Hace un par de semanas estaba de guardia con una de las residentes mayores. En medio del ajetreo habitual de una guardia de Cuidados Intensivos, y sobre una decisión que debíamos tomar sobre el futuro inmediato de un paciente, nos detuvimos en el medio de la unidad, entre el Control de enfermería y la cabina de medicaciones.
El enfermo de la cama 11 no tenía salida evidente; una lesión cerebral que lo dejaba en coma como efecto secundario más evidente, y una infección que no respondía a tratamiento habitual. La decisión gravitaba, como siempre, en cuánto ofrecer, cuándo esperar una respuesta y parar, cómo y cuándo. El factor tiempo es tan importante como cualquier otro; a eso aúno el bienestar del paciente y de la familia: hay decisiones que se deben tomar en consenso, sin que el peso del mismo caiga sobre personas que no están formadas para entender los procesos bioquímicos, la magia increíble que llamamos Vida, y cuya confianza han depositado en nosotros. En situaciones de limitación del esfuerzo terapéutico (llamado de forma más breve LET), cuando lo que tenemos que ofrecer de tecnológico, de avanzado, de soporte, ya no es suficiente, es necesario parar un momento (por siempre rápido) y pensar. Con el tiempo que pasamos trabajando y la experiencia que conlleva, somos capaces de percibir cuándo un paciente se aleja de la frontera de la curación, cuándo nuestros esfuerzos de soporte van a dejar de ser vanos. Para eso estaba la residente allí. Y se me dirá que está para aprender a Curar, y es cierto, pero voy más allá: está para aprender a Cuidar, que es algo mucho más amplio, arduo y difícil. Labor que hacemos en la UCI en equipo pero que, fuera de allí, recae sobre familiares cuya sorpresa y dolor desborda, en el presente tan brusco, un peso del que pocos se recuperan.
Pues bien, de pie hablando sobre el caso, me contó lo que hacía unos días le había ocurrido con la madre de una amiga de toda la vida: había tenido un traumatismo cráneo-encefálico, la operaron, mejoró durante unos días pero después entró en coma profundo al que ningún esfuerzo terapéutico pudo poner remedio. Los colegas de la UCI de ese hospital le habían ofrecido la posibilidad de hacer traqueotomía, un respirador y pasarla a la planta, con una sonda de alimentación a través del estómago y el soporte básico, del que ella debía encargarse, o bien, limitar el esfuerzo terapéutico, sedarla y con toda la comodidad posible, morir. Sobrecogida por la responsabilidad, el miedo de perder a su madre, el terror de decidir sobre algo que no manejaba bien, la llamó para pedirle consejo.
Mi residente la estudiaba a medida que oía los datos y su respuesta fue la que yo esperaba de ella: le habló de las posibilidades escasas, del trabajo que conllevaría, que el futuro sería la muerte igual sólo que más tarde y con mayor desgaste: una infección sería la encargada de hacerlo mientras que en la planta le darían, debido al mal pronóstico vital, el soporte mínimo necesario. Pero mientras se lo decía a su amiga, mi residente se oyó a sí misma, y eso le llamó mucho la atención:
– Una señora que conozco de toda la vida, la madre de mi amiga, y estaba refiriéndome a ella como si fuera alguien ajeno a mí, desconocido… Y aún así, sé que ése es su futuro… Al final mi amiga me pidió que cesase de explicarle, que se sentía desbordada y que necesitaba tiempo para meditarlo. Obviamente, claro. Y colgamos.
Durante un instante, después de un suspiro, quedó callada, mirándome. Yo la veía con serenidad, para nada asombrado de su entereza y su valentía; pocas personas capaces de salir de su zona de confort e ir al encuentro de lo que teme y vencer esos miedos como ella. Dentro de su fragilidad, esa mujer tan sensible se estaba convirtiendo en una médico capaz de vislumbrar las capas más finas de la profesión, eso que no enseñan en la facultad: la empatía, la sensibilidad ante el mal ajeno, la comunicación firme y fluida sobre lo que es mejor en un momento de decisión inmediata.
