Escondiéndome

El día a día/ The days we're living, El mar interior/ The sea inside, Lo que he visto/ What I've seen, Los días idos/ The days gone

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En el atardecer los grillos cantaban. Mediados de junio, el verano apunta, la primavera fenece. Pero aún florecen algunas rosas, llenas de belleza y aroma parecidos a una caricia. Cuando era pequeño mis  abuelos me decían que el canto de los grillos atraía la lluvia, un poco como el ulular del cuco a finales del verano anuncia las lluvias otoñales. Yo había crecido en un mundo totalmente diferente, lleno de mar, atravesado por agua cálida y atardeceres rápidos, la luna suspendida como una burbuja plateada entre el cielo y la tierra; donde no había grillos ni luciérnagas ni cucos ni rosas, pero sí cigarras, con ese frotar intenso de pura vida perdida y la perennidad de un verde intenso, selvático.

La frondosidad del Caribe, una pura fiesta de los sentidos, casaba sin embargo con aquel ambiente tranquilo, de tierra llena de simiente brotada y un eterno sol de casi medianoche. En mi espíritu esas aparentes diferencias se conciliaban; era capaz de comprender que mi corazón amase aquel espacio verde donde danzaban los grillos y el inmenso espacio azul de mi niñez, donde el agua llegaba tibia a las seis de la mañana y a las seis de la tarde se teñía con el rosa y el oro de un pestañeo.

Charlando con mi amigo Antonio Campoy sobre lo divino y lo humano (o sobre lo divino de lo humano, más bien), su perspicacia para conmigo me hizo pensar. Esa capacidad de pensamiento, compresión y comunicación la ha dejado muy patente en todos los años que ha llevado el blog Vivo en la era pop; pero en las distancias cortas, su penetración en la psique es como un rayo láser. Amable y educado y directo, sus comentarios siempre me hacen pensar. Por eso me encanta, y es una de las personas que más quiero de todas aquellas que he podido desvirtualizar con el paso de los años.

Mientras los grillos inundaban el espacio con su melodía constante (como en otra época y lugar las chicharras con su estridencia continua) lanzó un comentario que me llegó dentro. Valentía, me dijo. Compromiso. Abandonar el miedo a ser vulnerable con el Otro, único requisito imprescindible para enamorarse y empezar una vida realmente nueva. Ese contrato increíble en el que todo está en juego, nada seguro, quién sabe si duradero, pero por el que valía arriesgar algo de orgullo y un mucho de miedo.

Eso es lo que me sorprendió. Me di cuenta, con ese comentario inocente, que mi vida pasaba a mi lado apenas sin tocarme porque había decidido que, para preservar mi integridad y todos esos compromisos que no eran conmigo, así debía ser. Supe que estaba escondiéndome desde hacía años en el trabajo, con el peso de una responsabilidad que había adquirido por no aceptar el contrato de mi vida, y que con todo eso evitaba ser yo en plenitud.

Por un momento me vi reflejado en el agua del lavadero cercano. Ese reflejo no era el mismo de hacía treinta años: era capaz de encontrar pliegues, pérdida de tersura, una mirada velada, una sonrisa grande pero entristecida. Veía la imagen de alguien que no poseía objetivos (todos aquellos que tuve me fueron arrebatados uno a uno por la propia vida), atrincherado en una situación llena de vaivenes pero cuyo centro permanecía inamovible: yo mismo. No cedía a la atracción, ni al amor, ni a la aventura: mis cicatrices hicieron que replegara mis alas y que me olvidara de mí mismo. Escondiéndome nadie me haría mucho daño, pero sobre todo yo mismo, y me sentía capaz de llevar, siempre con ayuda, una vida que no era mía, pero que había aceptado.

Creo que llevo más de la mitad de mi vida huyendo de ese compromiso. En cada esquina de mi historia puedo detectar el momento en que escogí otra vía distinta de la que me apetecía para mí; las excepciones que bien conocía, repletas de errores, sólo habían afirmado esa actuación.

Nadie sabe quién soy, quizá ni yo mismo. Pero hay alguien detrás de esa mirada, formado por esos recuerdos y por esos sueños ya inalcanzables, que se esconde tras las responsabilidades insoportables, tras una cotidianidad que lo anula como ser que siente. A veces nacemos para estar solos: solos nacemos, solos morimos. Pero a lo largo del camino de la vida la compañía, la interacción con los demás (buena o mala, memorable u olvidable), nos enriquece, nos configura, nos hace danzar al ritmo de los grillos, al arrullo del mar. Eso lo había olvidado.

