Ambos están sentados. Intentan desayunar. El hotel está lleno pero a esa hora, quizá un poco temprana, los turistas empiezan a desperezar y apenas molestan.
Ellos podrían serlo, unos turistas en una ciudad desconocida, por la que caminar cogidos de la mano mientras observan las maravillas del mundo reflejadas en sus miradas, en las sonrisas veladas y en las palabras no dichas que el entendimiento rápidamente comprende. Ellos podrían serlo, pero ya lo fueron, y estaban allí para intentar recordar lo que una vez les unió.
Y no es que se digan mucho: habían llegado a ese punto en el que el silencio es la salida más decorosa y la más fácil también. Apenas si han reñido alguna vez; creo que no recuerdan si quiera la última vez que uno molestó al otro. Si buscan en su memoria en común puede que consigan un par de rencillas por tonterías, que escondían detrás quizá algo más que fruslerías, y poco más. ¿Cuándo dejaron incluso de hablarse? No lo recuerdan. El tiempo con sus olas pequeñas termina por empaparlo todo y lo malo se diluye en lo bueno y lo bueno en lo que no se repite jamás. Como ese viaje que hicieron de mala gana, es decir con pocas esperanzas, para recuperar algo que ni muerto estaba, pues su amor (aquel amor) se había transformado en algo indescifrable y mudo, como sus rutinas diarias, que de tan afianzadas ya se sabían de memoria.
Uno recuerda los cortos paseos que daban al comienzo de aquel amor que les consumió las energías: el nudo en la boca, un embrollo hecho de abrazos, la desesperación por no encontrar el botón perdido, el resto de tela que salvaba la desnudez. El otro, mientras tanto, mordisquea una tostada con poca gana, aunque podría tragársela entera de un solo bocado, como aquella boca sabrosa, con aquel sabor a menta y a café recién hecho, envuelto en el olor suave de todo el día, recién duchado y libre la piel de prejuicios y pesadillas…
Recuerdan sin querer la penumbra de los cuerpos, el lento planear uno sobre el otro hasta alcanzar una calma común, un disfrute pronto olvidado. Uno recuerda cómo sonreían los ojos oscuros al verle atravesar el umbral con un ramo de flores en la mano, revueltas como su pelo, lleno de rocío nocturno. El otro ronronea canciones que murmuraba cerquita del oído, cuando los amantes se despliegan en abrazos a medio terminar, y el sueño del cansancio rompe el velo de una fantasía que se transforma en pasado.
Ya no habrá más mimos al amanecer, cuando el despertador sonaba y había que levantarse despacio con el calor de una compañía tatuado a la piel; ya no habrá comidas en el parque, sentados sobre la hierba fresca, rodeados de manzanilla y lavanda, oyendo corretear a los niños entre los murmullos de un abrazo y las palabras no dichas de una dicha común.
Mucho aprendieron de ambos. Mucho supieron de cada uno. Tanto, que se aburrieron quizá, o perdieron el interés en amarse, tan sólida es la felicidad que acaba consumiéndose lentamente, siendo aún montículo cuando no es ya edificio, sentimiento o intención. Y sin embargo…
Uno mira hacia el jardín despierto, mojado por el otoño, alfombrado por hojas secas que dan paso a una estación más severa y recia. Juguetea con la taza y la cucharilla, como una vez jugueteaba con los dedos que sujetan una tostada con aceite y revuelven distraídos un café que ya está frío. El otro suspira, perdida la mirada en aquellos árboles que se desnudan lentamente al paso del tiempo. Y recuerda cómo perdía una a una sus ropas, cómo yacían revueltas en una confusión de telas e intenciones con las del otro, y se enredaban piernas y torsos y manos y bocas y cabellos en un berenjenal de roces y de saliva, cayendo cada capa de vergüenza, cada centímetro de desazón entre el abrazo del amante y del querido, del deseado y el encontrado…
Poco a poco el comedor acristalado se va llenando de gente. Gente extraña, como ellos. No, no como ellos. Ellos se conocen demasiado bien, y quizá por eso se calmaron las caricias lascivas y cesaron las preocupaciones y los celos, los latidos y el amor. Ellos se tienen cariño, un cariño que no es filial ni deja de serlo, como se quiere a un perrillo, a alguna tía anciana perdida en la lejanía de la sangre y el tiempo… Ellos aprendieron a amarse y a callarse, a ganar y a perder, a desgastarse y hoy, finalmente, a aceptarse. Ya no habrá más mañanas recubiertas de piel y de deseos, ni más bienvenidas al atardecer con el arrullo de una canción, ni más flores con las que adornar un salón que era de los dos.
Los vídeos de Vodpod ya no están disponibles.