Joël Dicker es el fenómeno literario de ventas (tras J.K. Rowling) y de crítica de estos últimos años (en esto se distancia de la autora maravillosa de Harry Potter.) Joven, guapo, con un talento particular para enhebrar enrevesadas tramas a las que, en general, le sobran muchas páginas, pero que son atractivas y, también en general, muy bien escritas en ese lenguaje directo, sencillo (que no simple) y de lectura fácil, vibrante, que me recuerda a los best-sellers que leía de chaval en la década de los 80 (entre los doce y los dieciocho años) de Jeffrey Archer o Sidney Sheldon, para mencionar dos autores con los que le encuentro muchas referencias aunque con ciertas excepciones brillantes a favor del escritor suizo.
El libro de los Baltimore no es la segunda parte del (para mí) sobrestimado La verdad sobre el caso Harry Quebert. No es necesario leerse este último para disfrutar el relato de los Baltimore ni de lejos, cosa que se agradece. Aunque tienen un nexo común: su protagonista. Marcus Goldman, quizá el mejor personaje protagónico escrito en mucho tiempo, lleno de matices de una gran simplicidad, carismático, metomentodo, más sincero o, mejor, más honrado que la mayoría de los personajes que pueblan sus dos novelas, dueño de esa sabiduría mediúmnica que poseen los escritores (y por extensión, que también posee Joël Dicker), capaz de aprehender realidades escondidas al ojo más avizor, sentimientos ocultos, pulsiones reprimidas y verdades escondidas sin siquiera saberlo y, aún más importante que todo, sin un ápice de prejuicio sobre las tramas de las vidas retratadas en ese océano de tinta y papel que es cada novela.
Dicho esto, El libro de los Baltimore es la historia familiar de Marcus Goldman, rescatando a ese torpe pero encantador escritor de éxito que se mete en líos casi sin querer, atraído por las circunstancias, por las historias que escribe en su mente antes que en el ordenador, y que terminan por transformarlo profundamente.
En La verdad sobre el caso Harry Quebert, demasiado largo, con demasiados giros argumentales innecesarios (hemos resuelto el misterio a mitad de lectura y los constantes vaivenes de la historia, magníficamente trazados eso sí, sólo alimentan la impaciencia y la irritación de un lector más avezado de lo normal), Marcus sufría una transmutación moral que lo convirtieron de seguro en mejor persona, más honda y profunda dentro de su aparente superficialidad. El libro de los Baltimore arranca precisamente en las etapas finales de ese cambio, esa necesidad de buscar las raíces de nosotros mismos, de intentar despejar las nubes con que la memoria nubla los recuerdos, y como todo proceso interior, la imagen del viaje físico, de Nueva York a Miami, se impone como metáfora vital de gran importancia.
El libro de los Baltimore es una exploración (y, por ende, una exposición) de los secretos más escondidos de su familia y de sí mismo, un buceo profundo sin oxígeno entre los meandros de un pasado casi perfecto, casi feliz; un despojo de cada una de sus capas vitales, un viaje hacia el centro de sí mismo y de aquellos que le rodean. Es aquí donde veo el destello de Joël Dicker como escritor en mayúsculas, no sólo de libros que se vendan como rosquillas escritos sólo para entretener. Hay muchas reflexiones profundas, muchas denuncias sociales, una labor de búsqueda interior que esconde tras un lenguaje sencillo; tramas quizá manidas, algún tratamiento un tanto simple de las relaciones humanas (mejor que simple, demasiado típico) quizá necesario para que el libro no pese, no sea demasiado europeo (signifique esto lo que signifique), y que se venda. Ya no hay lectores que deseen introducirse en la psique humana, en la filosofía inherente a cada acción y a la reacción desencadenada; esas preguntas eternas para las que el hombre no tiene respuestas; ese nihilismo a veces, y esa necesidad por creer otras, que caracterizan a la literatura que más me atrae; que investiga en el interior de los sentimientos humanos y explica sin juzgar los comportamientos más variados, las situaciones más abstrusas y también la sencillez vital que se desliza casi sin darse cuenta entre el nacimiento y la muerte.
