¿Cómo sabré?/ How Will I Know?

Arte/ Art, Lo que he visto/ What I've seen, Los días idos/ The days gone, Lugares que he visto/ Places I haven been, Música/ Music

   Ser adolescente en los ochenta fue maravilloso. Lo mismo dirían aquellos que lo fueron en los noventa o en los dos mil. Ni qué decir tiene los setenteros o los sesenteros. No lo dudo. Pero los ochenta tuvieron más relación con los setenta y los sesenta que con sus décadas sucesoras y quizá sea eso lo que los hicieron únicos.

   Entiendo poco de música. Sólo oigo lo que me gusta. Supongo que más o menos como todo el mundo. Crecí en el trópico. Mi madre, una gran radiófila, sintonizaba todas las tardes la estación Radio Ideal, por la que desfilaban sin apenas interrupciones la música romántica más importante desde los años cincuenta; de suerte que crecí mecido en las notas de los boleros, las bachatas, la música melódica, los cantantes españoles e italianos de aquellas décadas prodigiosas, y la música pop anglosajona. Tengo una memoria de pez para recordar nombres de grupos o de canciones, pero no olvido una melodía o una canción. Así, esas sesiones de radio vespertinas sembraron en mí una necesidad de música de fondo: he estudiado con música, he dibujado con música; con música limpio mi casa y con música escribo. Y estoy más que dispuesto a implantar, cuando pueda, música en el ambiente laboral: todo es mucho más fácil y nos llena de una energía fascinante que lo hace más llevadero, casi mágico.

   Por eso guardo con especial cariño mi primer recuerdo consciente de enganche musical. He sido un niño que creció alrededor de personas mayores que él. Dos, tres, cuatro, cinco años y a veces más. A los once años oía Supertramp y Aute y Silvio Rodríguez  (aparte de lo mencionado antes) y los Bee Gees y ABBA, claro, y Air Supply.  Pero la primera vez que me dije a mí mismo que quería un disco, un LP como se llamaban entonces, fue con quince años, y fue Whitney Houston la cantante elegida. Recuerdo haber visto un vídeo en la tele (aunque en Caracas ya había televisión por satélite, con la MTV como abanderada, en mi casa eso no se estilaba), en un programa de vídeos musicales que conducía Musiuíto, una mujer guapísima y muy joven, vestida de blanco, delgada y esbelta como una palmera, cantando sobre el amor más grande de todos:

   Y me dije a mí mismo que quería su disco. Quién me lo iba a decir, pero Whitney Houston pasó a formar parte de la banda sonora de mi vida. Aquel disco lo devoré por completo. En Europa se estilaba que los LP trajeran consigo las letras de las canciones, pero en América eso no era tan frecuente. Y éste no fue la excepción. Pero por aquel entonces, con quince años tenía el convencimiento de que podía hacer de todo, y me dispuse a aprender inglés. Y aunque tuve que esperar un año más para ponerme con lo del idioma nuevo, en ese período de tiempo tuve a bien graduarme de bachiller, aprobar los exámenes de ingreso en la universidad y perfilar mis estudios de medicina. Todo a la vez:

   Y mientras a mí me pasaban estas cosas normales en un chico de esa edad, Whitney Houston subió como la espuma. Era una belleza elegante y espigada, y poseía una voz poderosa y dulce, cosa que no es fácil de encontrar. Arropada por grandes profesionales y por ese regalo divino de su voz, prepararon rápidamente su segundo disco con Arista, que sería una de las discográficas de mi adolescencia, y se anotaron, para mí, quizá el mayor éxito de su carrera (exceptuando El Guardaespaldas, que es otra cosa), y en el que la cantante quería bailar, bailar como fuese con alguien que la quisiese:

   Fue un gran triunfo. Casi todos los sencillos de aquel extraordinario disco fueron un éxito. Para ese momento yo esperaba con grandes ansias a que saliese. Cuando oí la primera canción en Radio Ideal supe que tenía que comprar ese segundo LP. Tenía dieciséis años, estaba en la universidad, y por las noches iba tres veces a la semana a la academia de idiomas Berlitz School, para aprender inglés. Y aunque no tenía mesada o cosa parecida pues recibía el dinero que necesitaba de mis padres diariamente, estos accedieron a que comprara el segundo disco de Whitney Houston, titulado simplemente Whitney. A mi madre la fascinaba con su belleza y elegancia y a mi padre, cantante de voz aterciopelada él mismo, con el poder de su voz.

