El joven sin alma: tal como éramos

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 El joven sin alma es la nueva novela de Vicente Molina Foix y es la antesala de El invitado amargo. Según ha dicho el propio autor, en esta nueva vida novelada no hay amor, o no como él lo entiende:  amor a otro por encima de todo o a través de todo, el temor, la inseguridad por su pérdida y los celos; El joven sin alma es una crónica de sus primeros años y sobre todo su bautismo a la vida creativa, ese maremoto que Los Cinco convirtieron a la Vida, teñida de Literatura y Cine a partes iguales.

El amor, Amor, está en El invitado amargo; el Descubrimiento del Otro, de los Demás y de la Vida está en El joven sin alma y gracias a eso, el autor no tanto se redime si no que se hace humano en esta revisitación a lo que ya no existe, este homenaje tranquilo y sentimental (que no sentimentaloide, es muy aséptico para ello, cosa que se agradece) a una vida que fue y que ya no existe, y que sólo añora en esa edad en la que se sabe superviviente, o faro.

 El joven sin alma es un relato novelado; hay que hacerse con el juego del autor, que se desdobla y se une, un balance geminiano que trastoca la narración, pues es escribiente y juez, espectador y actor de lo que narra, detallando sin detallar (sí, es muy posible hacerlo) su propia vida, su sí mismo, y el de aquellos que va encontrando, evitando siempre mimetizarse en la añoranza y sorteando el homenaje inútil de figuras que han pasado a la historia del Arte, y a su propia vida vivida. De ahí que sólo emplee nombres de pila: tenemos a Vicente, claro, a Ramón, a Ana María, a Pedro, a… Tenemos personas jóvenes, hambrientas de éxito, cultísimas, enamoradas de sí mismas, que se flagelan y se hieren, que se aman y se vigilan, que se desaman y se ignoran, sabedoras que han sido agraciadas por un lazo que durará por siempre. Y El joven sin alma es, sobre todo, ese recuerdo vivo que perdura en la eternidad.

Hemos dicho que es un libro aséptico. En cuanto a cómo el autor se mira a sí mismo. Esa mirada es quizá incluso un tanto cruenta consigo mismo. Lo curioso es que no lo es con el resto de ese grupo maravilloso del que formó parte. O al menos su rigor es más amable, más cariñoso y elusivo con ellos. No hay detalles, o al menos detalles que pudieran interesar más allá del bajo vientre; al contrario, es un relato de luz, y por tanto con sus sombras, que retrata un período histórico de un país, los usos y costumbres de un lugar gris, y los rayos de luz que emiten las personas de un entorno privilegiado que vibran ante los ojos entre atónitos y sobrados de un joven teñido de cinematografía y de literatura que quería comerse el mundo. No hay límites entre los cuerpos y entre los corazones; hay egos exagerados, pasiones quizá banales; teorías, metáforas, intelectos superdotados, almas frágiles, abismos oscuros, luminosa aventura y decepciones; todo es lúbrico, todo es lúdico, todo se superpone, todo se contempla, todo se justifica y todo se añora, sí, pero sin sentimentalismo y también sin sequedad. El joven sin alma tiene corazón aunque se crea inmune a él, y cada línea que escribe es un disfraz del amor que sintió un día, de los rescoldos que aún quedan en él.

No entenderíamos al Vicente de El invitado amargo sin el Vicente de El joven sin alma. Y no entenderíamos un mundo especial sin esa mirada única, libre de compromisos, respetuosa y morriñosa, sí, que retrata como nadie un tiempo ido y congelado en la memoria.

Jaime Gil de Biedma: la vida era eso.

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fotonoticia_20151019175535_800Editorial Lumen nos ha regalado, en una estupenda edición, los diarios que el poeta Jaime Gil de Biedma escribió de forma intermitente a lo largo de los años, por lo demás como lo es la propia vida, y que tenía como albacea Carmen Balcells, quizá la mejor exponente o el mayor dinamizador de la cultura en español del siglo XX (y que se le echa de menos, visto el momento actual de qué se edita y a quién se edita.)