No sé si ese reflejo que veo saldrá finalmente a la luz. Quizá nadie sabe en realidad quién soy yo. Quizá Antonio haya atisbado algo, como muchos otros que no se atreven a comentarlo, y como tal me haya animado a salir por fin, a brillar por fin, a equivocarme nuevamente y a sentirme tranquilo por eso. Quizá sea también la edad y la cercana rampa que veo llegar. Quizá sea hora de salir del escondite y ser capaz de decir: esto es lo que quiero, y esto es lo que hay que hacer y ser. Porque puede que la única persona a la que deba alguna explicación (de haberla) sea yo mismo.

No sé. En ello estoy. Y mientras tanto, a veces releo esa conversación que me ha hecho reflexionar tanto, que ha conseguido que vea en mi reflejo algo más que el paso del tiempo.

Puede que haya llegado la hora de dejar todos los grilletes atrás, salir del escondite y ser libre de verdad.

Equilibrio. Resiliencia. Reflejos

El día a día/ The days we're living, El mar interior/ The sea inside, Medicina/ Medicine

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No es fácil vivir en un mundo que se tambalea continuamente. A veces miramos a los demás y nos da la impresión de que tienen una vida estable, que se repite día a día sin cambios telúricos, donde los hábitos, la salud, la fortuna y el quehacer se desdoblan sin problema alguno; pasan los días como pasa la vida.

Pero la vida no es eso. Es un constante cambio, un combate a veces y a veces una renuncia, una claudicación. A veces se vuelve un pequeño infierno: el trabajo puede ser una fuente de frustración, por compañeros que minan la moral del grupo con su comportamiento; por parcos resultados o falta de evolución. La vida personal siempre es más pequeña de lo que alguna vez hemos soñado: nada refleja lo que una vez nos ilusionó y nada es lo que esperábamos.

En medio de un océano semejante, es difícil encontrar el equilibrio para seguir adelante. Un parado de largo tiempo siente que la sociedad se burla de sus habilidades, amargándose por dentro: todo lo que intenta opaca ese reflejo de sí mismo que desea conseguir con cada intento. Un trabajador que sufre acoso laboral siente en su piel las miles de dudas que, soterrado, esos terroristas del ego excavan sin sosiego, consiguiendo en el acosado el reflejo mediocre de lo que son; un quinceañero inadaptado intenta hallar un equilibrio espúreo en su imitación de lo que le rodea, aunque sienta en su interior que no hace lo correcto, en ese intento desesperado por encajar en un mundo que lo rechaza pese a todo.

Una persona adicta a sustancias, legales o no, al juego, a las compras, a la carne, procura encontrar en ese reflejo irreal el equilibrio de un mundo que dejó de entender. Aquél que abandona sus propios sueños por cumplir los de otro que no ha pedido; las cargas familiares a veces, a veces las nuestras propias: parece que la vida es un constante cambio de máscaras en el que sólo unos pocos parecen tener la llave que detiene ese flujo de desgracias.

Así me he sentido yo muchos años. Buscando fines altruistas, pero no propios. Viviendo un día a día irreal, luchando contra la opinión de otros y con las mías propias; dejando de lado unas necesidades que emergían en forma de hábitos tóxicos, de anhelos vacuos. Nada de lo que he hecho hasta ahora refleja de verdad quien soy, apenas una pequeña parte de la inmensidad que me define, de la hondura que me honra. No hay suficiente brillo en la mirada ni ilusión en las palabras, no sé dónde está la persona que se mira al espejo diariamente y que ni siquiera sale en fotos por no reconocerse.

