@RalfPascual
Nos miramos. Así. Sin más.
Nos sonreímos. Hoyuelos que enmarcaban unos labios finos. Ojos azules, pequeños, brillantes.
Me llegaba a la cintura. Sentado. De pie, a los hombros.
Pelo castaño, alborotado, fresco de gimnasio. Incluso ese suave olor a cloro, jabón sin aroma y el cuello libre en la camisa impoluta.
Hola, nos dijimos al unísono. Y los hoyuelos siguieron seduciéndome. Y esos ojos que desparecían entre la sonrisa.
Guapo. Al menos parecía el más guapo del mundo.
Me dio la mano. Se la así. Un apretón amable, contundente en su fuerza, pero tampoco tanto para destrozarme la muñeca. Esos brazos podrían hacer de un abrazo una experiencia única.
Sonrió. Yo le imité.
Ven, dijo. Y me señaló un taburete. Allí, sentado, estábamos casi a la par. Sus labios cerca de los míos, su barba jugueteando con mi boca. Cosquillas y sonrojos.
Nombres, sólo nombres, por favor. Yo podría haberme inventado uno, pero no mentí. Puede que el suyo no fuera real, pero a mí me pareció perfecto para él: le iba.
Una copa. Bueno, dos. Picamos algo. Tenía hambre canina. De mí.
Y nos fuimos cogidos de la mano como si nos conociéramos de siempre. Y puede que así fuera.
En su cuerpo todo era una aventura. Me sentía cómodo. Su blancura tostada, sus lunares en la espalda y uno más claro cerca del corazón. Y sus manos gráciles y unas piernas como un universo. Por la ventana entraba una brisa ligera, llena de estrellas, y la algarabía de los borrachos en fiesta.
Nos miramos desnudos. Así. Sin más.
Nos sonreímos. Pelo revuelto, olor a deseo calmado y algo pegajoso.
Se levantó. Le acerqué una toalla. Se miró en el espejo, se atusó el pelo hecho un lío y se encogió de hombros.
Desde el baño oía sus abluciones. Yo me acerqué a la ventana abierta. El reflejo de las luces de la ciudad recortaba la sombra de mi cuerpo. Suspiré. A pleno pulmón.
Lleno. Vacío. Pero pleno.
Me abrazó por la espalda, asomando su cabeza por entre mis brazos.
Sonrisa y hoyuelos y ojillos azules brillantes.
Nos quedamos dormidos abrazados. Y nos despertamos horas después. Él antes que yo.
Cuando abrí los ojos ya no estaba.
Una notita, con pésima caligrafía, me daba las gracias por un rato de amor.
Ni una seña, ni un número.
Tiré el papelito a la basura. La ciudad despertaba alborotada a través de la ventana abierta.
Suspiré. Me rasqué la espalda. Sin más, me encaminé a la cocina e hice un desayuno para dos.
El suyo quedó frío. Y mi cama, cálida. Sin él.