La vida era eso, Jaime Gil de Biedma: días que pasan, sensaciones que nos poseen y nos abandonan; miedos que una vez se tienen y que dejamos atrás, salud y enfermedad, y muerte. Todo eso planea por los diarios escritos con intención de ser leídos muchos de ellos (una parte, quizá la más interesante desde el punto de vista de prosa y de vida leída, fueron editados por el propio poeta); pero la sinceridad a corazón abierto, la aprehensión de un ser y de ser; la enigmática facilidad para el amor físico, que hoy llamaríamos eufemísticamente fluido (por lo demás, como muchos seres apasionados por la vida); la sola aparente superficialidad de un hombre que lo tuvo todo y la búsqueda constante de la veta poética, de desear la perfección, de no serlo; la vasta cultura, la sincera sapiencia, la delicada manera de ser brusco y al mismo tiempo tímido; la hipocondría, la melancolía y finalmente el final mudo, seco, como un portazo cuyos ecos todavía reverberan en las habitaciones ya vacías de una vida que fue eso: una búsqueda sin fin, un asidero a veces, a veces desprecio hacia sí mismo (y los demás) y honda preocupación por trascender las letras, los sentimientos y la historia.

Jaime Gil de Biedma era poeta. El extenso y algo cansino prólogo (más valdría haberlo puesto de epílogo, de nota aclaratoria después de los diarios, cuyo valor realmente explican y expanden el carácter y la vida del poeta, pero que carecen de sentido al inicio de los diarios, porque como lectores desconocemos la causa de todo lo que detallan hasta la exasperación) nos recuerda que fue un poeta de corto recorrido, o que al menos él se consideraba de escasa producción. Quizá se equivocaba. Pues lo largo del camino no implica mayor intensidad o mayor profundidad, antes bien, más riesgo para la vacuidad, más margen al error. Algo intuía él mismo en sus opiniones sobre la obra tardía de Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén o Vicente Aleixandre; fuese agotamiento de musa (y no, pues nada más bello que ese retrato del amor en la ventana, ese reflejo de verdadera felicidad que nos regala en su penúltimo diario, cuya poesía en prosa es tan hermosa que duele y nos hace llorar de puro gozo), fuese porque él mismo despreciaba ese alargamiento insostenible de una labor que es sólo estacional, que dura lo que un atardecer (y pensamos nosotros también en Gabriel García Márquez o en Isabel Allende, por ejemplo), o porque sus ganas de poesía se apagaron mucho antes que su sed de caricias y de cuerpos como olas de mar. Y sin embargo todo lo que escribía u opinaba o hacía estaba cargado de versos, tenía ritmo, sostenía notas, hilvanaba sentidos: como el extenso prólogo nos deja claro, Jaime Gil de Biedma, además de pensar profundo, era de cuerpo entero, un poeta.

Resulta paradójico que la primer mención real que tengo de él provenga (de nuevo) a través de El invitado amargo y Luis Cremades , como ese Hermes maravilloso que une una época de la que ambos formamos parte, yo como un verdadero y atento (y muy joven) outsider, él desde dentro: ignoro cuánto conoció al poeta, siendo él mismo un joven y atractivo escanciador de versos en aquellos días; mas su admiración se trasluce, sin trampantojos, en la mención que de él hace en su relato, una aparición divina que refulge en el corazón casi adolescente que idolatra a un maestro que es, asimismo, guapo, y que posee el mayor atractivo de todos: el de las Musas. Jaime Gil de Biedma se me hizo familiar, como otros muchos poetas de esos años ochenta, gracias a Luis Cremades, y por él, mi interés en leer estos diarios y el enorme gusto que encontré haciéndolo.1448987655_710451_1448987778_noticia_normal

La poesía que más me atrae de Jaime Gil de Biedma no es la que tanto le preocupa a él en sus diarios. No es la del virtuosismo métrico; ni la que demuestra una cultura tan vasta como un océano inquieto; la que más me gusta es quizá la más íntima, la que habla de sí mismo, de aquél que le acompaña, de sus sentidos y sus pesares; quizá la más difícil, pues equivale a una desnudez sin adornos, la que nos obliga a una sinceridad sin disfraces. Y en sus diarios, en sus opiniones, qué duda cabe, se encuentra a millares. Una lástima que no haya incursionado más en el mundo de la prosa; era un contador de historias, un hilvanador de liviandades, de profundidades, de procacidades, de precocidades y de deseos tan enigmático como hipnótico, tan artístico como efectivo: hubiera sido un escritor de más éxito del que nunca tuvo.

