Alberto Urbaneja: un amor que dure/ Alberto Urbaneja: a love that will last.

El día a día/ The days we're living, Música/ Music

Conocí a Alberto Urbaneja literalmente de oído: hablando con él por teléfono. Recuerdo esa noche de invierno y esa voz serena y plena, joven y alegre. Y mi reacción. Que fue quedarme mudo. Menuda forma de empezar una amistad.

Fue fácil imaginármelo a través de ese timbre masculino y grave, y sonriente y agradable, que emergía de la línea telefónica. Lo imaginé alto, sensual, cercanamente distante. Me quedé corto. Al verlo en persona me di cuenta: es mucho más.

Ciertamente es alto, de anchas espaldas y pecho abierto, amplio como la noche. Tierno como un corazón; firme como una columna, recta y sin dobleces. Dueño de unos ojos enormes enmarcados por unas pestañas tupidas y unas cejas cinceladas, su belleza sólo rivaliza con su corazón y su corazón tiene en su sonrisa el más bello de los balcones. La sonrisa de Alberto Urbaneja transporta, y nace tímida para deslumbrar finalmente. Cuando ríe, enamora, y enamora con la ternura de un cachorro y con el brío de un hombre que sabe al fin lo que quiere.

Conocerle y sentir inmediatamente una corriente de simpatía (sí, que fue más allá de belleza tan evidente) fue todo uno: tanto, que tropezamos mutuamente. Ese saludo se ha convertido, sin querer, en una forma más de expresar el cariño que nos tenemos, porque ocurre cada vez que nos vemos. Alberto Urbaneja siembra ese cariño en el alma, y ese cariño crece con un vigor casi asombroso. Estar a su lado unas horas bastó para que me conquistara totalmente.

Es un hombre al que se quiere proteger, porque camina con delicadeza sobre campos minados con la seguridad de un inconsciente, aunque sepa perfectamente adónde quiere ir. Esa seguridad tambaleante anima al abrazo, a la caricia, a la sonrisa perenne. Me es difícil no sonreír cuando estoy a su lado, porque su vitalidad es contagiosa, pegadiza y única.

Alberto Urbaneja es todo corazón. Tiene alma de madre y constancia de centauro. Es vital, arrollador, impetuoso, dramático y responsable. Es dueño de todas esas cualidades que siempre he deseado tener y de las cuales carezco, y en él veo tantos sueños imposibles para mí, que sólo me preocupa que consiga los suyos con el peaje más nimio posible y el mayor goce.

Alberto Urbaneja tiene un amor que lo envuelve y lo anima; un amor que lo transforma, lo vuelve impetuoso, apasionado, frágil e inusualmente inseguro, como nos ocurre a todos cuando nos enciende el amor. Él ama y es amado, y ese milagro que ocurre tan pocas veces en una vida, en su vida es fuente de energía y de presente, y regala tanta vida, que lo transmite en su mirada, en sus manos de dedos largos y finos y, claro está, en esa sonrisa de alma. Él lo merece todo, todo lo que se resuma en un amor que dure una vida, y ese amor, ese fuego abrasador que lo ha transformado por completo, vive con él, respira con él, duerme con él y sueña con él anhelos similares, deseos similares y temores similares, llenos de la inestabilidad de la vida que se vive.

Y Alberto Urbaneja está de cumpleaños en estos días. Y aunque sé que, cuando amamos, queremos rodear a ese amor de toda belleza material, de toda muestra de perfección y durabilidad, nuestro mundo es de frágil cristal y lo mundano pasa y se va, excepto el amor, el verdadero amor que dura por siempre. Y él tiene ese amor entre las manos, entre los labios, entre pecho y espalda, entre el día y la noche; y ese amor lo inflama, lo inspira, lo arriesga, lo protege y lo desnuda lleno de sonrisas, de sueños, y de belleza, y lo hace el más rico de los hombres. Porque nada hay más bello y eterno que un amor que dure; nada más preciado que el verdadero amor. Y Alberto Urbaneja es dueño de su destino, porque es dueño del amor verdadero que lo espera al caer la noche, que lo arrulla por las mañanas y que lo inspira día a día para vivir, entre angustias y sonrisas, una vida plena y única, una vida que dure por siempre. Como su sonrisa.

