A Question of Lust. Depeche Mode.
Durante una tarde cualquiera, mientras disfrutábamos en una terraza el ir y venir de la gente acalorada, hablábamos de todo un poco.
Me gustaba su compañía: recia, apolínea, quizá demasiado desarrollada pero enormemente atractiva, suave y firme al mismo tiempo; la piel morena e hidratada, brillando al atardecer con una indecencia maravillosa. Todo en él era llamativo: sus hombros como mundos, su espalda de río y un pecho amplio de universo en expansión. Pero sobre todo su verbo fácil, su sonrisa de estrella y un brillo en la mirada que me aturdía a veces y a veces me centraba.
Que me gustaba saltaba a la vista. Vamos, le gustaba a todos los que paseaban por la calle. La terraza no era más que un pretexto como otro para ser admirado y apreciado en la distancia. La Belleza a veces es así de descarada y así de elusiva: mientras no nos acerquemos lo bastante, ella atenderá nuestra sed en tragos pequeños y espaciados; quizá un poco amargos por imposibles o improbables, pero demasiado adictivos para negarles un poder por lo demás tan voluble como el tiempo que pasa.
Pero me gustaba todo, no sólo lo que enseñaba: sus labios, su voz dulce, su forma de ser, algo prejuiciosa, algo independiente, pero generosa y consciente de su lugar en el mundo. Y lo sabía, puedo asegurarlo. Pues, como Belleza, se acercaba y se alejaba en ese vaivén que acrecienta la lujuria y la desespera y la aquieta.
Sentados uno frente al otro, me sentía igual de estudiado. Yo me imaginaba el sabor de sus besos, el cosquilleo de su piel color de vainilla tostada, la blandura de ese pecho, la firmeza de un abdomen cincelado, la tensión de unas piernas atomizadas y relajadas al infinito… Entre sorbo y sorbo, mis labios dibujaban cada uno de sus relieves, tropezaban con un pezón, un codo, un nudillo, y convertían la aventura de saborearle en un exótico baile de especias: la canela, el cardamomo, la pimienta, todos esos olores exóticos confluían en aquella distancia que nos separaba, un mar que se abría a mis sentidos hambrientos y a una expectación que se me notaba en la mirada y a veces en el aliento.
Sonreía, sabedor, lo sé, y acostumbrado también. Y jugaba con ello. Se acercaba y me sonreía y guiñaba un ojo al sol de la tarde y parecía que el mundo se centraba en nuestra mesa, en nuestras bebidas y en el roce al que una y otra vez nuestras rodillas desnudas o nuestras manos jugaban.
Una cuestión de lujuria, de piel y sentidos abiertos. La conversación fluía con una facilidad casi divina. Y divino me sentía yo a su lado, extasiado y comprendido: nos conocíamos, nos comprehendíamos, nos admirábamos: una cuestión de amor.
Su voz, su risa. Mi mirada fija, continua, despreocupada, desvergonzada en su compañía, caldeada y lujuriosa. Cada respiración era un beso que deseaba darle; cada pestañeo, un retrato de su cuerpo tatuado al mío, lleno de esa confianza en lo conocido y en esa serenidad de lo probable. Sus brazos de árbol, su cintura estrecha. Entrecruzaba las piernas y jugueteaba con mis pies. Y su mirada fija, desvergonzada, concupiscente. Y mi risa y mi voz.
Una cuestión de amor: sus ojos oscuros, su nariz prominente, la sutileza de unas manos finas y pequeñas, el sonido de aquella voz de bacante; sus miedos, sus sueños, una inseguridad absurda pero fascinante, una fragilidad inusitada y preciosa.
Una cuestión de lujuria: placer de las pieles que se encuentran liberadas de toda ley que no sea la de los cuerpos; la escalada a sus relieves, la caída libre desde los labios a sus pies; la fuerza que arrebata las inseguridades; la fragilidad que se debate presurosa entre las llamas de la pasión y su transmutación en placer, universo, beso y grito.
Nos levantamos. Nos miramos.
Sabía que su hotel tenía piscina; sabía que iría después al gimnasio. Sabía que todo eso podía quedar para después, tras el ejercicio del lecho.
Y le sonreí. Y me acerqué. Lo abracé con una ansia que me hacía temblar. Y, tras el rastro de su piel, conseguí llegar al valle de sus labios. Y en ellos estuve acampado una eternidad: cuestión de lujuria.
Su voz. Su mirada seria. Me abrazó con torpeza e intentó sonreír de alguna manera. Consiguió mover aquel cuerpo que de repente había perdido toda flexibilidad, ganando en rigidez, en brillo al refulgir con el sol de la tarde.
– Perdona. Perdóname, de verdad, creo que no me has entendido. Te tengo mucho cariño, muchísimo, pero como amigo. Comprenderás que tú y yo…
Mi mirada fija, mi sonrisa congelada. El calor insoportable. La Belleza que se aleja incólume. La nada.
Cuestión de amor.
ups!!! ja,ja,ja,ja!!!
Es un honor que hallas usado mi foto enmarcada en tantas descripciones desbordadas de placer, ojalá fuera como el que describes.
Voy a compartir con vos su historia: Escuchando la radio me enteré de una muestra de arte en el Malba sobre un fotógrafo que admiro mucho, Robert Mapplethorpe. Decidí ir a verla, al mismo tiempo se publicitaba un concurso para ganar entradas para la muestra, con la consigna «sensualidad». Mandé esta foto sin esperar ganarlo. Fuí a la muestra y cuando volví a casa revisé los mails y ahi estaba la respuesta «Su foto ha sido elegida». No soy fotografo profesiona y nunca estudié fotografía pero algo en mi explota dentro de mi pecho ante las imágenes y la pasión por trasmitir mi óptica hace que hasta hoy en día me exprese en ese arte.
Saludos desde la ciudad de las furias.
Leco Sánchez Castillo
El honor es mío por haber pasado y dejado un comentario como éste y haber compartido tu pasión y la historia de esta imagen. Tienes un don, como todo aquel que lleva encerrado pasión y habilidades, deseo y certeza. Muchas gracias por dejar que disfrutemos de tu Arte y dejar que lo emplee en este modesto blog. Gracias.