Todo reconocimiento tardío no es más que un ejercicio de restauración del ego. Al artista al que se le dedica le trae al pairo: ya está muerto. Un poco como él reivindicó a Antonio Machado (nunca suficientemente reconocido así como otro poeta, muerto en circunstancias más cinematográficas, está quizá en exceso deificado) nos llega la hora de reparar nuestra mirada en la obra de Gil de Biedma. Demasiado profunda, demasiado culta, demasiado sutil y demasiado perfecta (y por lo mismo, descarada y liberada de cualquier carga de autosuficiencia) para apreciarla sin saber nada de sí mismo, sin conocer sus pensamientos, su forma de ver las cosas y la manera de sufrir la vida. Eso es lo que deseaba: no en vano se preocupó de que llegasen sus diarios a nuestro poder y que los conociéramos en profundidad. España no es amable con sus artistas (con los verdaderos artistas, claro); en el fondo, no importa. El Arte se impone, como la realidad, como el orden una vez pasado el caos, como la calma después de la tempestad, y el amor cariñoso una vez apagada la pasión. Quizá sea la hora de estudiar una obra única, un pensar profundo, un ser liviano que no leve, lleno de sensualidad y de miedos y de errores y de esos pequeños fracasos que tiñen toda existencia.

La vida era eso, Jaime Gil de Biedma. El amor que se transforma por el tiempo reflejado en la ventana. Y enfermedades y miedos y sandeces. Pero también belleza de mar abierto y poesía de corazón.

 

Luis Cremades: la poesía ondulante.

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luis cremadesEn estos días he leído mucho de la producción poética de Luis Cremades. No toda, pues creo que me falta todavía algún poemario (El animal favorito, en el que tengo puesto mucho interés.) Quise leerla de la forma más cronológica posible, siguiendo por lo demás las indicaciones que el propio autor hace sobre su vida en ese desnudo integral que es El invitado amargo, obra que me sigue pareciendo quizá lo mejor que se produjo en España desde el punto de vista literario el año pasado.

Es decir, casi jugué con trampa. La poesía intrínseca, secreta, a veces onírica y sobre todo física, táctil, ondulante de Luis Cremades se me dibujó así bajo otro prisma, que por lo demás se nota poco a poco, y siempre de manera muy velada, en sus poemas. Hay casi un antes y un después en la creación poética del autor una vez llegada la Enfermedad, una especie de despertar cruel, o cuando menos una pérdida de inocencia que ninguna de las experiencias previas le había arrebatado del todo.

Las páginas por donde la Enfermedad pasa están cargadas de un simbolismo más oscuro; dejan de jugar a esconderse a sí mismas, son más introspectivas cuanto más asépticas se vuelven, y también más melancólicas y dolorosas. En la vida del poeta hay pérdidas, hay errores, hay dolor (por lo demás, como en cualquiera) pero en su seno alcanzan cierto grado de intelectualidad, de frialdad y de calor, que no deja indiferente a nadie.419[1]

Los límites del cuerpo es un canto a la pasión del amor, a la búsqueda de un amor que se encarna en el Otro, en aquella figura que nos acaricia, nos abraza, nos dice que ama (y miente, o sólo miente cuando deja de ser cierto, que es casi lo mismo) y que finalmente nos abandona. No así el recuerdo, ni la evocación, ni el deseo de amar. En Los límites del cuerpo, que pueden ser los de la vida, subyace un ímpetu que se desgarra más adelante en poemarios posteriores y que aparece, recurrente como un tono frigio y obsesionante, tímidamente, o quizá disfrazado en su súmmum (el cuerpo humano), y es la búsqueda subterránea de Dios.

9788496079564Luis Cremades posee una inteligencia dilatada, única, que se expande y se concentra como un rayo láser. No es creyente, o cree quizá en aquello que más le importa: el ardor sensual, el encuentro último entre decisión y necesidad, la entrega consciente al Otro clavado en una piel que se marchita al día siguiente o al mes siguiente, y que desaparece en la nada. El colgado nos lleva por las aguas llenas de minas del amor buscado y muchas veces aceptado sin ser entendido, que desaparece tan pronto es poseído y se diluye sin más una vez llega la mañana. Es un poemario por donde la muerte está pasando, en donde notamos si no un cambio de tono al menos un ritmo peculiar, más oscuro y abstracto, que se burla de sí mismo y que se ensalza al mismo tiempo, que se siente bendito y mísero a la vez, que quizá sabe que él también pasará, pese a quien posea, pese a quien ame. Colgado de la vida, que también lo es de la muerte, abandonado y dejando, olvidando y reencontrando, y dándose cuenta de que ya nada es igual.

