Chris Pueyo: poética intensidad

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Gracias a Javier Ruescas, cuyo canal de YouTube ha sido una sorpresa para mí de la mano de su amigo Francesc Gascó, he leído los dos libros publicados del jovencísimo Chris Pueyo: el primero, una memoria de sus memorias (El chico de las estrellas) y el segundo, un poemario ilustrado (Aquí dentro siempre llueve).

Chris Pueyo pertenece a esa raza de hombres valientes que remontan el más puro vuelo gracias a una sensibilidad extrema, con la que revelan su inteligencia y más íntimamente, la grandeza de la empatía y de la integridad de los sentimientos.

El chico de las estrellas, un libro azul y blanco, es el relato de su vida, una lucha constante contra sí mismo y las circunstancias; es la demostración que las personas pueden sobreponerse, con la esperanza atribulada de lo desconocido, a su presente, y consiguen transmutarse, ser ellas mismas, una vez reflexionan, aceptan y dejan todo lo malo atrás.

Chris Pueyo no ha tenido una vida fácil, y no lo esconde. Y sin embargo es capaz de narrarla con una belleza poética que casi raya en la fantasía, con la fortaleza que le da saberse una persona nueva, un individuo más abierto y empático gracias a ese cúmulo de desgracias que le acecharon desde pequeño y que van quedando, a fuerza de intención, detrás de sí mismo.

De los abusos infantiles hasta la ausencia presente de una madre inmadura; desde la figura épica de la Dama de hierro, con su fortaleza de acero, hasta el arco iris de amigos que consigue por méritos propios y quizá también por casualidad, Chris Pueyo, el chico de las estrellas, alza el vuelo de la libertad con el raciocinio intacto, el corazón remendado y al esperanza en la pluma, pues sabe, con esa certeza de los veinte años, que la vida le deparará sólo cosas buenas, o que esas cosas se deben enfrentar con la valentía adolescente que posee como un regalo.

El chico de las estrellas es un relato poético (en la acepción más amplia del término), lleno de la cadencia del lenguaje, donde se nota a raudales el talento de Chris Pueyo no sólo como escritor, si no como ser humano: es el relato de un dolor que se transmuta en paciencia, en esperanza y en una compresión que, más que alejarlo del dolor que ha sufrido (abusos físicos y psíquicos, escasez monetaria, sentirse diferente, saberse un bicho raro), le regala la libertad.

Aquí dentro siempre llueve es un poemario. Del texto narrativo lleno de cadencias llega ahora un libro repleto de rimas. Hay algo de candoroso a los veinte años, y de intenso quizá demasiado, pero hay poemas (dos, tres, media docena) que brillan con un talento único que se vislumbra en El chico de las estrellas. Hay desesperación y un esfuerzo por entender el mundo; encontramos ese ardor adolescente que todo lo lleva al límite y a la impaciencia; hallamos un esfuerzo constante por aceptarse y entenderse y perdonar, porque el secreto de Chris Pueyo está en su inmensa capacidad de amnistía y abandono de todo aquello que ya ha ocurrido, y sacar el mejor provecho de ello.

Dícese de la literatura juvenil que es aquella destinada a un público determinado, cuya intensidad es infinita y poderosa, que navega entre un extremo a otro de la vida, y que se transmuta (porque todo cambia) a la visión más serena de la adultez. Para el niño que siempre quiso ser Peter Pan el tiempo pasa, como para todos, pero en él cada lección de la vida ilumina una estrella de su cielo, abre una ventanita para ser mejor hombre y, con ello, quizá también un mejor poeta…. Mientras tanto, que la tinta azul, que los libros azules sigan fluyendo, dibujando un camino único que nos lleven a todos a ese lugar especial que, si no es el Paraíso, pueda que se acerque algo (sólo un poco) al País de Nunca Jamás.

Leer es resistir. Leer es vivir.

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Benito Taibo

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Me perdí en sus brazos

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Violetas de España: uranistas en tiempos oscuros.

