausos, letras y rimas y música y más música… Sí, puedo llegar a ser así de prosaico.

Pero fue la entrevista que concedió a Oprah Winfrey, (que pude ver gracias al a veces irritante YouTube), la que hizo que buscase rápidamente el libro y lo leyese. Todo lo que dijo en esa entrevista, su tono de voz (que siempre me ha parecido atractiva y serena al mismo tiempo) y sobre todo, cómo lo dijo, fue lo que me llevó a leerlo. No el programa en sí: son amigos y eso se nota. Quitando la búsqueda (y la consecución) tan de Oprah Winfrey de la lágrima fácil, los programas de esta mujer, todo un prodigio televisivo, tienen la facultad de llegar al corazón. Y eso se nota cuando entrevista a estrellas de cine o a cantantes de éxito o a todas aquellas personas que sobresalen en cualquier campo de la actividad humana. Este programa con Ricky Martin no fue la excepción. Enrique Martin Morales fue más Ricky Martin que nunca y ya sólo con su mirada y su voz y lo que dijo en él, hizo que fuese corriendo a comprar su libro. Si eso es no tener encanto, nada lo es.

YO podría estar mejor escrito, pero no es literatura lo que esconde. YO, de Ricky Martin, lo que esconde es una batalla esplendorosa por ser uno mismo, un ejemplo que tendría a bien en imitar en muchos aspectos de mi propia vida. En sus páginas hay mucho miedo por no hacer daño, mucho deseo de agradar a los demás y mucha ansia por no saber decir que no a tiempo: parece que me hablase a mí mismo a través de sus líneas. Y vemos en YO que Kiki es positivo, alegre y bochinchero, pero menos de lo que creemos, menos en realidad de lo que él mismo piensa. Vemos a un hombre que se preocupa por los demás, quizá demasiado; que tiene sueños enormes, quizá irrealizables (¿pero quién le puede negar nada a alguien que lo ha conseguido casi todo con su solo esfuerzo y su corazón?); y que, más allá de los supuestos errores, ha sabido levantar un universo, una personalidad, una persona tan fulgurante como sensible y sincera, ahora consigo mismo tanto como con los de su entorno, un entorno que se ha transformado en todo un mundo, un mundo que tuvo a sus pies.

YO es el mapa de una lucha; la hoja de ruta de un niño perdido que encuentra por fin (no sin grandes sufrimientos) su logro más anhelado y soñado: la paz. Por eso es casi un cuento de hadas: porque nos narra un horror y un sufrimiento, tan vívido, tan real, que sólo puede tener un final feliz. O al menos tan feliz como la felicidad nos está regalada a los seres humanos. No es un libro para agradar, no es un libro para caer simpático, es un libro que se justifica a sí mismo de forma quizá innecesaria, pero que también vive por sí mismo y que fluye, dentro de ese camino escondido que todos tenemos bajo nuestros pies, entre las señales equívocas, las voces susurrantes y las cien encrucijadas que intentan desviarnos de la única vía que tenemos para gozar de la verdadera calma, de la auténtica felicidad: ser nosotros mismos.