En estos tiempos de agitación mundial leer una novela vibrante, leve, ambientada en un presente que pudo haber sido posible (¿quién sabe si no lo será alguna vez?), Rojo, blanco y sangre azul nos lleva a la historia de Álex y su mundo, donde gravitan su hermana y su mejor amiga, y una serie de personajes cada cual mejor dibujado, envuelto en una aventura de alta política y, a la vez, de amor.
Es una puesta al día de Jane Austen, autora que admira el otro protagonista de esta leve historia, Henry, a quien debemos la parte de sangre azul del título. Objeto de antipatía, después de simpatía y finalmente de amor, Henry es el causante de todos los cambios que sufre Álex, de arriba a abajo; bajo su influjo se pregunta a sí mismo de dónde viene y porqué, sus valores, y su plan de vida. Porque hay algo que caracteriza a un personaje americano: con veinte años ya tiene la vida trazada, imaginada y parcialmente vivida en su cabeza.
Hasta que tropieza con la revolucionaria Europa.
Decir que es un relato ambientado en la Casa Blanca, que Álex es uno de los dos hijos de la primera presidenta de los Estados Unidos, que procede de una familia mitad latina, mitad norteamericana, con los sabores de México y Texas (la misma cosa desde el Descubrimiento) sólo le aporta estructura. Le aporta cuerpo. Pues Rojo, blanco y sangre azul habla de política, de racismo, de fluidez sexual, de esperanzas, y de la confrontación entre la percepción establecida y la nueva mirada, más amplia pero a la vez carente todavía de libertad añorada. Es todo eso, sin duda, pero sobre todo, es una historia de amor contada con tanta belleza y delicadeza por Casey McQuiston, que nos atrapa en un hechizo divino, no queriendo abandonar ese mundo perfecto que dos seres hermosos crean, con su encuentro, apenas sin darse cuenta.
No es un relato que escape de los clichés actuales: todo está bien aderezado en esta ensalada juvenil. Pero está tan bien escrita, y todos sus personajes son tan maravillosos, que atrapa y nos transporta a un mundo que es por fuerza único, pero sobre todo bello y casi perfecto. Álex y Henry, ese personaje tan maravilloso que se hace necesario, June y Nora, Pez y toda la pandilla, rodeados de descripciones envolventes, transmiten tanta juventud, tanta jovialidad y tanta cabezonería que nos descubrimos riendo casi siempre y viviendo, casi siempre, ese universo fantástico e irreal que es la primera juventud.
Rojo, blanco y sangre azul es una novela alegre, vital, divertida, leve pero con poso, que nos revela una autora con futuro una vez se aleje de los clichés más actuales, que vuela alto sin perder de vista ningún hilo y, mucho menos, la siempre agradecida intención de cambiar el mundo y mantenernos soñando cada vez que leemos una de sus páginas.
El infinito en un junco, el ensayo de Irene Vallejo publicado por Editorial Siruela, se despliega en un viaje íntimo y común mientras retrata la historia del Libro. Objeto arcano, prestidigitador, hacedor de Pensamiento y de Historia, Irene Vallejo nos cuenta con trazo grácil y encantado, el nacimiento del Lenguaje y su evolución imparable de Verbo hablado a Palabra escrita, y los cambios que genera en la fisiología y en la psique humana tamaña proeza.
Y lo hace así, casi sin hacerse notar, llegando muy hondo, muy dentro. Es un ensayo que fluye como las notas de una melodía; navega entre los entresijos de la Historia en mayúsculas usando el retrato en minúsculas de cada escritor, de cada persona que se ha esforzado, en su día, por dejar plasmadas su experiencia y su saber entre las páginas de un libro. De las tablillas de arcilla a las de cera, del papiro al pergamino, del códice al libro impreso y a la pantalla digital, cada cambio tecnológico no ha hecho más que ratificar la innegable importancia del Libro en la vida humana, a la que se encuentra atado por el cordón umbilical de lo Insondable, de lo Auténtico.
Y quien dice Libro dice Oratoria, dice Filosofía, Ciencia y Metafísica. Dice Lírica, dice Narrativa, dice Teatro y dice Ensayo. El infinito en un junco se abre como un rollo de papiro mientras despliega los puntos conexos de nuestra Historia Común y termina revelándonos que la vida se repite, una y otra vez, pues los seres humanos aprendemos sólo por nosotros y para nosotros mismos en el espasmo de tiempo que aglutina nuestra única existencia.