Y que nada permanece. Polvo eres es un libro de mayor madurez. Más en los temas que en las formas. El poeta sigue insistiendo en su estilo rompedor de escribir, que es lo mismo que de vivir. En él la Enfermedad ha dejado huella: las pérdidas se cuentan por decenas: amigos desaparecidos, cuerpos endebles, fragilidad a la vista. PolvoeresPero aún hay tiempo para saborear el incienso del mar Caribe, las sorpresas del recuerdo, el hallazgo, novedoso porque se había olvidado, de una parte de sí mismo infantil, casi intacta, que se vislumbra a través de los cambios geográficos imputados por el tiempo y por los hombres, pero que sobrevive en el recuerdo. Polvo eres es un canto a la desazón, no ya una búsqueda ni una sinrazón tanto más que una entrega a las circunstancias, a lo inevitable, al fin. Y sin embargo se despide con un consuelo, o un desconsuelo, que es la resignación.

Leer a Luis Cremades, después de El invitado amargo, es una labor hermosa. Porque entendemos su cantar abstracto, su intento de esconderse, su esfuerzo por mostrarse desnudo pero jamás sin adornos, de los que se despoja en esas memorias salvajes que llegan al corazón. Luis Cremades poeta se completa con el autor en prosa, de la misma manera que su prosa, es decir su vida, se contempla y se completa con su poesía. El autor ha construido de esta manera, quizá sin saberlo, un universo entero que lleva su nombre, sus obsesiones, sus miedos y sus afecciones. Nada hay escondido en las líneas escritas por Luis Cremades, y sin embargo, todo está por descubrir.

El invitado amargo: el valor de lo perdido recobrado.

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   Maquetaci—n 1El invitado amargo es un relato escrito a cuatro manos entre Vicente Molina Foix y Luis Cremades. Ni juntos ni separados, ambos autores lían y deslían sus encuentros a lo largo de ese camino llamado vida vivida en un libro luminoso, lleno de un lenguaje como el de antes (el de ayer, no el de antes de ayer, aunque a veces nos llegan ecos que bien pudieran parecerlo), ya en desuso y por tanto ignorado, cuajado de inflexiones que son reflexiones y de evocaciones que son puñaladas y puñaladas que son recuerdos cuyo peso ha sido aligerado por el paso del tiempo.

   Es un libro que comienza a trompicones, como casi toda obra literaria. Pocas veces, incluso en las consideradas joyas maestras, un autor escribe con fluidez desde el inicio: toda obra nace entre balbuceos y crece y tropieza hasta que consigue alcanzar un ritmo, una fluidez casi perfecta. En El invitado amargo, hasta a Vicente Molina Foix parece atragantársele el recuerdo, porque no es nada fácil dibujarse, ni retratar al Otro, con trazos reales. Pero poco a poco ambos autores se acomodan, se dejan llevar por ese río que les ha unido y separado, y comienzan las imágenes, las memorias, las razones razonadas y las incomprendidas también, y el relato crece hasta alcanzar lo inconmensurable.

   En un libro sobre el amor. Y sobre el desamor. Y la amargura, el encuentro y la pérdida. Y quizá por encima de todo, sobre la decepción, el orgullo y el individualismo, y de resultas, sobre la falta de caridad ya no sólo con el amado, si no con nosotros mismos. Es un libro lleno de corazón.

   Oímos claramente las dos voces del relato: Luis Cremades y Vicente Molina Foix se entremezclan, se aclaran uno al otro y también se justifican con un lenguaje riquísimo que casi raya en la pedantería, lleno de referencias culturales que no sólo retratan la España de estos últimos cuarenta años, si no la Francia, la Inglaterra, los Estados Unidos, la Cuba, la Italia: paisajes arrebatados en constante ebullición que los empapan, entre celuloide, vinilos y literatura, y los inflaman de sueños y veleidades. Estamos, pues, ante dos hombres vividos, que se sopesan, se saborean y se conocen muy bien, y que plantean un ejercicio de individualismo y de maridaje asombroso por infrecuente y arrebatador por su resultado.53_fichero_1

   El invitado amargo es el autorretrato de cada autor, es la fotografía de una época de la que sólo quedan rescoldos, por no decir cenizas: la España posfranquista y recién democrática; la España pre-Movida y posmoderna; el Madrid subterráneo donde el deseo pierde a veces el buen gusto; el encuentro de un hombre ya formado pero apenas enamorado y un jovenzuelo aturdido pero valiente que todo lo quiere probar. Es la fotografía de vidas demasiado teñidas de literatura, de preocupaciones profundas y reflexiones reverberantes, cosmopolitas, un tanto rurales, un tanto salvajes, hedonistas, casi perfectas y llenas de claroscuros. Y sedientas de amor.

