Hay ciudades más bellas que Berlín. Las hay más antiguas, más caóticas, más nervudas.
Europa está llena de capitales llenas de personalidad, aunque todas se parecen en esencia y eso es maravilloso. Europa tiene focos de atención indudables: desde Madrid a París, de Roma a Londres. América late vibrante de Buenos Aires a México, de San Francisco a Chicago. Pero en ambos continentes hay, quizá, dos ciudades que se hermanan en su espíritu, en su perpetuo estado de vibración, en su confrontación constante con la realidad.
Nueva York es, desgraciadamente desde hace poco, recipiente de la historia contemporánea. Los atentados más desastrosos de la humanidad se perpetraron allí, como evento único, claro, que Irlanda, España y otros países que han sufrido una sangría mayor, por continua, tendrían mucho que decir en esto; y eso hace que por sus calles la vida lata al unísono con la Historia, más que el reflejo de un tiempo pasado, un albor que ya es ocaso. Y en Berlín pasa otro tanto.
Ciudad arrasada, dividida, ultrajada por sus propios errores, y por la ambición ajena, se alzó en todo el siglo XX como símbolo vivo, como tea inflamada del horror pero también de la perseverancia, de la constancia y del renacer. Alza y caída, ruinosa existencia, vergonzoso traspiés, seguro levantamiento, unificación y evolución a la apertura y a la universalidad, Berlín nos regala en cada una de sus calles ese espíritu de historia vivida y presente, esa vibración neoyorquina de estado mental, que la hace para mí única y atractiva, imán en el que convergen, como los radios de una rueda, lo que hubo de malo y lo que hay de mejor del hombre y de su entorno.

Todo es inmenso en Berlín. Sin una colina en kilómetros a la redonda, se extiende desparramada, llena de parques y de reconstrucciones, con un espíritu juguetón pero al mismo tiempo concienzudo y perseverante, y con una libertad sin miedos que no deja de ser admirable.
Menos bella que Múnich, por ejemplo, joya de una Baviera llena de luz y verdor; Berlín se erige sin embargo en el corazón de Alemania y, por ende y por mucho más, en el de nuestra Europa unida de esta manera tan peculiar como juntan los políticos las cosas, con sus terrazas con calefactores y preciosas mantas rojas, con sus tabernas y sus constantes construcciones, con un choque de estilos arquitectónicos que sería extraño en otra ciudad salvo en ésta; con su gusto por el recuerdo sin aspavientos ni rencores (algo que en España quizá debiéramos revisar más detenidamente) pues el interés del grupo siempre es más importante que el del individuo (puesto que repercute directamente en él); sus calles hechas un lío, sus espacios enormes llenos de hierba y poca luz; y una vida nocturna agitada, vibrante y llena d e contrastes, entre lo retro y la vanguardia más acusada, la belleza traspasa sus límites y se convierte en un estado mental que la hermana sin duda con Nueva York, cuya belleza es cuestionable, pero cuyo atractivo es innegable.
Lo que diferencia para mí Nueva York de Berlín es que en esta última sería capaz de vivir, mientras que en Manhattan me resultaría demasiado difícil, pues no es una ciudad amable. Nueva York es una ciudad para visitar, para cargarse de energía y de novedad, pero no para desplegar con serenidad las alas de lo cotidiano. Berlín, sin embargo, siendo tan similar, tiene esa cotidianidad, esa facilidad de las capitales europeas, que nos regalan cierta libertad a la hora de ser nosotros mismos además que miembros de una ciudad.
La revolución arquitectónica, la constante perseverancia en no olvidar pero no detenerse, los pasos que huelen a historia y a errores, pero también a renacimiento y alegría, nos invaden por sus calles enormes, por sus edificios imponentes y sus parques llenos de berlineses, menos sonrientes que los muniqueses (abiertos y de corazón generoso), pero igual de amables y de ocupados… Todo llama la atención en Berlín, hasta los tópicos que se cumplen a medias (como suele ser lo habitual), pues también tienen sus huelgas, sus protestas, sus servicios a medio funcionar, sus constantes renovaciones y sus polos opuestos.
Los alemanes en Berlín, esa raza de gigantes rubios tozudos y emprendedores, no dejan de ser, como nosotros, europeos (es decir, muy parecidos, pero con sus diferencias) y eso se nota en su risa, en su entrega al divertimento, y en un espíritu más alegre de lo que nos permite imaginar su entrega al trabajo y a aquello que se debe hacer. Y eso los ha hecho únicos a la hora de enfrentar las brutalidades de la historia, y únicos a la hora de superarlas.
Berlín es un símbolo del ave Fénix. Y lo sabe y lo celebra, sin azoramientos ni orgullos mal entendidos. Y eso es de admirar. Como muchas otras más. Europa es una maravilla: horas son de que nos demos cuenta y disfrutemos con ello.