Feliz Cumpleaños, Alberto.

Cuando te encuentre/ When I’ll Find You.

El día a día/ The days we're living, El mar interior/ The sea inside

a IA.

When I Fall in Love, Renee Olstead with Chris Botti.

¡Qué pereza abrir los ojos! Me estiro largamente en la cama, sintiendo cada movimiento algo pesado, como cuando arrastramos nuestro cuerpo sobre arena húmeda. Y qué bien se está con los ojos cerrados, qué dulce flojera a pesar de la mañana que apremia por la ventana, tibia y brillante.

Siento tu espalda apoyada sobre la mía, hierática y firme como el más intrincado de los sueños. Sueño como el que acabo de tener y no quería abandonar, en la que tus besos sabían a sal y el agua todo lo cubría, hasta nuestras cabezas y nuestros brazos, que se multiplicaban no sabía cómo, y nuestras piernas, que se deshacían una y otra vez de esos lazos que duraban universos…

¡Qué pereza! Abandonar ese mundo de locura pasajera y lejana, en la que ambos nos encontrábamos siempre como la primera vez, pero más sabidos y menos torpes, con las caricias justas, las ansias repartidas y las risas y los enojos escondidos y la luz y la oscuridad de una cama de agua, de una orilla de plumas y sal.

Y te quería en ese sueño que no quería dejar atrás. Y tú me amabas caliente, sabroso y desnudo, sin más artificios que las ganas; la pericia de los días idos y la luz tibia del sol enredado entre la espuma y el amor, el amor líquido que fluía del silencio, de la loca entrega, del olvido. Y yo te quería entero, suicida, olvidado… Porque en el sueño, donde la vida es, enamorarme de ti era destino y decisión. Sabía de ti, sabía de mí y no me importaba, no nos importaba nada…

Fluía por ti, dentro de ti, fuera de ti, y todo estaba en su sitio: tu fuerza; la mía; dos olas que chocaban para entenderse, dos orillas que lamían una libertad inmaterial y tan quebradiza… Y todo volvía a empezar, como una marea que nos desbordaba, como la luna que anoche caía en un mundo estrellado repleto de fría luz, y esa luz reflejaba la escarcha de tu sudor y la intención de mis ojos, que no leíste, que no te interesaba a pesar de lo que nos dijimos, a pesar de lo que te entregaba…

Me dije a mí mismo que nunca, nunca me enamoraría de ti. Que nunca caería en esas redes líquidas ondulantes al viento, y ya ves… En un mundo como el nuestro, en el que nada dura; el amor, lo más frágil de todo, parece nacer de repente en el mayor de los desiertos, y crece enloquecido y se marchita en un segundo, apagándose como la noche al llegar el día, como los sueños al despertar.

¡Y qué pereza abrir los ojos! Abrir los ojos y romper el hechizo que aún mantiene tu espalda interrogante sobre la mía, y que sostiene el calor de nuestras pieles y el arrullo de nuestros movimientos… Arena movediza, agujetas escondidas, deseos ocupados ya en otros deseos, y un dolor sordo que crece en la ventana iluminada por el sol… Porque tu amor fugaz morirá con la llegada de la mañana, cuando te levantes y te duches y limpies de tu piel el último rastro de mi olor, y me sonrías desde la lejanía de lo olvidado y cabecees y te vistas, dejándote algo perdido en alguna parte, y cierres la puerta sin estrépito y sin despedirte. Mientras yo estaré estirado en la cama, arrugada y aún tibia, recordando tu olor cálido, tu sabor amargo y tus ojos ávidos, y las manos apremiantes y el deseo abandonado ya, como mi corazón…

Pero eso será cuando abra los ojos, cuando la luz llegue a través de las cortinas abiertas, y los músculos se llenen de una energía callada, y el mundo comience a girar lejos de mí. Mientras tanto, y a pesar de todo lo que nos separa, intentaré que ese momento no llegue nunca, y disfrutaré de mi laxitud sobre tu espalda, de mi amor sobre tu cuerpo y me dejaré llevar, hiriendo a mi corazón, porque tú aún estarás aquí.