   El enamorado no sabe qué es el Amor, sólo puede sentirlo. En la vida, apenas un encuentro vale para definir el trazado de una existencia. No importan la edad o la experiencia, la aptitud o la ignorancia: cuando el Amor llega todo se ilumina y todo se apaga, y el mundo es una revolución además de un revolcón y se magnifica, erupciona, enloquece y hiere. Entre Molina Foix y Cremades ese encuentro es un maridaje y una lucha, una laceración profunda, una amarga desdicha, una interrupción constante, un descubrimiento y una pérdida: el amor que brota en ellos, más que la pasión también y más que el acíbar de lo que no acaba nunca, los transforma para siempre y les deja una huella indeleble que sólo ahora, en la distancia, pueden no ya apreciar, si no aceptar.

   El invitado amargo está escrito en papel cebolla. Es una historia transparente, que no clara, sólo iluminada al contraluz y por tanto llena de descubrimientos, los que encontramos al leerlos y los que ellos mismos hallaron al escribirla. Hay mucha melancolía contenida en sus páginas, una tristeza sagazmente escondida y una sabiduría alejada de la culturalidad que ambos poseen: el mundo del Arte puede llegar a ser tan agobiante como el de la Ciencia o la Tecnología: todo ambiente cerrado acaba siendo un estorbo para la evolución; un lastre para remontar el vuelo de la libertad y a veces una angustia para el alma.

   foto_luis_cremades1_1_grandeYo era así con veinte años. O pude llegar a serlo. Como ellos, leía libros rimbombantes, poesías cargadas de simbolismo; adoraba a autores que me enamorasen con su prosa y me hiciesen pensar; asociaba al lenguaje un poder de seducción quizá más poderoso que el de una mirada o un roce. Asistir a la intoxicación de cultura y pasión, de amor mal entendido (ahora lo sabemos) y orgullo oculto; de individualismo acérrimo e inmovilismo personal que encierra El invitado amargo, hace que piense en cómo era yo a la edad de Luis Cremades y cómo hubiera reaccionado de haber tropezado con alguien como Vicente Molina Foix. Almas atormentadas que la literatura no hacía más que ahondar en su tortura; hombres cuyo sino se hallaba anclado en el día a día, en las pieles y los olores y la creación, perfumes que iban desde Aleixandre hasta Benet, de Warhol a Cabrera Infante; de la sensualidad insaciable al miedo a ser contagiable, de la facilidad del enamoramiento al infierno del abandono… Yo pude haber sido como ellos, reaccionado igual, equivocarme igual, sentirme igual de herido… Y aún añorarlo.

   Cuando pasa el tiempo y se posa el tiempo y la vida nos pone en muchos sitios y nos agita como en un acceso y nos premia o nos regaña, somos capaces de valorar y de encontrar el tesoro que se nos ha regalado: el valor de lo perdido recobrado es tan inmenso y nos da tanta paz… Y también nos llena de melancolía del deseo, de lo que pudo ser y nunca será… De todo esto hay en El invitado amargo. Notamos, sabemos, que ambos autores, pese a que quizá no cambiarían ni una coma de lo que ocurrió en los años transcurridos, fantasean con lo que pudo haber sido: si se hubiesen tenido más paciencia, o escuchado más, o hubieran sido más flexibles, o hubiesen destruido al orgullo insaciable y amado mejor… La vida soñada pasa sobre sus páginas como un espejismo y sin embargo está presente en cada línea, en cada inflexión del lenguaje, en cada justificación (oh sí, hay muchas) y en cada explicación negada. Es un libro cuya reflexión llega quizá algo tarde, pero llega, y puede que con ella, algo de la paz que los autores necesitan para volver a ser, entre ambos, ellos mismos.