   Aquel disco de maravillas traía una grata sorpresa en su interior: ¡las letras! Y aquello no pudo ser mejor regalo. Avanzaba con el inglés y podía practicar con mi cantante favorita y sus canciones; quizá por primera vez era capaz de seguir una melodía anglosajona sin equivocarme y entendiéndolo completamente. Casi creí tenerlo todo por aquellos años:

   En el año 1988 llegó a nuestra casa el Betamax. Y no era uno cualquiera: el primero con sonido estéreo, con su barra de sonidos en la cabecera de su traje plateado; gracias a eso, perimitía verter las imágenes en sonidos en un cassette de música normal, que de aquella los había de 60 y de 90 minutos, si se lo conectaba a un equipo estereofónico, que recibí como regalo por haber terminado el colegio y entrado en la universidad. Aunque por aquella época a todos mis amigos se les había regalado un coche para poder desplazarse a través de los cientos de kilómetros que debíamos recorrer para asistir a clases, yo no tenía ni de lejos edad para sacarme el carnet de conducir, así que tuve que conformarme (y yo encantado) con un equipo de música extraordinario (al que al año siguiente se le añadió ¡un compact disc!)  y el Betamax estéreo y un viaje de verano a Madrid y Barcelona, aparte de Santiago de Compostela, claro. Qué decir tiene que no extrañaba el coche para nada, aunque tuviese (como hacía) que levantarme a las 4:30 de la mañana para coger el autobús que me llevase a clases cada día.

   Pues gracias a ese Betamax, pude grabar la entrega de premios Grammy de 1988. Y la recuerdo vívidamente: Whitney Houston abrió la ceremonia llena de energía, y desfilaron por ella Michael Jackson con su Man in the mirror, Belinda Carlyle, Suzanne Vega y su Luka, Liza Minelli y Celia Cruz, entre muchos otros artistas extraordinarios. Aquel año fue fabuloso, y tuve grabada esa cinta en un cassette de 90 minutos muchos años después, hasta hace poco realmente, ya demasiado vieja y gastada como para que fuese útil.

   Con el transcurrir del tiempo, perdí esa ansia de seguidor que tenía en mis primeros años de adolescente. No necesitaba oírlo todo ni leerlo todo de los artistas que me gustaban. Y, con el tiempo y el desarrollo de estructuras de comunicación como la red, se me hizo innecesario. Aún así y todo, Whitney Houston siguió cosechando éxitos, siguió deslumbrándonos. Pareció tenerlo todo y puede que lo tuviese, y fue feliz a ratos, como en el fondo todos lo somos.

   Con motivo de su reaparición, minada esa voz de ángeles por los hábitos que vamos adquiriendo con los años, la casualidad hizo que estuviese unos días en San Francisco cuando Oprah Winfrey la entrevistó en exclusiva. La entrevista, larga, estuvo dividida en dos programas. No salí de mi hotel en las horas en que la emitieron. Y aunque estaba guapa y con ganas de relucir y de resurgir, había perdido aquel don fascinante, había descuidado ese regalo del cielo. Y sin embargo seguía siendo ella, la bella Whitney Houston que había conquistado mi corazón a los quince años. En esa entrevista habló de todo sin tapujos; contó su historia. Todo el que se confiesa defiende su punto de vista sobre la vida, eso está claro. Y sin embargo no importaba. Lo verdaderamente importante es que allí estaba ella, dispuesta no ya a cantar (no podía, pero había llegado a un estatus en que aquello era irrelevante) si no a seguir con vida. Pero sólo fue la última chispa de luz en un horizonte en tinieblas. Y es una pena. Otra más.

   Hoy ha muerto Whitney Houston, sin duda la voz de la música norteamericana de este tiempo. Ignoro si tuvo una vida fácil, si se rodeó de todo lo que quería; no sabría decir si fue feliz. Exactamente como nos ocurre a todos. Y sin embargo, sé que hoy como ayer, ella como yo y todos los seres humanos que habitamos en este planeta, se seguirá preguntando, cada día que pase, si podrá alguna vez saber, y cómo será saber, lo que la Vida nos depara:

Lazos quebrados/ Ties untied.

El día a día/ The days we're living, El mar interior/ The sea inside

Creo que hubiese sido mejor no conocerte. Ahora que lo pienso, hubiese sido mejor seguir caminando con el corazón apagado, lleno de las nieblas espesas del desconocimiento. Son cómodas, nos dan protección y restringen la visión. Como mi miopía. Siempre he sentido que limita mi avance, que impide que me dé cuenta de las cosas, de los sentimientos y de los seres humanos. Tú eres la prueba; la prueba de que, a pesar de entrar en la vida con los ojos abiertos, los demás se encargan de cegarnos bien con sus mentiras oscuras, bien con sus brillantes verdades, y con sus actos. Nada nos define más que nuestros actos, nuestras palabras transformadas en acción y en reacción, y una reacción que es una herida, y una herida que es una cicatriz, y que, como tal, dura por siempre.

Siempre… Bella palabra que nos calienta el alma. Nos llenamos la boca con la grandilocuencia de su sonido; alimentamos al espíritu con las esperanzas y los sueños que encierra. Pero siempre no es por siempre, pues nada dura eternamente. La vida pone al soñador en el lugar adecuado, como coloca al bandido o al ejecutor, al juez y al testigo. Nada es para siempre… El amor, ese bello embustero; la amistad, ese concepto frágil como el cristal y a veces tan opaco como la noche que la rodea; la salud, cuya continuidad es falsa como una pantomima, como un chiste verde… Y tú. Tú. Tú.