No aprendemos de los errores, pero hallamos nuestro reflejo en los libros, en sus historias y experiencias, y nos enseñan a ser más indulgentes y más conscientes de lo vasto de la vida y de lo inabarcable del Conocimiento y la Experiencia humana, que se transforma en divina en cuanto a su continuidad, a su inalterable repetición, tan perfecta como una fórmula matemática, tan impasible como una ley física.
Irene Vallejo teje un ensayo maravilloso usando los hilos de la Historia para dar vida a un tapiz inigualable, donde el Creciente fértil (qué imagen más poderosa), fuente de la Civilización, se expande con la fuerza telúrica de lo inevitable hasta el Occidente proteínico, en ese eterno desencuentro que, sin embargo, tiene tantos puntos ignorados en común. Irene Vallejo enhebra instantes, pensamientos y acciones, costumbres y desafueros con delicada sutileza, no sin faltar los puntos de absoluta actualidad que delatan la corriente de buenrollismo de los tiempos que vivimos; sabe ajustar cuentas con lo que de injusto la historia del Libro tiene ante lo Femenino, pese a que todo acto de crear lo es en esencia; arranca del Silencio la voz de la Mujer y su mundo, perdido sólo a medias de tan elevado su timbre, y nos lo regala a manos llenas.
Todo en El infinito en un junco es poesía, pues es Belleza en cada página, cotilleo a la vez que información veraz; cierto aroma a revancha y a crítica y mucho de amor por esas patrias donde nos vemos por primera vez como seres pensantes y eternos.
Nada mejor para celebrar el Día del Libro que un libro que habla de la Historia del Libro, que es nuestra propia vida, nuestra ilusión, nuestro afán y nuestro descanso, nuestra loa y nuestro epitafio.
Gracias a Irene Vallejo el mundo es más mundo por descubrir y el Libro es quizá más eterno si cabe, por abarcable, por cercano y por único. Y por inmortal.
Finde Me es la continuación de la historia de Elio y Oliver nacida en Llámame por tu nombre (Call me by your name) ambas escritas por André Aciman y recientemente publicada.
En una entrevista hecha en España, André Aciman confesó su fijación por estos dos personajes, esa necesidad de seguir indagando en una historia que creció por sí misma y le conquistó. Digamos que ya se entreveía en Llámame por tu nombre, en la que se nota que se resistía en abandonar el universo potente creado por la unión de los dos personajes protagonistas.
No sé si Find Me es la secuela lógica de la primera novela. Quizá porque ni siquiera Llámame por tu nombre respondía al concepto de narrativa clásica, al ser una indagación continua en la psique de un personaje y en cómo reaccionaba y racionalizaba lo que le ocurría y lo que estallaba en su interior. Llámame por tu nombre representaba la descripción obsesiva de la mente que piensa ante un mundo que se descubre lleno de colores, sabores, olores y humores. Casi no existe nadie más que Elio; como buena narración en primera persona, todo lo que ve y quienes le rodean son un reflejo de sus pensamientos, cambiantes en ese río constante del día a día. De hecho no sabemos nada de Oliver salvo lo que Elio nos cuenta, y así como su forma de pensar y de expresarse cambia, así la imagen de Oliver muta de continuo sin dejar de perder ese aura de mito, ese suave fulgor de sueño inalcanzable.
Pero lo que decíamos de la reticencia del autor por abandonar esa historia mágica, en la parte final del libro, en el que hay cierto cambio en la narrativa y se acerca más a un canon tradicional, podemos entrever algo más. De ser un presente constante, la narración va hacia adelante, y se adentra en un batiburrillo de años no completamente descritos, para marcar dos hitos (o tres) que quedan más o menos en el aire pero que servirán en Find Me para intentar cerrar el círculo del amor entre dos seres que fluyen más allá de los géneros, el tiempo y la distancia.
La narración en Llámame por tu nombre pierde aquí su aparente homogeneidad, si alguna vez la tuvo. Y quizá sea en buena parte debido a la traducción; sin embargo, la linealidad no es una característica clara del estilo de André Aciman, mucho más preocupado en indagar sobre lo más profundo de sus personajes que de contarnos una historia al uso; o más bien, intenta, a través del retrato de sus personajes, rellenar la carencia de hilo conductor, con un retrato rendido y atrayente de esas personalidades únicas que son las protagonistas de esta historia de amor-río.