No me gustó La verdad sobre el caso Harry Quebert, lo reconozco: le sobran quinientas páginas y la falta profundidad, pero tiene ese brillo, ese don, esa posibilidad magnifica en la que veo, si se lanza, al escritor profundo que es Joël Dicker; con sus influencias norteamericanas, su referencia nada velada a Steinbeck (cuyo ambiente, cuyas relaciones familiares casi patológicas homenajea) y a otros grandes de la literatura norteamericana; que yo prefiera a Scott Fitzgerald no le quita mérito alguno al autor, faltaría más. Pero algo me dice que, en secreto, es uno de los espejos en los que le gusta mirarse.Y espero que algún día nos sorprenda con obras de verdadero calado literario, de esas que ya no están de moda, pero que dejan huella y que son, a la postre, el mejor logro que un escritor puede hacer por conseguir la inmortalidad.
Como a Henry James, a Joël Dicker se le ven los mimbres. A lo Henry James, lleva sus tramas con mano firme y no parece permitirse, en los innumerables giros de la historia, perder ni una palabra, ni una coma o un punto y aparte. Su tendencia a viajar entre le pasado y el presente (que yo también empleo) me fascina; prefiere avisar al lector antes que sorprenderlo, algo que le debemos a la literatura simple que está en boga en estos momentos, pero no le resta méritos a esa habilidad casi prusiana que caracteriza su escritura. Pero como se le ven los mimbres, su habilidad para enganchar al lector está en crear personajes atractivos, atrayentes, simpáticos, torpes y encantadores. Marcus Goldman es un trozo de oro. Y en mantener el interés con suspenses llenos de trampas, como muñecas rusas que parecen no tener fin.
El relato está escrito en primera persona, así que debería tratarse del retrato de una voz. Pero Joël Dicker juega una partida más enrevesada. Consigue que Marcus Goldman describa lo que ocurre, juzgue a lo que le rodea desde su propio punto de vista, meta la pata, purgue sus culpas y emerja al final del relato libre de heridas, lleno de experiencias y en proceso de curación moral. Pero el escritor nos hace trampa: una historia tan extensa necesita a la fuerza de un narrador omnisciente, que sepa lo que ocurre y lo muestre de forma casi aséptica. En la literatura profunda, un relato en primera persona jamás puede salirse de la experiencia del narrador: es imposible que consiga despegarse de sus pensamientos, sus juicios y su conocimiento limitado de lo que le rodea; como nos pasa a todos, nuestra experiencia vital es fruto de lo que vemos, lo que oímos y lo que creemos entender. En El libro de los Baltimore se toma la libertad, como ya hiciera en Quebert, de saltarse esa regla de oro en aras de la evolución de un relato que se transforma así en una novela ágil en la que los lectores conocemos el juego de todos los personajes mejor que el propio protagonista, en vez de lo que sería un largo soliloquio que Marcus Goldman debería enhebrar al escribir un libro de memorias en las que él participa como autor y como testigo principal.
Hay escenas demasiado comunes, pero maravillosamente descritas; Marcus es el personaje al que seguimos, su evolución completa, el reconocimiento de su verdadera valía en medio de las cenizas de un drama que le persigue como una obsesión, y su lucha por alcanzar la calma y quizá el amor en los brazos de una Alexandra delicada, herida, pero firme y única. Hay un mar de personajes con sus entramados profundos y trillados en El libro de los Baltimore; todos imperfectos, alcanzan su redención a medida que renuncian a ser ellos mismos (hay tantos puntos en común, en su redacción, con Quebert…), pero, como en toda historia de amor, lo que al final importa es que hay un chico, una chica y un perro. Y errores que enmendar y preguntas a las que hallar respuesta.
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