@RalfPascual
La luz entraba tranquila por entre las cortinas. Era octubre. Y en Lugo ese mes es particularmente soleado y diáfano, fresco y dulce.
Domingo por la mañana. Algo adormilados por la noche anterior (de marcha) desayunando juntos. El aroma del café, las tostadas con aceite para engordar menos, estevia por azúcar y apoyados uno en el otro: la cabeza en su regazo, sintiendo la suave firmeza del cuerpo amado. Y los dedos entre el cabello liso y abundante, casi sin darse cuenta. Los labios moviéndose suaves leyendo el periódico; los ojos cerrados paladeando ese sencillo placer.
A veces no hace falta más. Aquella mañana de domingo, en otoño, fue perfecta. Sobraban las palabras: estaban juntos, hablándose en susurros de caricias, en esa facilidad de las cosas que se dan por hechas.
La alegría es eso: instantes eternos, libres de otro deseo que el de estar juntos sin ser conscientes de ello, ni del tiempo que pasa.
Mañana llegaría. Y pasado mañana. Mientras tanto, ese domingo, en el que fueron uno, fue quizá el mejor día de sus vidas. Y diez años después, en otros brazos, en otras latitudes, aún lo recuerdan y aún suspiran por él. Por ese instante de amor, de pura felicidad.