Dicho esto, Find Me no es una novela al uso (en esto, menos tramposa que Llámame por tu nombre); es más bien un ajuste de cuentas con unos personajes muy ricos, llenos de capas, repletos de fluidez y de atractivo, y que pugnan por alcanzar esa totalidad que en el primer libro pareció quedárseles atrás.
En aras de encajar la última parte de Llámame por tu nombre, las dos últimas partes de Find Me cierran el círculo incompleto del primer libro. De hecho, en pocas páginas en esencia brillantes, Oliver se desnuda y abre su corazón descubriendo un sentimiento de vivir incompleto por miedo o complacencia ajena y de tiempo perdido que es tan real que duele; y su decisión, tras años de huida hacia adelante, le da sentido y final a una historia que, como la vida misma, juega con la naturaleza humana y la retrata de forma justa y, por lo tanto, dolorosa y hermosa a la vez.
En Find Me hay tres voces, tres momentos distintos de tres vidas conexas pero separadas, y finalmente el hermanamiento, el darse cuenta, la entrega al corazón que todos admiramos y que sólo unos pocos pueden alcanzar, tras años de vacilaciones, relaciones equívocas y huidas hacia ninguna parte.
Find Me funciona porque queremos saber, necesitamos saber, si veinte años de desencuentros hacen mella en el amor absoluto que hubo nacido entre ellos, y porque necesitamos comprobar, porque queremos saber, que un amor así es posible y puede cruzar océanos de tiempo hasta consumarse.
Lo demás es ruido. Hermoso y sabio, pero innecesario.
Find Me: Búscame es una metáfora de la diversidad, del miedo al fracaso, de la búsqueda del amor, de las heridas y el dolor, de la incomprensión y la ironía de vivir. Pero finalmente, una historia de despertar, de aceptación y de redención y de entrega. Y de darse cuenta que nunca es tarde y que el tiempo es preciso y es justo para que el amor, y las personas, maduren y puedan ser disfrutados en plenitud y completa libertad.
Que la Historia me interesa está más que justificado en este blog. Que leo sobre Historia, también. Que soy crítico con lo que leo, sin duda. Siendo un español foráneo, hijo de la Emigración, se me ha permitido ver «desde fuera» la actitud española atávica y depresiva que tiene sobre sí misma. Y me ha llamado la atención siempre (en este blog hay unas cuantas entradas que lo muestran), porque no lo entendía. Gracias a María Elvira Roca Barea, todo está más claro.
QueImperiofobia es un libro magnífico cae por su propio peso. Es necesaria su lectura. Se dirá a la urbe culta, sí, SOBRE TODO al estrato llamado intelectual, opinador, dirigente. Pero también es necesario que el pueblo de a pie, que lleva la verdadera historia de España en sus venas (gracias a ellos y no a sus dirigentes, el país está vivo y en las mejores condiciones que nadie hubiese soñado), para que sea consciente del milagro que lleva a cabo día a día pese al yugo abrasador de sus políticos, pensadores y sus intelectuales contrahechos que abundan como setas y se reproducen como ratas.
Como lector aficionado me acerqué a la Historia viniendo de América. Que es otra historia. Pero al ir adentrándome en esa aventura de saber, de comprender (he ahí el motivo por el que todos deberíamos leer Historia), me encontraba que estaba contada de forma fragmentada. Se narraba un episodio aquí, otro allá, hechos desligados que parecían no tener coincidencia en el devenir del tiempo. Algo contra natura con lo humano. Todo hecho tiene un motivo y toda acción tiene su reacción, generalmente contraria y con igual intensidad. No voy ahora a hablar de la física básica newtoniana (que, si embargo, es el reflejo más sintético de lo que es la vida) y esa Ley se perdía en la explicación histórica que se nos ha servido desde hace ya un par de siglos. Se mentan guerras que simulan carentes de sentido, luchas por el poder despiadadas y crueles, elevaciones y derrocamientos de gobiernos, de reinos hechos al tuntún, como si fueran caprichos de mentes obsesionadas, fruto de pasiones desatadas sin base lógica alguna. Qué falso todo.