– Al colgar me dio la impresión que ella creía que yo era insensible… Y eso me preocupa.
Su comentario me sacó de la abstracción en la que estaba, recordando los momentos en que ella había luchado contra sus miedos y vencido esas batallas, instantes que me servían de lección una y otra vez; mi admiración crecía día a día frente a su aparente fragilidad: el muro de su voluntad es férreo y maleable, es una mujer recia y dulce a la vez (y bastante cabezota).
Ante su duda le planteé las cosas desde otro punto de vista.
– Veámoslo así: ¿No serás tú más sensible ante el sufrimiento de esa paciente y de esa familia al estar bien formada e informada de su estado y de lo que le espera escogiendo un camino u otro? ¿No será que, a sabiendas de lo que va a pasar, deseas ahorrarle a tu amiga un trago mucho más amargo que el de perder a su madre?
Ella se me quedó mirando. Por un instante parecía que nada importaba en el mundo que aquel intercambio de ideas. Me di cuenta que había captado mi mensaje.
– Sabes que mi padre estuvo aquí ingresado ocho meses. Meses en los que, una vez pasado el límite, todos sabíamos que seguramente no sobreviviría, todos excepto mi padre y mi madre y mi hermano. Y que tuve (y tuvimos) que dejarles el tiempo que necesitaran para poder darse cuenta de ello, para aceptarlo, para que ocurriese… No encuentro mejor ejemplo para darte. Puede haber sido insensible y suspender todo tratamiento sin explicación alguna, pero no lo hice. Al contrario, me dediqué a cuidarlo con el corazón en la boca en cada guardia, todas las tardes cuando traía a mi madre para que estuviesen juntos; la ayuda de todos vosotros, tan solícita, sólo me demostraba lo sensible que erais ante la situación de fragilidad que nos envolvía… No todos los médicos, sobre todo, son capaces de esa empatía, de esa conexión con la profundo de la Vida. No es sencillo saltar la formación recibida, los miedos heredados y pensar por nosotros mismos. Eso sólo es de valientes… La fragilidad, la empatía, la firmeza, la sensibilidad… Son cualidades privilegiadas que sólo las personas más fuertes poseen, aquellas que deben decidir, a pesar de las dudas, el mejor camino, la opción más válida, la menos traumática y dolorosa posible.
Siguió sin decirme nada, mirándome. Mi razonar inmediato, hecho de instinto y conocimiento y por eso mismo difícil de articular, podía haberla abrumado. No quería confundirla más, si no mostrarle que las cosas, las situaciones en la vida, tenían más de una lectura, dependiendo de la óptica que se tomase. En esto, que para mí es importantísimo porque la integridad del Enfermo es lo primero, y en todo lo demás.
– El enfermo de la cama 11… Limitar es lo más humano, estoy segura…
– ¿Y a la madre de tu amiga qué le desearías entonces?
Bajó los ojos cabeceando. Yo suspiré, me había entendido.
– Podemos crucificarlos, gracias a la tecnología, a una agonía más larga o podemos dejar que, gracias a esa misma tecnología y saber, dejar de interferir en el ritmo natural de las cosas aportando el máximo cuidado y el mayor cariño.
En ese momento nos llamaron precisamente por el enfermo de la cama 11. Le dije que fuera a atenderlo mientras yo iba a hablar con la familia. Pero me detuvo.
– Por favor, ¿podrías ir tú junto al enfermo? Me gustaría hablar yo con la familia, si no te parece mal…
Cabeceé con la cabeza. ¡Qué me iba a parecer mal!
Al cabo de unos 10 minutos traía una expresión de alivio. Esa mujer había salido fortalecida del mar de sus dudas una vez más. Una vez más su fragilidad la hizo más fuerte.
Y comenzamos la limitación del esfuerzo terapéutico de la cama 11 y su sedación y analgesia profunda. La enfermera encargada del enfermo, una veterana de batallas incontables, accedió gustosa. Nada nos define mejor que servir. Y servir bien.
Eso es verdadera sensibilidad.