El baile de las lagartijas, primera y ya premiada novela de David de Juan Marcos, es un relato congruente, límpido, abundante, llevado con mano firme por este joven poeta que ama el lenguaje y que se frena, se frena mucho, para que su vena lírica no empañe demasiado un relato que pretende seco, directo y poco amable.
David de Juan se introduce en el Realismo Mágico con una historia castellana cuyo imaginario bebe más de Delibes que de García Márquez, por proponer comparaciones que este autor potente ni merece ni necesita. Su lirismo, tallado en piedra y en tierra seca, está exento de barroquismo (como por ejemplo el mío, que embadurna con palabras sobrantes todo lo que toca) pero no de profundidad, y la riqueza de su lenguaje melódico (que no melodioso) está escondido en las acciones, se despliega en las descripciones y se encierra en las intenciones de sus personajes, de los que, por lo demás, no nos guarda ninguna sorpresa pero que nos sorprenden por variados, multicolores, todos dependientes en su aparente diversidad, y que despliegan, con un oficio encomiable y nada sencillo, muchos aspectos escondidos del alma humana, los más tiernos a veces pero desde luego los más terrenales al completo, diseccionados con un escalpelo afilado y casi aséptico y que nos sirven de espejo, demasiado verídico como la pintura realista, y de moraleja.
El baile de las lagartijas es una novela múltiple, pues está llena de tantas historias como personajes. No hay ninguno del que sobren trazos, y goza de esa clarividente capacidad de reflejar lo real sin desnudarlo de lo bello, a pesar de que la magia de su relato se deshace en ese realismo reseco como al tierra en la que se desarrolla la historia: no nos podemos imaginar estos personajes, esta forma de vida (que sin embargo es idéntica en todos los pueblos del mundo, pero idéntica sin dobleces, de ahí lo universal que esconde este relato), fuera de la meseta castellana donde se lleva a cabo. Por eso empleo como símil a Miguel Delibes más que a García Marquez, del que sin embargo es deudor el autor en muchas cosas y de ninguna en particular.
Este concepto de lo castellano es más importante de lo que se puede percibir. Así como cada nueva lectura sacará de su escondite muchas facetas que se han pasado por alto (sí, esta historia tiene un poco de muñeca rusa), si hay algo que está por encima de todo es el pueblo, la ubicación geográfica, que aliena caracteres, que subyuga sueños y deshace futuros con ese ánimo recio que solemos apelar e identificar con Castilla. Nada lo diferencia del llano venezolano de Rómulo Gallegos, ni de la selvática rudeza de García Márquez o Isabel Allende, pero lo limita todo. Tanto así lo define, que desde el principio al fin sabemos y sentimos que El baile de las lagartijas nos dejará un sabor agridulce, una tierna sonrisa debajo de un volcán de desazón. Y es aquí donde yo veo que el Realismo Mágico de David de Juan se aleja diametralmente de sus egregios antecesores. El lirismo y la llaneza son los mismos; pero la exuberancia, la belleza y el romanticismo de aquellos relatos no se encuentran en sus páginas, porque el paisaje, la rudeza, la amarga tristeza que destila El baile de las lagartijas se lo impide.
Y es aquí en donde yo encuentro el corazón del relato: es una historia nostálgica y triste. Nostalgia de lo que tuvimos y perdimos, de lo que aspiramos tener y nunca alcanzamos y de lo que nos impide soñar y aún así nos compele a ello. Y tristeza palpable, segura, real. Y tan real, que su lirismo sólo nos produce dolor, porque no se esconde, no se ofrece con suavidad; todo lo contrario: como Velázquez o Ribera o Goya, nada hay en El baile de las lagartijas que nos disfrace la realidad interior de cada uno de sus personajes; no hay simbolismos ni juego de metáforas. Con cartesiana disciplina David de Juan dibuja, disecciona y nos retrata personajes que somos nosotros mismos sin adornos y casi sin querencias; con impecable justicia da carne a cada uno de los personajes que pueblan su historia y los arroja a vivir sus propias vidas, sus únicos destinos, sin darles un ápice de respiro, sin dejarles pensar a veces, apabullados por ese instinto natural y por ese sino inexorable e irracional que llamamos Vida.
No: David de Juan no es el nuevo García Márquez, no es el nuevo Isabel Allende. Es demasiado joven para ello, pero sobre todo es demasiado él mismo para ser alguien más, gracias a Dios. Pero no lo es más que todo, o por sobre todo, porque es español: su lirismo es seco y directo, es profundo y desnudo, es rítmico pero no melodioso; es europeo y no americano; es cartesiano y newtoniano, no cuántico; triste y nostálgico mas no melancólico, y es castellano.
Y prometedor.