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Violetas de España: Gays y Lesbianas en el cine de Franco es el nuevo ensayo de Alejandro Melero, autor teatral, periodista, profesor universitario y escritor en sus (muy pocos) ratos libres. Autor del conjunto de relatos La escalera oscura, aquí nos ilumina con su faceta ensayística con una claridad y espontaneidad desbordante, una prosa fluida y erudita (fruto sin duda de un un extenso trabajo de campo) y un acercamiento entre minucioso, lleno de admiración, a la historia gay del cine español, en esos momentos de pensar oscuro que sin embargo enfilan la imaginación y dan a luz verdaderas obras (maestras) de ingenio.

Violetas de España es un relato detallado sobre los entresijos creativos del cine: sus dificultades, los subterfugios, los miedos y las soluciones, no siempre perfectas, que todos aquellos creadores, en su afán de retratar la vida tal cual es (herederos de los insignes retratistas del Siglo de oro, empeñados en enseñarnos que un enano es un enano, pero no sin personalidad y sin alma su mirar). Así es Violetas de España, un buceo, un retrato al fresco y un análisis de lo que la aventura del celuloide tuvo que enfrentar para librar los cercos de la censura (las múltiples trabas de la manipulación) y expresarse de la forma más pura posible, que no siempre es el hecho desnudo.

No hay palo que el autor no toque. Su conocimiento extenso jamás se impone; antes bien, fluye con suavidad, como un poema, sobre cada uno de los tópicos que conforman el libro: pasa del cotilleo más banal al más profundo análisis, de la simple exposición de hechos a disecciones precisas de tiempo, lugar, deseo y acción que llevaron a los cineastas de esos años a erigir obras metafóricas y cifradas, con mensajes repleto de esas sutilezas de género que sólo el iniciado puede llegar a captar y, dado el caso, a comprender.

Alejandro Melero posee una prosa elegante, graciosa, dispuesta a ir al centro mismo del tópico sin llegar a ser jamás pesada; su entusiasmo, su conocimiento y el arte de saber contar historias como las que conforman La escalera oscura, brindan un dinamismo grácil, una mirada menos caduca y una falta de exaltación (sin olvidar una defensa abierta) que congracia el tiempo ido con el actual, los borbotones de creatividad que la censura provocaba, fuerzas telúricas que al chocar, de tan diferentes, daban a luz una montañas inmensas.

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Mucho se aprende de la visibilidad de lo diferente (de lo que la norma dicta como tal) en una industria abiertamente uranista y sin embargo internamente dividida y cruel; las vidas truncadas, los miedos pasados de los guionistas, los actores, los directores, hacían que se tensaran los arcos de la creatividad a cotas muy elevadas, y aunque tal tensión agota el brazo que lo contiene, ha sido capaz de crear obras memorables, irrepetibles y únicas que a día de hoy, en plena libertad, seríamos casi incapaces de producir.

Porque la creatividad no conoce de cárceles, de presiones, de manipulaciones. Consigue siempre ser superior a los hombres que la canalizan, y llegar al corazón de quien las sabe apreciar, aún sin entenderlas completamente, sobreviviendo al vaivén del tiempo, para que investigadores de la talla de Alejandro Melero nos muestren la piezas engarzadas de una historia oculta que siempre, siempre, como su raíz, ha estado allí, para que abramos los ojos y veamos lo que es un grito de eternidad: ser gay, ser lesbiana, ser uranista en realidad, forja valentías, alimenta miedos, pero nos hace grandes y únicos y verdaderos. Porque somos reales.

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Imre: una memoria íntima

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El relato corto (novela corta) de Edward Prime-Stevenson, un norteamericano exiliado en Europa nacido a finales del S. XIX ha sido editada por DosBigotes en otra obra artesana hecha con delicadeza y de una belleza incandescente.

Puede que el autor de Imre: una memoria íntima sea uno de los primeros uranistas en intentar despejar las brumas que la ciencia mal manejada en una época de expansión mecánica había generado: con su propias dudas, su propio sufrimiento, supo salir adelante y generar una personalidad proactiva (vamos a usar cuantos menos adjetivos y sustantivos posmodernos mejor) sobre su condición de vida.

