La primera vez no sabemos qué hacer. Se nos revuelve el estómago y en las ideas nos llueve un tornado insuperable.
Pensamos que merecemos cada mimo que nos dan y que nunca es suficiente. Que el amor es un juego cuyas reglas manejamos bien y que no hay escondrijo que no sepamos ya. De repente, cuando nos llega el amor por vez primera todo parece sencillo y nos abandonamos (porque nos dejamos llevar por ese sentimiento que es como la Naturaleza, revoltosa y eterna) a ese dejarse hacer por el Otro, a ese abandono que es en sí mismo una querencia y una esperanza quebradiza.
Hasta que todo se acaba. Llega el día en que no amamos más, o nos dejan de querer, y el lío que nace en el corazón nos destroza las entrañas y nos hace temerosos y nos llega tan adentro, que parte el alma por la mitad, congelándola y dejándola a escondidas de cualquier otra oportunidad, de un nuevo futuro.
No hay futuro en el amor porque, la primera vez, todo es diferente. Y no pensamos y sólo nos llevamos por las tretas del corazón. Y porque no es quien creemos ser, ni el Otro ni nosotros.
¿Qué nos hace ser lo que somos? No lo sé. Sólo sé que haberte encontrado en esta segunda vez ha sido un milagro que deseo dure toda la vida.
Nada me parece más puro que tus ojos acuosos, nada me atrae tanto que la tranquilidad del lecho y el suspiro de tu pecho cuando susurras mi nombre.
Todo es tan distinto la segunda vez. Derribadas las barreras, con ambos pies firmes en el suelo, cada anhelo es sensato, cada espera tiene un razón de ser que se encuentra dentro de nosotros y no en el Otro que nos acompaña.
Eso Otro que eres tú.
La segunda vez llegamos al Hogar. La ilusión es real, grabada a fuego en los anhelos de un corazón que comienza a quererse a sí mismo, a conocerse.
Y la alegría es pura como el cristal y callada y parlanchina la segunda vez que nos enamoramos.
Y la búsqueda se enlentece, como las caricias y se llena de razones sin peticiones y de generosidad sin olvidos. Nada parece fácil y todo es sencillo la segunda vez que nos enamoramos.
Y la dicha brilla sin cegar y la brisa de la esperanza agita nuestro pensamiento con gusto sabido y gozado.
Desde que te encontré supe que eras para mí. Sin disfraces, sin mentiras. Sin deseos tontos y sin chiquillerías.
La segunda, mejor que la primera vez, que el amor llama a mi puerta y eres tú, y nadie más, quien ocupa ese lugar.
El lugar del amor perfecto y que dura por siempre.