Conocerte y que la tierra temblase bajo mis pies fue la misma cosa. Pensé que me daba un vahído sólo con verte, y mira que yo he visto mucho. Ese pelo de cascada, esa mirada de océano, esos labios sonrosados y esa voz …, oscura, aterciopelada, transparente… Y esa voz, que aún en mi recuerdo hoy retumba como un latigazo, como un chispazo de pura energía. Porque me llenaste de energía inflamada, volátil, expansiva. Me sentí un universo cuando te dirigiste a mí; y cuando me sonreíste, el cielo cobró todo su sentido y la noche que nos separaba dejó de ser esquiva y se convirtió en nuestra protectora.

Creí en ti, creí en mí, creí en la palabra siempre… Pero nunca, nunca hay que creer en el Destino; nunca hay que creer en unos sueños que no son de nuestra propiedad. Porque los sueños están hechos de ese material móvil, plástico y revoltoso que se escapa de las manos, libre e inseguro, y que nunca retorna a nuestras palmas.

Decir que eras mi sueño quizá sea una exageración… No me importa: es cierto. Pensé que nunca (sí, me persigue ese concepto) hallaría ese conjunto de casualidades que engendraban tu persona y sin embargo, allí estabas, y estabas para mí… O eso creí. O eso me hiciste creer. Como me hiciste sufrir.

¡Cuántos lazos quebrados, lazos que nunca (sí, esa palabra de nuevo) iban a desatarse! Promesas bañadas de mediodía, cuando las risas y las confidencias y las coincidencias dibujan paisajes sinuosos, devorantes, informes, intoxicadores de la mirada y de la calma y apaciguadores del miedo. Amor, ese puro fantasma…

Cuando estábamos juntos todo era posible. El insomnio era una invitación a la pasión, al conocimiento del ser que, echado, roncaba a nuestro lado. Las comidas, un puente a la pasión del lecho. El lecho, la estrada de los sueños imposibles y la única salida (la única) que tenías de mí.

No sé si me amaste. Una parte de ese orgullo herido que todavía me queda quiere creer que sí. Porque esas caricias escondidas, esas risas en el coche, esas intimidades sutiles: una caricia, una sonrisa, un guiño, debían significar algo, debían tener algún peso en la marea hirviente de tu vida. Debían tenerlo porque si no… ¿Qué será de mí?

Porque tu presencia me definía así como ahora tu ausencia me justifica. El hueco que has dejado con tu partida cobarde se llena de la ausencia de mí mismo, perdido en algún lugar entre tu recuerdo y mi corazón… Yo, que te lo entregué todo, que tejí los cien lazos del cuerpo, los mil lazos del alma, en una enredadera que codiciaba tu cuerpo, que gozaba con tus caricias y seguían con avidez tus labios sonrosados y tu mirada de gacela.

Porque tu ausencia hace de mí el hombre que hoy soy, abandonado en el desierto del amor frustrado, deshabituado a la soledad como el rico a la pobreza; perdido, hallado, descolocado, herido, ansiado, manido y abandonado. Tu ausencia ha dibujado en mi interior un hombre roto rodeado de lazos quebrados, quebrados por tu ligereza y por el egoísmo de ser tú mismo.

Pero ahora ya no me despierto por las noches desesperado, ni salgo corriendo descalzo bajo la lluvia buscándote… Ahora sé que el silencio es la antesala de la soledad, y la soledad del dolor, y el dolor de la nada. Y la nada me lleva al fin, y el fin a ti. Aquello que representó toda la esperanza, todo futuro, es hoy un montón de escombros, lazos quebrados amontonados a mis pies; una realidad tan cruel y vasta como el negro sueño que has dejado tras de ti.

El mundo sigue girando. Las desgracias de los demás rebotan en nuestra piel, demasiado absorbida en ser sí misma para preocuparse por las banalidades ajenas… ¿Ves en lo que me he convertido? Ni yo mismo me reconozco… Has expandido tanto mis horizontes que los límites que me atesoraban están borrados, extraviados no sé dónde; seguramente junto a mis ganas; seguro que se hallan apoyadas en mis Esperanzas, destiladas en el mar de tu mirada, en el pozo vacío de tu vida a mi lado, hueca, inmisericorde.

Hubiese sido mejor no haberte conocido… Porque no sería el hombre que ahora soy. Un hombre perdido que vaga sin ímpetus ni necesidades, o con las necesidades justas. De las que tú, su esencia y su nadir, se ha extraviado para nunca más volver a brillar, para nunca más volver a latir.

Y, ahora que lo pienso, hubiese sido mejor seguir caminando con el corazón apagado, lleno de las nieblas espesas que emborronan las vidas ajenas; hubiese sido mejor que mi miopía siguiese limitando el mundo, mi mundo desconocido del amor, de la esperanza, de la ilusión, en vez de hacerlo vagar por éste de la desilusión, del abandono y del desamor. No sé si valías el precio que he pagado por ti, ya que ha sido mi propia vida… Antes no me hubiese planteado si quiera esa posibilidad, pero hoy…, ya ves, no soy el mismo. No lo soy desde que te fuiste sin avisar, desde que me dejaste tirado en el arcén de los sentimientos perdidos y que me han llevado a ser lo que ahora soy: una pálida sombra de lo que fui.

Amor, ese puro fantasma…