Últimamente me fijo en muchas cosas. Pequeñeces, lo admito. Puede que siempre hayan estado allí y que no les prestase la atención debida. Pueden ser cosas mías. No lo sé.
Desde hace un tiempo te vengo observando de cerca. Sin llegar a obsesionarme, noto que tus costumbres han cambiado. Esa forma de vida en la que nos enrolamos sin notarlo, esa sucesión de actos mínimos que terminan asegurándonos una estabilidad única, esa tranquilidad de una conciencia que no tiene que pensar para poder seguir con vida. Has cambiado de corte de pelo, que te rejuvenece mucho; llevas la ropa más ajustada por el gimnasio al que has vuelto hace poco, seguro; y sonríes de esa manera tan tuya, sonora y vibrante, que ya no recordaba.
Llevas colonia. Un olor que te va. Te recorre la piel y se adhiere a todo lo que tocas. Menos a mí.
Te levantas más temprano. Sales a correr o a comprar cruasanes; traes el periódico ya medio leído y apenas tienes tiempo de sentarte a comer conmigo. Y no es que haya cambiado tanto mi rutina, creo, pero me descoloca no saber de ti, cuando antes lo sabía todo y nos sentábamos a charlar, entre el amor y el aburrimiento a veces, horas enteras, y lo más tonto quedaba al descubierto, y lo más importante transformado en besos y caricias.
Hace tiempo que no me besas. Que no me besas. Yo todavía te beso. Me acerco y froto mi nariz contra la tuya, busco tus labios y jugueteo con ellos brevemente, para no molestarte. Porque siento que te molestan mis besos como mi peso en la cama. Recuerdo que hace dos día insinuaste que estaba un poco fondón y de aquél que hacía vibrar las cuerdas de tu corazón, ni la sombra quedaba.
Últimamente eres un poco cruel. Y nunca lo has sido. Y no es que lo seas a propósito, porque una herida a conciencia es como un escalpelo: rápida, certera, sangrante. Y sin embargo esos comentarios dichos al azar, o como si no importasen, quedan resonando en el ambiente como una nota falsa, y mi memoria rencorosa los conserva con una maniática precisión.
Desde hace un tiempo no me abrazas cuando nos quedamos dormidos; hace ya unos meses que ni siquiera nos amamos en el lecho.
No te lo he dicho, pero hablas en sueños. No es nada nuevo, pero los susurros de antaño ahora cobran sílabas y conjugan verbos en los que no participo, y pronuncian nombres que no son los míos.
Te arreglas demasiado. Una coquetería que no era tuya parece haber surgido de alguna parte y se ha apoderado de ti. Y ocurre que tu belleza brilla ahora más que nunca, incluso si la comparo con los tiempos en los que conocernos y amarnos consumía nuestros días y nuestros planes. Te lo he dicho pero me contestas con evasivas. Procuro no empeñarme, pero siempre que lo intento sonríes como antaño para hacerme la corte y me dejas embobado con el brillo de esos ojos, con la luz de una risa que aún me enloquece y te marchas dejándome solo, en una casa cada vez más vacía, llena del eco de la puerta cerrada.
Últimamente me fijo en esas cosas pequeñitas, en una caricia que se queda a medio camino, en un ademán, un mohín indiscreto. Sales, entras, vuelves a salir. Me quedo mirándote y tú no me ves. Ya no cuento para ti, o no como solía hacerlo. Me has llamado exagerado, dramático, niño mimado y qué voy a saber. Y puede que tengas razón.
Pero últimamente me quedo mirándome al espejo. Intento reconocerme en ese reflejo; trato de encontrar aquel que era en éste que soy, y me asusta no verme en él. Aquél que era no tenía miedo del futuro, no se imaginaba una pérdida, un abandono. Aquél que era se creía invencible, inabarcable y completo por tenerte cerca, por saber que un amor como el tuyo le daba alas, le regalaba un sentido y una misión de vida. Ahora no.
Dicen que el amor cambia. Imperceptiblemente, injustificadamente. Se disfraza de eterno, pero nada es inmutable, todo evoluciona según la ley de las cosas. En el espejo está una persona que no se recuerda así; en el reflejo hay años vividos, hay recuerdos acumulados en un magma de pasado, sin un presente claro, sin ningún futuro en realidad. Dicen que el amor se torna en cariño, en costumbre tal vez, en mera compañía… Sí, en todo eso, todo eso que no recibo de ti.
Intento decirme que no tengo motivos concretos, que sólo son observaciones aisladas, conjeturas sin fundamento. Pero son muchas sumas las que se adicionan y siento que estás tomando un rumbo en el que no quieres que te acompañe, en el que me he transformado en fardo, en lastre, en una pareja fondona que no puede habituarse al ritmo de una vida nueva que está brotando a tu alrededor.
Últimamente te siento distante. Últimamente me siento solo. Me dices que sí, me dices que no. Caes en contradicciones airosas, en silencios graves. Y te escurres cuanto puedes y me abandonas todos los días un poco más.
Y me pregunto si tengo miedo de perderte, si pienso que puedo seguir con esta vida suspendida, si concibo una mañana en la que ya no estés junto a mí. No lo sé… Sólo sé que mis ojos se llenan de lágrimas de un tiempo a esta parte, cuando sales de una habitación, cuando te vas a hacer deporte, cuando dices que tienes trabajo atrasado y te encierras en el estudio tras puertas de cristal.
No sé si soy lo bastante fuerte. Ignoro si podré enfrentar tu adiós.
Me siento solo y herido. Me siento frustrado y cansado. Te extraño y te desdigo. Y en la soledad de la noche no puedo engañarme más y me digo que ya no me quieres, que el amor se perdió en las conveniencias del día a día, en los recovecos de la normalidad, el aburrimiento y el azar.
Tengo miedo de oírte decir que me dejas, que nuestra historia de amor se acabó.
Últimamente, en medio de esas pequeñas cositas que son la vida, me lo vas diciendo y yo lo voy notando. Y aunque intente cerrar los ojos, mi piel no me miente, mis sentidos no me engañan: tú ya no estás aquí… Y aunque siempre hay una esperanza, esa oportunidad tiene un nombre nuevo y una nueva aventura para tu corazón.
Últimamente te quiero más que siempre… Quizá porque ya no te tengo. O porque no quiero que te vayas. O porque me siento solo sin ti. O porque no deseo que nada cambie… O quizá porque nunca he dejado, día a día, de enamorarme de ti.