Todo está listo. Las mesas llenas de rosas, las velas encendidas, el mar de gente arrebujada, colorada y adormecida por la comida y el champán. Se oyen risas y esa conversación tímida de murmullos y algunos gritos ahogados. La música comienza a sonar.
Las parejas se levantan. Algunas van de la mano, otras simplemente se miran y salen a bailar. La orquesta toca canciones de amor. Suave, pegajoso, rico para bailar. Los cuerpos se unen y se separan con cadencias de caricia y el aire parece que se agita y se eleva, y hasta las estrellas se dejan ver por el techo acristalado.
Tú y yo estamos juntos, sentados. Nuestras piernas se rozan al ritmo del baile. Siguiendo los sones, nuestras rodillas se unen y se separan, y nuestras manos debajo de la mesa. Somos como ellos pero somos diferentes. Bailamos con nuestras manos, con nuestras rodillas debajo de la mesa, a escondidas, como si fuera un error. Pero yo sé que no somos así. Y tú también. Pertenecemos a esa raza de gentes que vive todo en un escándalo, todo una fosforescencia que acaba por aburrir, a la que se le niega cualquier derecho o se le mira de reojo; la excepción, no la regla. Y nos apetece bailar así, juntos y despegados, sintiendo el calor de las mejillas, el lento planeo de una gota de sudor y la risa ahogada de la complicidad.
Notar tu cintura firme entre mis brazos, la anchura de tu espalda que es un mundo nuevo, el aroma de las gardenias mezclado con la cera de las velas, y el brillo de tus ojos así, cerquita de los míos, que estallan de tanto amor y orgullo y gustazo de tenerte conmigo. Notar el tacto de tu pecho abierto y de tus labios en los míos, arrullados por la música que suena, tan lenta y tan dulce, los dedos liberando botones para que transpire el amor, y los brazos alzados, las piernas tensas entre piruetas y giros, y la sonrisa alada, y el corazón retumbando de puro gozo.
Me apetece bailar. Quisiera que todos en esta fiesta, que se recogen en la normalidad de una vida gris, supiesen que tú y yo estamos juntos. Que esa tu boca besa la mía, que esos tus brazos rodean mi espalda, que esas tus piernas me atrapan cada mañana esperando a que me quede un ratito más antes de ir a trabajar.
Me apetece tomarte de la mano y llevarte al centro de la pista, donde el aire es límpido y las estrellas brillan y la música retumba como un corazón latiendo, y besarte lento, suave, y tomarte entre mis brazos y notar la fuerza de tu cuerpo único y la ligereza de tus pies que se hacen leves al bailar. Quisiera que todos esos que viven como si la vida fuera de otro supieran que, entre los excesos y los silencios, el amor anida en todos los mundos y que tú y yo hemos fundado un planeta que desea ser libre, una idea de amor que de tan normal puede parecer única, de tan habitual no llame jamás la atención.
– ¿Bailamos?
Me dices.
Tus ojos brillan. Y los míos sonríen. Eres travieso. Y adoro tus travesuras. Y esa boca entreabierta, y ese pecho enorme entre la camisa y la chaqueta. Y nuestras manos unidas, y el roce de las rodillas, y ese balanceo suave de tu cadera en la mía.
– Si tú no bailas conmigo, prefiero no bailar.
Como la noche, me quedo en vilo. Y tu voz es un sol lleno de estrellas y las gardenias abren sus pétalos hasta hacerse horizontes blancos.
– Sin ti, no estaría aquí. Aquí. Y quiero bailar, sí. Contigo.
Y nuestros dedos entrelazados se liberan de su escondite. Y nuestras piernas se llenan de energía y nuestros corazones laten a la vez. Sonreímos. Hombro con hombro nos encaminamos al centro de la pista; con el bamboleo sensual de la música, y bajo las estrellas, nos miramos. Y no decimos nada. Y sonreímos. Y cerramos los ojos. Y nuestros labios se encuentran en el vacío. Y la música sigue su ritmo y nuestros cuerpos se bambolean con ese sonido de marea y arena. Y no nos importa nadie, pues nuestro mundo es inmune al qué dirán.
Y bailamos. Una y otra vez. En la noche eterna tú y yo. Y como única compañía, la música alada y las estrellas.