María Elvira Roca Barea seguro que comete errores, los detalles de su semántica histórica como lego, se me escapan. Pero habla con base, opina con documentos, expone sus hipótesis bien referenciada. Y sobre todo con una sabiduría plena de lo que maneja, un conocimiento profundo que no se pierde gracias a un luminoso sentido común, a una modestia irredente y a un sentido del humor magnífico. No hay nada en Fracasología dejado al azar; más bien son migas que hay que seguir para encontrar el fenómeno que ha esclavizado a los españoles desde el siglo XVIII: su libertad de pensamiento, ser dueños de su propia Historia, su redención. Es que la historia de este magnífico (sí) país da para todo, hasta para un auto de fe que hoy llamaríamos sesión psiquiátrica. María Elvira Roca Barea es ese psiquiatra apasionado, esa profesora que busca la luz de las mentes sin imponer ideas, sólo evidencias; ese diván donde la idea de España como país, como Imperio pasado y como ente moderno actual (somos más modernos que nadie, y con un vistazo rápido a la Historia nos deberíamos dar cuenta que aquí ocurre todo antes que en ningún sitio) se desviste de sus harapos impuestos y brilla desnuda, sin complejos, y libre. Como la vida misma.
En una época en la que está de moda brillar por ser minoría, la búsqueda autoconclusiva y desesperada por ser aceptado tal cual se es (algo que obsesiona a los estadounidenses, y por lo mismo, al resto del globo), Fracasología es necesario. Un libro que nos recuerda las maquinarias que nos hicieron olvidar la grandeza de un pueblo cuyos logros son enormes: la Historia Humana depende de la nuestra, porque fue nuestra durante siglos: avances científicos (el estudio de la flora y fauna americana, así como de la propia península hispánica, como pequeño ejemplo; el descubrimiento de las corrientes oceánicas, la idea de una Tierra Orbe, unida por sus océanos y mares; el Calendario Gregoriano que rige aún hoy nuestras vidas y que es salmantino); económicos y sociales (las bases de la economía actual, la idea de la Hacienda, de la cobertura social a los marginados con hospitales y escuelas; la siembra de universidades; la construcción de inmensas urbes de una belleza sin parangón que hoy reciben turistas y distinciones de la UNESCO; los Caminos reales y el Correo, que unía Tierra de Fuego a California sin interrupción ; el Real de a 8, que pesaba tanto que hasta en la China fue usado) cosmológicos, filosóficos (la preocupación por los llamados indígenas, la protección de sus formas de vida, las ayudas económicas, las exenciones fiscales que tenían, la inmensa productividad de sus actividades; la Fe, errada o no), la excelencia del Arte, por nadie superado salvo por la península itálica, que vivió el Cuattrocento gracias al paraguas protector de su dependencia hispánica (mal que les pese admitirlo)… Lean Imperiofobia y pásmense ante la grandeza del último gran Imperio europeo y el último sureño (y por el que pivota el peso del mundo del Oriente al Occidente, del Mediterráneo a la Mar Océana) y lean Fracasología y asómbrense de las miserias humanas y, aún peor, de su poder de convicción y la nula capacidad de unas élites cojas desde hace cuatro siglos (porque menuda panda de inútiles tenemos actualmente) en manejar tamaña herencia y semejante propaganda de xenofobia, envidia y terror.
Pero no hay que llamarse a engaño, en el trabajo de María Elvira Roca Barea no hay una pizca de revanchismo; antes bien de enojo ante la incapacidad hispánica por sacudirse esos harapos de encima. Y me gusta por esa ausencia total de juicio frente a los hechos ajenos que han manipulado la Historia, partiéndola en cachitos inconexos dignos de los más altos fabuladores de tiempos de Ciro el Grande, o de Scherezade. Sólo señala a la imagen que ve en el espejo. Pero no acusa. Al contrario, como buena profesora que es, expone el caso y da armas para defendernos. Cuánto vale un mundo de enseñanza lleno de maestros y profesores como ella.
La Historia está fragmentada porque conviene que así sea. Nadie quiere saber que los ingleses puritanos mataron más población que toda la famosísima Inquisición española junta para justificar en el trono a la virginal Isabel Regina, pérfida dónde las haya. Nadie quiere saber que la Reforma nació porque los príncipes desperdigados del Sacro Imperio querían dinero y había que sacárselo a la Iglesia, demasiado abusadora como para agradecerle nada de nada en la Historia; nadie quiere saber que en Francia ha habido más masacres que casi en ningún territorio del continente, que la Revolución tan cacareada fue una escabechina de terror y que los supuestos Derechos Humanos fueron en verdad plagiados del Grupo de Salamanca de los tiempos del Imperio Español. Nadie quiere saber que el Rey Sol era tal sol que estaba arruinado y que apropiarse de España (a través de su nieto) le convenía más que a nadie, y que su cultura de oropel y despilfarro no era más que una fachada de maquillaje y cocaína (entre pelucas y rosas de oro bordado). Nadie quiere saber que Holanda se escinde de España porque un principe quería tener un terruño propio. Y que los intentos de Imperio a la manera colonial (España nunca vivió en sentido colonialista) fracasaron todos, por más que adornen en la cabeza de ciertos reyes, magníficos diamantes y perlas que a la postre no merecen.
