Sobre cincuenta años, alto y de complexión obesa. Dueño de un bar. Si bien nunca ha estado borracho, consume alcohol con frecuencia. Diariamente. No fuma. Hipertensión arterial. Sin alergias. No tiene otros problemas de salud destacables. Hasta ahora.
Está ingresado en la cama 7 de la UCI por fracaso hepático. La ingesta alcohólica continuada ha dañado su hígado hasta que ha desarrollado cirrosis; nunca había tenido problemas (ni estaba diagnosticado) hasta este ingreso. Se le hincha la barriga, se acumula líquido en las piernas; su piel tiene un tinte amarillento; casi no tiene vello corporal a pesar de haber sido muy hirsuto previamente, y sangra por cualquier cosa.
Lleva una semana de tratamiento y si bien ingresó con cierto grado de coma, con el tratamiento mejoró hasta recuperar por completo el nivel de conciencia. Y con eso el sentido de la realidad.
No había estado enfermo nunca, para él todo esto es una novedad. Me lo dice una larga tarde en la que estamos intentando salvar los riñones, que han dejado de funcionar correctamente. A pesar de que cada órgano en el cuerpo, cada sistema, parece un mundo aparte; en nuestro organismo todo proviene de una misma célula, todo está unido, lo que afecta a las partes termina por evocar ecos en el resto. Si el hígado está mal, termina afectando al resto de órganos, sobre todo a los riñones, a la piel, a las arterias, al cerebro y a los pulmones.
Se da cuenta. Me lo pregunta en esa guardia que empieza para él algo desigual. Sangra, porque su hígado no sintetiza las proteínas necesarias para la coagulación. Y sus riñones no producen nada de orina. El líquido acumulado le está impidiendo respirar. Todo está empezando a ser un pequeño lío. Y lo intuye. No: lo sabe. Todo enfermo sabe cuándo las cosas no van bien.
Le explico. Intentaremos poner una máquina de diálisis continua para hacer que sus riñones descansen y puedan tener oportunidad de recuperarse. Antes de empezar a colocarle el catéter para acceder a sus venas me detiene. Y me mira. Y me pregunta de nuevo.
– Esto no va bien, ¿verdad?
No respondo esperando a ver qué más hay. Porque sé que hay algo más.
– Sea franco, doctor. Olvídese. He llegado hasta aquí, ¿qué más puede pasar? Quiero saber si esto tiene salida. Necesito saberlo.
Respiro. Y le explico lo que vamos a hacer, lo que intentamos conseguir: ganar tiempo.
– Y si no resulta… Moriré, ¿verdad?
Sus ojos intensos, su mirada penetrante, su extraña serenidad. Muchas personas prefieren ser engañadas; a veces sus familiares prefieren evitar a los enfermos un dolor al que tienen derecho, haciéndoles perder las riendas de sus vidas. Y a veces somos nosotros, con nuestros propios miedos o nuestra soberbia, los que impedimos que conozcan su destino y participen de él.
Su mirada penetrante, su solicitud verídica. Su situación crítica. Le dije la verdad.
– Intentamos recuperar la función de los riñones. Si no podemos… Ya no habrá nada que hacer.
– Quiero morir en paz. No quiero medidas extraordinarias, no quiero que mi mujer me vea así. No quiero verme así, doctor… ¿Me entiende?
Claro que lo entiendo. Lo entendía por mí mismo, por mi propio padre que sin embargo deseaba vivir a toda costa (quizá hasta las últimas dos semanas). Lo comprendía después de quince años en la encrucijada de la Vida y la Muerte, en el largo pasillo de la Salud Perdida.
Raramente encontramos franqueza semejante en lo concerniente a la Muerte. Cierto es que en las situaciones más extremas es cuando llegamos a conocer mejor a los hombres.
– Bien. Lo intentaremos. Y si no va bien… Se hará tal como tiene que hacerse, ¿le parece?
Durante unos segundos meditó mis palabras. Y sin emitir ningún sonido, cabeceó. Tardamos mucho en poder colocar el catéter, pero finalmente el procedimiento se lleva a cabo.
Dos días después, está sedado, intubado, conectado a un respirador: ya no se entera de nada. A pesar de nuestros esfuerzos, el hígado no da para más, y por lo tanto el resto de órganos falla irremediablemente. En la información, se lo comunico a su mujer:
– Ha llegado el momento de dejarlo ir, ¿verdad, doctor?
– Sí.
– Hablamos de esto, ¿sabe? Hace dos días. Y estaba esperando poder decírselo a usted. Él me dijo que usted entendía, y le hizo sentir mejor.
– Yo…
Sonríe.
– Usted entendió. Y se lo agradezco. Sus otros compañeros también. Me lo han dicho. Sólo quiero que no sufra… ¿Es mucho pedir?
Claro que no lo era. Ni siquiera hacía falta que lo hiciera.
– Así es la vida, doctor. Estuvimos juntos todo este tiempo, fuimos felices a nuestra manera, y ya está. Así es la vida. Y así hay que aceptarla. Aunque cueste.
Aunque cueste. Así es la vida. Y así es la grandeza de los seres humanos: pura franqueza, pura valentía. En la vida y en la muerte.