Prime-Stevenson pertenece a la primera generación abiertamente sufridora de sus gustos sensuales. Entre la sabia libertad de Whitman y la liberación total de Yourcenar, toda una generación de uranistas se vieron afectados por la condición homosexual puesta en el tapete como desviación médica, como error antinatural potencialmente corregible (riesgos de que el último gran imperio de la historia fuese anglosajón, supongo, con sus cosas buenas también, por su puesto): Gide, Proust, Wilde, Byron, Forster, Vaughn, batallaron en sus carnes ese inútil combate entre impulso y freno, entre deseo y corazón, entre alma y piel que forjó destinos no siempre agradables y más de una desdicha inclasificable.

El amor escondido, el jardín secreto, confidencias dichas en voz baja, un ademán imperceptible, cierta caída de ojos y un ambiente silencioso en el que el movimiento más ínfimo podía llevar al placer o al dolor (o a ambos a la vez) configuraron desde entonces el vals del acercamiento y el roce, el agotador baile del alejamiento y la distancia. Esta urgencia por vivir en un tiempo de sofocos, que se ha extendido casi hasta nuestros días, ha hecho que surjan mil hipótesis, mil justificaciones innecesarias, pues nacen de un concepto erróneo: la idea de que no somos iguales, de que un gusto sensual se aprende y no se aprehende, que un estilo de vida determina una conducta y no al contrario, y esa obsesión en toda la historia humana de hallar diferencias y supremacías donde no las hay.

Los uranistas, llamados así antes de que el acuñamiento erróneo de homosexual saliese a la luz, viven, per se, una transformación personal sin igual que no debería existir pues es social más que real, o mejor, es real porque socialmente es una imposición cuyo arraigo se pierde en la zona del miedo al diferente, en el ansia de posesión de la verdad (¿Qué es la Verdad? se pregunta el que más sabe de ella en la historia occidental, y vamos nosotros a ser más listos que el Maestro), y por tanto, de la manipulación extrema. Esas fuerzas telúricas no siempre moldean personalidades sólidas, antes bien todo lo contrario; no siempre llevan a buen puerto la aleación necesaria para forjar verdaderos hombres, capaces de enfrentar las visicitudes de la vida con entereza o con resignación.

Imre: una memoria íntima es un gran resumen de esta realidad que aún vivimos hoy. Expresada en ese lenguaje delicado, purista, lleno de la musicalidad de una erudición cercana (no en nuestro siglo) y de ademanes corteses, la historia del encuentro de Oswald e Imre en la Budapest de comienzos del S. XX sirve de pretexto, o mejor, sirve de muestra de lo que los uranistas de la época debían hacer para sobrevivir, para encontrar ese ideal (porque había ideales más allá de lo externo, donde todo se mezclaba), esa vida perfecta en la que le jardín secreto se abría de par en par y se transformaba en un Edén. La diferencia entre esta obrita (por extensión, no por profundidad) y la de otras igual de maravillosas como Maurice de E.M. Forster, por ejemplo, está en su feroz activismo, en su inexcusable desenmascaramiento, en su total valentía en llamar por su nombre real un amor único, en comentar en alta voz no sólo los deseos, si no los problemas a los que una raza de hombres problemáticos se enfrentaban sin hallar sosiego, sin encontrar un remanso de paz, a no ser la fortuita liberación en un cuerpo similar, en un ansia dibujada con los mismos trazos, las mismas líneas humanas.

Escrito con una prosa maravillosa, a la que siempre he estado acostumbrado y que hemos perdido quién sabe dónde en aras de una escritura más fugaz (que no breve), Imre: una memoria íntima es una delicia de concisión y de profundidad, de poesía y de revelaciones, con un punto apasionado (que tal vez resienta al relato, pero que es su razón de ser), en el que quizá por primera vez el amor entre iguales se alza vencedor en un mundo que los odia. Antecesor a Maurice nos sólo en fecha de creación si no (más importante en una semana llena de símbolos como ésta) en publicación, precursor de un activismo que explota en Stonewall, un bar de Nueva York en 1969 (aproximadamente sesenta años después de su publicación), Imre: una memoria íntima sirvió de ejemplo a Forster, y tal vez también a Yourcenar (muy francesa pero mucho más cosmopolita e inteligente que la mayoría de los escritores de su tiempo, y de los que la precedieron), cuyo Alexis es, por sobre todas las cosas, una joya del género íntimo (y brevísimo y bravísimo) para labrar, poco a poco, el camino que enseñaba a todos aquellos malditos bastardos la senda del goce a cielo abierto y la vida en plena libertad.