Todo eso es Fracasología. Un despertar. Un darse cuenta. Un abrir los ojos. Un repaso fino y necesario a la España que fue y que es la de hoy, con pensadores de verbo fácil y miopía aún más admirable. Un intento de sacudirse los complejos de un alma adolescente y dar un paso firme hacia la edad adulta. Como la vida misma.
Es un movimiento del que María Elvira Roca Barea es un eslabón más. Y qué bien que así sea. Y a por más.
La prosa de André Aciman es pura emoción. Cada palabra empleada, cada verbo, cada intención lleva anudada un estrato intenso que tira del relato en forma de emociones. No hay párrafo o página que no sirva de trampolín al personaje para desarrollar frente a nosotros, con una inocencia enorme, toda su cartografía sentimental, la acción y la contradicción a la que lo llevan sus emociones, sus deseos y sus frustraciones.
Pero que esto no nos lleve a error: André Aciman lleva a sus personajes de la misma manera telúrica a todas las situaciones posibles donde el despliegue de sus sentimientos, atiborrados sus sentidos, nos muestra el relato como un fino bordado a contraluz. Su narración nos atrapa desde la primera línea haciéndonos uno con su personaje, enmarañándonos en su red sensorial e impidiéndonos ver el tono de relato, y aún más, la dirección del mismo, llenándonos de sorpresas como ocurre con la propia vida.
Llámame por tu nombre es el inicio y el pináculo de esta forma de hacer literatura. Nos agarra del cuello y del corazón y nos golpea, siguiendo el corazón adolescente que piensa sobre sí mismo y lo que le ocurre, en ese mapa de sentimientos encontrados, de miedos, iras y malentendidos, hasta alcanzar la felicidad máxima, la entrega única, la pérdida más universal. Todo en Llámame por tu nombre es una odisea del deseo, pero también una reflexión muy profunda sobre el amor amado y añorado y sobre los meandros de lo que pudo haber sido y no fue. Llámame por mi nombre es la historia de Elio y sus reflejos, empezando por Oliver y terminando por Vimini; historia de las emociones del amor pero también de la renuncia y del tiempo ido, y de la posibilidad que siempre late agazapada. Pura piel, puro corazón. En Llámame por tu nombre el relato es el retrato y el retrato, la plataforma en la que este escritor, empeñado en dibujar el alma humana con la tinta de sus emociones más profundas, alcanza un punto insospechado de comunión con el lector y sus personajes, con las decisiones y sus consecuencias, casi milagrosa. Es imposible abandonar su lectura sin querer saber más y más sobre Elio y Oliver, planeando durante semanas esa sensación en la boca y en el corazón.
En Variaciones Enigma el autor juega con las mismas cartas y consigue, con su mismo juego, envolvernos en una historia que se va desplegando lineal, como las cuentas de un rosario. Siempre es un personaje que sirve de relator y espejo; creemos saber todo de él, pero en realidad sólo lo que él mismo va descubriendo, y nos sentimos tan cerca suyo que llegamos a olvidar que el escritor es un cuco y que la historia nos reserva sorpresas y giros enigmáticos tal cual como ocurre con la propia vida. Y quizá como en Llámame por tu nombre, la primera parte es la que cuenta con más fuerza, pues es el descubrimiento del amor, del deseo (que vienen a ser casi lo mismo a fuerza de su pervivencia en la vida del personaje) marca las situaciones vitales que llevan a un hombre tan fluido entre los brazos de hombres y mujeres con los que pretende no ya sólo conocerse mejor, si no trascenderse. Nadie ha narrado quizá esa locura, esa pérdida de equilibrio, ese nublado de la razón que es el deseo despierto, el ansia hambrienta, finalmente el amor correspondido, aunque sea a medias, como André Aciman.
En André Aciman hay un océano de sensaciones que de tan profundas y magistralmente expuestas, consigue ocultarnos los derroteros de sus personajes, y como el Destino, lanzarnos a la cara la realidad con la que se tropiezan, yerran, se levantan y siguen adelante con sus emociones a flor de piel como mejor vestimenta y protección.
