Cama 14. Mujer, 43 años. Lleva desde la adolescencia enferma. Artritis Reumatoide, dificultad respiratoria secundaria a bocio inoperable, en silla de ruedas desde los 30, tromboembolismo pulmonar, insuficiencia renal crónica en diálisis…
Cuando me acerqué a la cama 14 allí estaba ella. Los ojos entrecerrados, una expresión de cansancio en el rostro pintado con un cierta tonalidad verdosa. Tenía ese aire desvalido de los pajarillos, delgadita, como escondida en medio de aquella cama que le quedaba enorme. El oxígeno en la nariz, la mascarilla por la noche; y la máquina de diálisis continua susurrando a un lado.
Cuando comencé a estudiar sus constantes y su evolución, la enfermera se acercó porque ella quería algo. Estaba con dieta oral triturada, incapaz de tragar con facilidad cosa alguna. Mientras revisaba sus cosas levanté la mirada. Las vi cuchichear. Acostumbro saludar a los pacientes que están en la UCI dormidos o no e intubados; por descontado, con aquellos que están despiertos y se pueden comunicar, me enrollo un rato y siempre que paso a verlos. Sé que les gusta hablar con el médico, preguntar qué tal van con expresión entre miedosa y esperanzada, y a mí me gusta sonreírles porque me inspiran cariño y hasta me permito bromear un poco con la situación de cada uno, aparte de explicarles los progresos de su mal. Pero esta vez, cuando iba a decirle algunas palabras a la paciente de la cama 14, algo me detuvo.
La enfermera me indicó que me apartase un poco. Así lo hice. Es una gran profesional, que toma su trabajo muy en serio; es decir, que se ríe a menudo. Como yo. Pero deseaba comentarme algo que no quería que la enferma oyese.
– ¿Puede beber Coca-Cola?
La miré extrañado.
– Dice que es el único vicio que tiene y estando aquí…
Entendí.
– Faltaría más.
Me miró incrédula.
– ¿Sí?
– Sí. La que quiera. Y si hace falta, se la busco yo de la máquina expendedora.
La enfermera sonrió y rápidamente movió los brazos.
– De eso nada, que ya llamo a Cocina. Debe haber en la Casa.
Y la vi correr hacia el teléfono.
Pronto volvió a comentárselo a la enferma. La paciente sonrió discretamente, pero lo bastante para iluminar aquel rostro verdoso, enfermo y cansado.
Es la primera vez que algo así me pasa. No me acerqué a hablar con ella en toda la guardia. No sentí ese impulso. Y ella tampoco lo echó en falta. Hablaba con voz baja pero dulce, suavemente reflexiva. Durante esas horas me dediqué a observarla y a revisar su historia clínica. Un cúmulo de problemas médicos. Enferma desde tan joven, llena de incomodidades físicas, de problemas sobreañadidos a los del día a día; dueña de una voluntad de hierro, arropada por unos padres entregados. Tras dos carreras universitarias, no pudo ejercer ninguna porque su invalidez le impedía desplazarse, y las dificultades mecánicas de sus articulaciones eran un estorbo añadido. Pronto sus riñones dejaron de funcionar, y comenzó ese lento y penoso peregrinar por Diálisis. Y aquella sonrisa en el rostro, y aquel pesado fardo de sueños no realizados que se veía en su mirada cansada. Eso fue lo que me detuvo. Aquella mirada de ojos entornados, esa sonrisa a medio camino entre la mueca y la entrega, y ese impulso no dicho de estar harta de batas blancas, promesas incumplidas y vanas esperanzas.
Una mujer joven aún sin esperanza alguna sabía que las esperanzas tienen fecha de caducidad y se entregaba a aquella certidumbre con una extraña serenidad. Una mujer inmóvil que soñaría un día con bailar toda una noche de la mano de una persona que hiciese magia y la llevase hasta el fin del mundo; los placeres del cuerpo lejos del dolor; las sonrisas veladas de los primeros cosquilleos del amor; la complicidad de los amigos; los planes interminables que siempre tienen un final; quizá tener un hijo; quizá echarse en la arena de la playa y sentir el sol en la piel; ganarse la vida; salir a tomar un café; dormir de un tirón o amar de un tirón y descansar después, entre la niebla del cansancio y del sudor… Una mujer que era una chica, una chica que sabía demasiado bien que no era igual que las demás, que nunca lo había sido, y no lo sería jamás. Y que sólo deseaba beber Coca-Cola…
¿Quién se lo hubiese negado?
A la hora de las visitas, el pajarillo estaba bebiendo todo un vaso de su Coca-Cola clásica.
– ¿Y eso?
Preguntaron sus padres. Yo me acerqué a ellos, sonriendo. Una sonrisa de circunstancias, es cierto. Ellos lo sabían y yo también. Ella cerró sus ojos y siguió bebiendo. Me hizo gracia. No quería saber de mí. Y no me extrañaba nada.
Les expliqué cómo iba evolucionando y ellos me preguntaron por la Coca-Cola. Me encogí de hombros y le toqué los pies algo fríos.
– Es su único vicio, ¿verdad?
Sin abrir los ojos, sonrió. Y esa pequeña sonrisa lo dijo todo.
No, no sería esa chica que sale con sus amigas, que liga en un pub, que fuma desesperada apagando el cigarrillo antes de entrar a casa; que cuelga alguna materia para septiembre; que tarda siete años en terminar una carrera universitaria; que sufre por el machismo en el trabajo; que descubre facetas dolorosas del amor; que da a luz un par de críos y que se preocupa por la línea o la moda o el qué dirán. Pero era una mujer completa, que había luchado hasta quedar sin fuerzas, y que merecía más que nadie que se respetase lo que deseaba.
No crucé una sola palabra con ella. No me hizo falta. Ni a ella tampoco. Pero ella sabía que yo estaba cerca. Y yo sabía que, pese a todo, en los momentos en los que bebía a sorbos su Coca-Cola, ella era feliz, más feliz de lo que ninguno de nosotros podría imaginar, porque conseguía con ese simple gesto paladear los límites de la libertad. Y eso la hacía única. Una chica sin igual.
Cuando terminó mi guardia, miré desde lejos la cama 14. Acostada, con los ojos entornados y su color verdoso, aquella mujer dormía plácidamente el sueño del cansancio y de la espera. Y a un lado de las máquinas, las bombas, las medicaciones, una lata roja parecía sonreírme, cómplice… Qué poco hace falta para hacer un bien. Y para ser feliz.
Me di la vuelta y salí de la unidad, cerrando cuidadosamente la puerta. Una guardia más, un día más.
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