Hace un par de meses decidí, por probar, adentrarme por primera vez en una actividad física reglada: Crossfit. Por muchos motivos, todos propios. Como no puede ser de otra forma, a todas las clases preparatorias no puede ir, y a las que fui, saliente de guardia, pensé que me reventaba cada articulación, que me dolía cada paso. Y literalmente así era. Aún sin saber mucho de esa modalidad de entreno, decidí proseguir con las clases. Ahora lo miro como una gran locura: sin conocimiento alguno, sin preparación física mínima, empecé a acudir a las sesiones semanales (sólo puedo hacer por ahora tres sesiones por semana). Llegar al recinto, repleto de personas adictas al deporte y muy evolucionado en él, me hizo sentir mal. Yo era un aprendiz, quería ser un aprendiz, pero mi conocida torpeza, mi lenta curva de aprendizaje, me inhibían mucho. Me recibieron entre murmullos y sonrisas: tres se presentaron rompiendo el hielo y se mostraron afables y dispuestos a echarme una mano, interrumpiendo sus ejercicios para iluminar los míos, para indicarme éste o aquél error, para intentar que lo hiciera bien. En los días posteriores otros se sumarían a la tarea de que pareciera menos pato mareado de lo que soy. Manu, el entrenador, siempre afable y muy comprensivo, al que se le unió posteriormente Roi, con esos ojos azules mirándome alucinado y machacando sobre su teoría de estilo más que peso, han condicionado mis tardes, inculcándome cierta disciplina, haciéndome descubrir posibilidades siempre vetadas para un cuerpo camino del medio siglo. Sito, Teté, Gonza, Carlos, Aitor, Luz, Kris, por nombrar sólo unos pocos, me enseñan cada semana, con su trabajo y su dedicación a ese deporte, la alegría escondida en cada movimiento del cuerpo, las eternas posibilidades que la salud y la vida pueden sembrar en un espíritu presto. Hacía muchos años que no entraba en una clase a aprender desde cero; cada vez que voy, a pesar de mi torpeza y frustración, esa hora de individualismo y compañerismo ilumina el sendero gris que es la búsqueda del equilibrio perdido en los años pasados.

Esa iluminación física me ayudó, en medio de un examen al que casi no me presento, a redescubrir un tesoro que había perdido: mi potencial intelectual, esa inmensa capacidad de concentración y entendimiento que creía perdida, embotada por años de pereza y por el constante roce de la opinión ajena, envidiosa e hiriente, siempre presta a desgastar aquello que sabe diferente y único.

La tortura mental a la que me sometí no la había sentido nunca: tenía miedo al ridículo, a lo que opinasen colegas cuyo interés en mí es mínimo, o cuanto menos poco edificante. Así, en un tira y afloja abrumador, perdí una semana de estudio. Finalmente, oyendo consejos dichos con sabiduría y equidistancia, decidí hacerle caso a esa llamita que había comenzado a latir en mí desde que empecé a practicar Crossfit: esa parte de mí que había vuelto a reencontrar y que creía perdida, ese ansia por encontrar mi verdadero reflejo en el equilibrio de mis deseos, en la depuración paulatina de mis vicios y mis costumbres.

Me presenté al examen. El resultado es lo de menos (no hay milagros) pero lo que sentí haciéndolo fue revelador. Igual que atacar un power-snacht o un peso-muerto. Sabía que si ponía de mi parte lo conseguiría. Supe que, con el tiempo adecuado, aquello para mí sería posible. Y sólo por eso valió la pena haber llegado hasta allí, respondiendo preguntas que me referían ecos, que hablaban directamente a mi inconsciente, que es el corazón desde donde trabajo.

Mi capacidad de resistencia, de adaptación, había sido vulnerada. Mi resiliencia, tan alabada por muchos, mostraba ya fisuras, pequeños desgastes secundarios a la intemperie. Mi reflejo no era el mío. No lo ha sido desde hace mucho tiempo. Y sin embargo, no puedo esconder lo que soy: no paso desapercibido, para bien o para mal; trabajo desde una perspectiva, no desde otras; soy yo mismo, perdido, pero lo soy: no soy igual a nadie y hasta tengo derecho a albergar sueños y esperanzas que, a pesar de medio siglo, pueden llegar a vertebrarse con la actitud adecuada, con el sabio tamiz del tiempo que ha pasado.

No sé cuándo mi reflejo dejará de ser el de otro que no soy del todo yo. Sólo sé, ahora , que busco conscientemente el equilibrio a pesar de las adversidades cotidianas, a pesar de mí mismo, y los chicos (porque muchos son chicos jóvenes) del Brick Crossfit Santiago me ayudan sin saberlo, y esos compañeros y familiares que ven en mí más de lo que yo soy capaz de ver, y no se entrometen más de lo necesario, y esa mala hierba que, aunque agradecido, hay ya que arrancar.

Poco a poco… No tengo prisa. ¿Para ir adónde? Puede que jamás pueda colgarme de unas anillas sin desplomar mi pesado cuerpo contra el suelo, y que el desastre de mi vida personal no se reponga jamás. Pero el viaje hacia el equilibrio ha comenzado… Y no hay marcha atrás. El junco siempre será un junco. Pero fuerte, y sobre todo, siempre él mismo, reflejando su verdadero interior, guste a quien le guste, por el bien de todos, pero más por suyo propio, que es el mío.