Nueva York de un plumazo, novela de Mateo Sancho publicada por Roca Editorial, es la radiografía novelada de un emigrante. Es un relato divertido, engañosamente ligero, sobre el choque de culturas, el aislamiento, la asimilación y finalmente la desidentificación que todo el que se va experimenta con su lugar natal y con aquel en el que finalmente ha decidido vivir.
Todo está ahí: las razones para la marcha, que son excusas y son verdades; el impacto de la llegada a un continente donde todo es fácil pero no lo es; el choque vivencial (que no cultural) que experimenta por equidistancia más que parecidos; y eso más pequeño, que se descubre infinito, que es la libertad de empezar de nuevo.
Todo viaje es un comienzo. De cada lugar al que vamos nos llevamos un recuerdo y dejamos anclado en una esquina un trocito de nosotros mismos. Nueva York es la promesa, el summun del eslogan más manido y falsamente atribuido a los anglosajones (pues desde que el mundo es orbe quienes vienen haciendo las Américas son los europeos del sur): el sueño americano. Mateo Sancho nos cuenta, con prosa hilarante pero profunda, que aunque tenga color de rosa, la realidad lima los bordes con bisturís muy afilados. Nueva York de un plumazo se convierte así, por encima de todo, en la experiencia de la Emigración tal como la hemos conocido desde que tropezamos con América, con su cara amable y su cara de perro, con sus oportunidades y su alto precio, y todo aquel que lo haya sido encontrará, por más diferencias que tenga con Simón y su mundo (¿no es el Nuevo Mundo?), un punto de encuentro.
Además es un retrato lleno de pluma, el anverso rosa de Sexo en Nueva York, la acerada visión de los personajes y el constante choque de la ficción con la realidad, poblada de metáforas directísimas e hilarantes a veces, emocionales y complejas dentro de una prosa sencilla, fácil de asimilar y de leer (lo que le da ritmo al relato; lo que permite que se lea de un plumazo), muy propia del lenguaje periodístico que puebla hoy las publicaciones españolas. Los milenials leen poco y encima tienen escasa paciencia, al parecer. Dejemos que no se aburran con circunquiloquios o con sesudas reflexiones que aburrirían a las ovejas; el poder de las imágenes de Mateo Sancho solventa estas modernas dificultades (¿realmente leen poco, realmente son menos sesudos de lo que fuimos nosotros?) con brío y excelencia. No hay nada más divertido en todo el relato que ese paralelismo entre experiencias eróticas y el descubrimiento de la ciudad hasta que alcanzamos ese punto común del hartazgo, la serenidad de un amor que puede ser y ese salto al vacío que es cada compromiso.
Nueva York de un plumazo está llena de plumas, y cada una es una experiencia vivida y vívida, llena de lecciones aprendidas… ¡Y todas divertidas!
Hay en la prosa poética algo magnético. Quizá sea su sonoridad, que hace que las frases fluyan sin encallar y su magnetismo, que hace que el lector fije en la lectura los cinco sentidos, cargados de sensaciones escondidas en esos relatos breves como las noches de verano.
Jordi Tello sigue adelante. Pues la fórmula es la misma, pero no las intenciones. Con su prosa rimada, y sus versos únicos, su habla de poeta adquiere una estructura narrativa más firme, una intencionalidad más evidente. Está dispuesto a hablar de desamor, de aventura, de crítica a nuestro día a día y a sus medios de comunicación, del desamparo de la paternidad o el arrebato del amor y la hiel de la soledad encontrada. Pero además quiere que pensemos en ello, quiere que llevemos las sensaciones pintadas en letras hasta el corazón y permanecer en él como notas reverberantes.
En 1816, El año que no hubo verano, habla el poeta pero también el hombre detrás del verso.
Con el mismo estilo afilado no hay nada sobre los sentimientos que escape a su mirada; sus palabras pintan momentos cotidianos cargados de lecciones y les añade sentido; la sensibilidad de un hombre que es al mismo tiempo arte y parte de lo que relata. Pues todos hemos sido monstruos y víctimas en todas las facetas del amor; todos anhelamos una piel, un abrazo, una caricia; todos huimos hacia adelante de lo que nos rodea, menos de nosotros mismos.
Cada relato breve es una posta de un camino trazado que va desde el inicio de un verano hasta el comienzo de un otoño. Jordi Tello borda versos (¡qué sonetos magníficos!) como dibuja pieles descubriendo sentido al ocaso del amor, esperanza en la resignación y en la despedida.
Hay más en la tinta de Jordi Tello. Y allí estaremos.