Calles de fuego: lo que significaba ser joven

Arte/ Art, El día a día/ The days we're living, El mar interior/ The sea inside, Lo que he visto/ What I've seen, Los días idos/ The days gone, Música/ Music

Streets-of-Fire

 

Calles de fuego es una película estrenada en 1984, sita en otro tiempo y lugar, bebe de las raíces de los años 1950 y los propios 1980. Era extravagante, con un reparto muy guapo (y algunas estrellas que salieron de ella) y la idea de que una fantasía callejera mezclada con música rock llevaría a los chicos a las calles a cambiar el mundo, o al menos a hacerlo algo más divertido.

Esas esperanzas que impregnaban la década de los 1980.

Y que curiosamente han llegado hasta hoy.

La sala de cine, con el mejor sonido Dolby del momento, esas imágenes y esa música poderosa, la belleza arrebatadora de sus dos protagonistas, los amigos buenos, el malo malísimo, la ropa de cuero, losa coches de los años 50, las motos, el juego de luces y la locura textil de la década de origen hicieron de este pastiche una película que ha permanecido en la memoria colectiva de todos lo que éramos adolescentes (o pre-adolescentes) en esa época maravillosa donde la música era un lazo de unión que no atragantaba todavía y donde las hombreras gobernaban el mundo (ojo, que ya están aquí) y el cardado y el corte de pelo asimétrico y los punks eran poco más que la representación del Inferno con su aspecto agresivo a la vez que tierno de animal herido y desubicado.

   En contra de lo que se piensa, la década de los 80 no fue una época fácil, pero fue luminosa para la música, el cine, el arte en general, medios que hacían que la vida se aligerara y amansaban el espíritu roto de una juventud que enfrentaba la desgracia del paro de más del 25% y la peste de la heroína y del VIH como podía, generalmente escudados en sus Walkman, sus cintas de 60, 90 y 120 minutos, sus Donkey-Kong, sus máquinas traga-perras llenas de Tetris y Pac-man y Marcianos y la eterna ilusión que ser joven era aquello, disfrutar de una buena canción, de una buena película, mientras bailaban con  sus zapatillas Reebok blancas y los vaqueros Levis’ 501 arremangados en los tobillos, escapando del frío con cazadoras de jean repletas de chapas y los cuellos y las frentes adornadas con bandanas multicolores.

   Después de más de 30 años todo sigue más o menos igual. Todo parece nuevo porque los ojos que ven la realidad no conocen lo que una vez hubo pasado. Se visten igual, están igual de perdidos, sus luchas se mezclan con la teatralidad del mundo, repleto de dirigentes ineptos que les ofrecen grotescos reflejos de sí mismos; y tienen sobre sí la losa de la sobre-información y de su accesibilidad; navegan en un mar de tendencias múltiples (ya no hay una creatividad uniforme que defina al siglo) sin puntos de anclaje, y deben enfrentarse a su meta de auto-definición en un terreno de arenas movedizas.

   Pero no todo es malo. Son gente más abierta (no son perfectos), intentan ver lo que les rodea con naturalidad, que es un punto más allá de la aceptación; se enfrentan a problemas similares con el mismo espíritu hambriento (bueno, algo más atemperado, que el medio es menos hostil) y descubrirán lo que significa ser joven: atravesar el mar de la vida con las armas de las artes y de las ciencias y crear un mundo propio, inclusivo, abierto, único y por tanto irremplazable y perecedero. Descubrirán que ser joven es haber vivido y que todo queda atrás, a la espera de que la siguiente generación atraviese sus calles de fuego en búsqueda de la ansiada felicidad. Una felicidad que es eso: vivir cada día como nos es regalado, con los dos pies en el presente y el corazón en la mirada.

S de soledad/ S of Solitude.

Arte/ Art, El día a día/ The days we're living, Lo que he visto/ What I've seen

  man-of-steel-themea Françesc Gascó, cuyo entusiasmo hizo mucho para que fuese a verla.

 No soy fan. De casi nada. De casi nadie. Las expectativas que guardo ante una obra artística son, en general, pocas: no porque espere una decepción si no porque sé cuán difícil es conseguir idear una historia y escribirla, plasmarla en imágenes e interpretarla. Ya sólo por eso todos aquellos que se arrogan a hacer algo de tal calado tienen mi respeto. Así, una obra artística me puede gustar o no, puede llegarme al corazón o no, y puedo hablar de ella sin pomposidad ni redundancia o dejarla pasar como algo sin importancia para mi vida.

   De un tiempo a esta parte siento que nuestras Artes están agotadas. No creo que sea falta de talento, quizá lo que falle sea la ideación. Y el miedo. No soy quién para arengar a los artistas a que abandonen la zona de confort en la que parecen habitar: por un lado está el mercado lleno de esnobismos y por otro el mercado que deja tras de sí las ganancias que todos esperamos recoger tras el esfuerzo titánico que una obra artística tiene tras de sí. No nos llevemos a engaño: todos queremos que lo que hacemos guste y repercuta de alguna forma en el universo. Y esta película no es una excepción.

   El hombre de acero es cine palomitero, signifique esto lo que sea. Pero es algo más. Mucho más. Para una inmensa mayoría es un símbolo, un modelo a seguir: cada quien se sacrifica a los dioses que más caros le sean. Para otros, un esfuerzo tecnológico, un alarde artístico. Un poema a la belleza masculina (sí, lo es) o un mero espectáculo consumible. Todo esto encierra El hombre de acero, y también algo más.