En una semana que celebra el Orgullo de lo diferente, Imre: una memoria íntima, es, si no la primera piedra, sí el primer tramo del camino que nos ha llevado a nuestro mundo de hoy. Y merece ser reconocido como tal y apreciado en toda su valía artística.

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Gloria, poeta

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Gloria-Fuertes

Poema de amor que libera

Ya no soy la niña amarga

que tenía un mar de llanto

y alta ortiga por el alma.

Ya no soy la niña enferma

que al oír risas lloraba;

ya salí del solitario

bosque que me acorralaba.

Ahora soy la niña verde,

porque floreció mi calma.

Ya no soy la loca triste,

ya no soy la niña blanca,

nuevo amor ha traspasado

con el nardo de su lanza

mi corazón, que ahora tiene

un nombre de menta y ámbar.

¡Ay cuánta sonrisa noto

que trepa por mis espaldas!

¡Qué brillo tienen mis ojos

-viudos de siete mil lágrimas-!

La vida me sabe a verso

y los besos a manzana.

-El monte arregla sus pinos,

por las rocas el mar baila-.

El amor danza en mi pecho.

¡Ya me quiere! ¡Ya me aguarda!

Ya no soy la loca triste,

que al oír risas gritaba;

ahora soy la niña dulce,

ya no soy mujer amarga.

***

Es una mierda

Es una mierda

haberme vuelto cuerda

y no insistir en la misma dirección.

Es una mierda

volver a tener luz y ver tan claro

que soy un nombre más,

en el amado.

Ya como antes no grito,

y sollozo bajito

que ya no soy amada.

Es una mierda,

haberme vuelto cuerda

para nada.

Llamadme Alejandra: una vida velada.

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   Llamadme Alejandra es la nueva novela de Espido Freire (premio Azorín, 2017). Una autora conmovedora en el relato corto, llega a velar en la novela: atrapa, concentra y observa atentamente el objeto de su relato, para dejarlo libre, ingrávido y penetrante.

Melocotones helados es un buen ejemplo de esto. Y Llamadme Alejandra, no se queda atrás.

La vida de la última zarina de Rusia no llamaría tanto las puertas de la imaginación si no fuese por su triste fin. A partir de esa complicidad, Espido Freire construye una historia íntima más que un relato histórico; retrata una voz con los colores que sabe usar de su paleta: la palabra justa, el conjunto antes que el detalle, y esa delicadeza certera con que su mirada se deposita en cada pliegue de una personalidad difusa, buscando los secretos que hacen, de una vida velada, una vida única.

No hay fuegos de artificio. En general, a Espido Freire no le hacen falta. No busca el impacto, antes bien, intenta desde lo aparentemente sencillo atrapar a un lector que se deja sorprender por las pequeñas cosas, esos grandes momentos que tejen una vida, y que no siempre son el oropel de una corte, el relumbrón de un estatus, un vestido o una joya. Alejandra se dibuja desvaída, a color pastel, acuarela en un lienzo cuya profundidad la define el agua: una vida mecida por las circunstancias, un dejarse hacer y abrazar un destino.

Espido Freire no juzga, sólo conmueve. Y es mucho. Todo de esta mujer nos sería vano si no fuera porque ha vivido; el secreto de Llamadme Alejandra está en dibujar una vida narrada sin estridencias, sin falta de gusto: una mujer jamás sería indiscreta sin ser tachada de vulgar; la vida femenina es más interior, más callada; Espido Freire desvela cada pliegue de esa personalidad con suma delicadeza, con el mayor de los tactos; algo que, por lo demás, siempre la ha caracterizado.

 Llamadme Alejandra vive en un tiempo convulso, de profundos cambios: la herida que se abre, la brecha que dividirá mundos, pensares. Y sin embargo es actual, nos habla con un lenguaje sencillo, de una manera directa. La autora sabe que sabemos, y sabe que jamás aprendemos de nuestros errores.

La levedad de Espido Freire es divina. Porque consigue desarmarnos con sutileza, porque consigue hablar del error, del horror, del ardor y de la vida sin grandes alegorías, sin estruendos, llegando al corazón del lector con su escalpelo de plata, afilado, inequívoco, e indoloro. Perfecto.