   Aunque se quede muchas veces en la superficie.

   El reparto es magnífico. Oír de nuevo a Kevin Costner en ese papel de hombre de campo, visionario y sabio, temeroso y valiente, y a la maravillosa Diane Lane, madre entregada y perpleja ante un hijo que (como todos los hijos) la sorprende a cada paso; disfrutar de la chispa de esa todo terreno que es Amy Adams; volver a encontrar al mucho tiempo perdido Russell Crowe, encarnando como nadie ese arquetipo de hombre íntegro pero bondadoso, que se sacrifica por el honor pero también por un ideal superior, es un gran gusto.

   Y Henry Cavill. No es sólo su transformación física (que sí, su piel y su sensualidad es real y hecha para ese personaje) si no el símbolo de su personaje lo que hace de El hombre de acero algo digno de ver.

   Hay mucho de Gladiator en estas películas desde su estreno hace ya unos años, no lo neguemos. El mismo Russell Crowe lo deja patente en el metraje de ésta y eso es de agradecer. Jor-El es Máximo Décimo Meridio con algunos años más, con mayor sabiduría y mucha más templanza. Es el que conoce, el que se sacrifica, el que sabe que, para que todo florezca de nuevo, algo debe perecer. Y en el personaje de Henry Cavill, como hijo biológico, esa semilla germina y da fruto, gracias a los cuidados de los también arquetípicos padres adoptivos: Jonathan y Martha Kent no saben lo que tiene entre manos, improvisan como bien dicen, temen, pero aman, y ese amor está siempre por encima, o más bien lo impregna todo, y consiguen que ese ser extraordinario que en el fondo son todos los seres que amamos, logre encontrarse a sí mismo, aceptar sus circunstancias, y crecer.

   Kal-El/Clark Kent no es Superman. Creo que apenas si se nombra una vez tal sustantivo. En El hombre de acero es un hombre que confronta sus dudas, su naturaleza, lo que él cree que debe ser y lo que en realidad es: un hombre diferente que no quiere ser distinto, que no entiende porqué lo es y por tanto, no sabe qué hacer para seguir adelante. Va dando tumbos, atando cabos y navegando entre los días de su vida como todos lo hacemos, y como todos, en absoluta soledad.

   Ser distinto, es decir, portar un distintivo que nos singularice de la masa amorfa que nos rodea, nos lleva al aislamiento social y personal; nos marca (él lleva en su pecho el símbolo S que, según nos cuentan, significa Esperanza) y nos obliga, en aras de su comprensión y de su misma aprehensión, a viajar por caminos yermos, por estratos sentimentales desolados en los que cada experiencia vital nos ayuda a descubrirnos; haciéndonos, de forma paradójica, más sensibles y más fuertes.

   Eso es, para mí, lo más destacable de El hombre de acero. El viaje de la Soledad. Jor-El está solo frente a sus conciudadanos, incluso frente al capitán Zod que intenta llevarlo hacia sus filas. Lara, su mujer, contempla la destrucción de la vida sin la compañía de su marido y sin la de su hijo, a quien poco tiempo antes ha enviado lejos de su lado. Jonathan Kent sabe que su hijo es distinto y sabe que la gente odia lo que no comprende, por temor siempre y siempre por ignorancia, e intenta inculcarle, desde esa atalaya solitaria en la que se encuentra, ese equilibrio frágil que todos debemos encontrar entre el deber y el querer, entre lo duradero y lo fútil de la vida. Martha Kent, la madre protectora, ampara con ese instinto maternal a ese niño único al que no entiende, y asiste en su soledad de viuda, a esa lucha y a ese despertar. Lois Lane, mujer de todos los tiempos, emprendedora y segura, vive sola, sola trabaja, sola se enfrenta a los peligros que arrostra su vocación. Y el capitán Zod, fruto de nuestro propio mundo, que no puede ni quiere comprender las diferencias de la vida, solo en un paraje hostil, al que intenta manipular y sojuzgar precisamente porque no lo comprende.

   Y finalmente Kal/Clark que desbroza lentamente, como nos ocurre a todos, ese miedo a ser diferente; la sorpresa y negación iniciales, el lamento que no cesa; la perplejidad de la comprensión, el impulso del instinto y finalmente la entrega a lo que es con el mínimo de lucha y el máximo de los arrestos, desde los páramos yermos del continente helado a las arenas secas del desierto, siempre solo y siempre siendo él mismo. Aunque haya atisbos de esperanza en su sonrisa final, y en sus ganas de pertenecer a un grupo; aunque sepa, muy dentro de sí, que todo aquello que ha sentido hasta ese momento es real y pronto volverá a pedirle cuentas.

   ¿Lo demás? Un envoltorio fantástico de música, efectos especiales, belleza visual y guiños a historias clásicas; exaltación de la belleza, la sensualidad y la responsabilidad de vivir y, también, puro divertimento, sí, palomitero.

   No es perfecta aunque pudo haberlo sido (y no por metraje). No es Gladiator, aunque tiene todos sus mismos componentes, y quizá sea ese su único punto débil. Pero se ha quedado cerca, en su exaltación del ideal humano, de sus grandezas y sus flaquezas, y en su sincera búsqueda por encajar, por no ser diferente, y en su eterna equivocación en desearlo.