©RalfPascual
A veces no vemos salida. Yo me he sentido así. Quizá aún tenga restos de esa angustia que atrapa a la garganta e impide que salga la voz libre para pedir ayuda.
Ayuda. Necesitamos aflojar nuestro orgullo para llenar la boca con cada letra de esa palabra única. Yo tuve que hacerlo. Después de mucho tiempo en el que viví congelado, atrapado en mi miedo, en mi vergüenza, en lo que yo creía que era mi gran fracaso.
Hay muchas formas de violencia. Con la que nos flagelan otros; la que nos infligimos nosotros mismos. Es como un tren sin sentido, que va a toda velocidad llevándose lo bueno de nuestra vida: la esperanza, la risa, los sueños, la confianza, el amor. El amor.
La vida es una decepción. Cuando un sueño destroza nuestro ser con sus ataques, con su rigidez, con esa psicología tortuosa que acaba envenenando cada pensamiento, penetrando en cada poro de nuestra piel llegando a anularnos, a opacarnos.
No aguanto más. Primero pensaba que era él: toda crítica, toda ausencia de palabra amable. No hace falta un bofetón para sentir los cardenales en el cuerpo. A veces tenía tanta hambre de anularme, que me dejaba insatisfecho y herido por puro gusto. En nuestro orgullo pensamos que un hecho aislado no se repetirá. Esperamos, porque hemos apostado tanto por ese otro ser, que esa locura será pasajera, que se debe a un período de frustración o estrés o a algún trauma que nos ha ocultado. Todo falso. La decepción de encontrar esos fallos que sólo nos hunden más en nuestra inseguridad es tan hiriente como la bofetada, como la vergüenza de sentirse degradado ante los demás. Y se vuelve un círculo vicioso del que es casi imposible huir.
Casi. Pero se puede.
Con gran dolor. Con autocontrol. Con tener las ganas mínimas de detener todo ataque, todo momento de empequeñecimiento. Un resquicio de valentía y sinceridad para con nosotros. Y un huracán de verdad para con el otro. Así me sentí ayer con él. No más. Nunca más, me dije. Nunca más una palabra más alta que la otra, un desprecio, un estado alterado. Lo oí por última vez despreciar mi ropa, mi cuerpo, mis ojos, mis obras, mi comida. Lo había apostado todo por él y había perdido. En ese instante fugaz hasta eso dejó de importarme. No: gracias a que dejó de importarme pude hacer lo que he hecho.
Compré un billete de tren. Recogí mis cosas que no son nuestras. No quiero nada nuestro: puro vacío. En el hipogeo ni me importó saber adónde iba. Sé que huía. Huía de él para encontrarme a mí. Y me largaba de una relación tóxica que me enseñó muchas cosas desagradables de mí mismo y de él, pero sobre todo, me enseñó a decir basta, a empezar a creerme, a quererme, a ser más.
No se lo he dicho a nadie: amigos comunes son amigos olvidables. ¿Adónde ir? No es importante. El tren de la huida no vuelve atrás. Su dirección es única. Y viaja a la libertad. No es un viaje fácil, pero no estoy acostumbrado a un lecho de rosas. De tanto reposar sobre espinas, la levedad de un vagón-cama es un lujo indescriptible.
Aquí voy. Lentamente nos vamos alejando de la estación. Mi tren de huida me lleva de mí y la única prisa que tengo es dejarlo a él y a nuestra historia atrás. Seguramente algún día podré revisarla, encontrar algún instante que haya valido la pena. Pero no hoy. Hoy sólo agradezco que me haya permitido encontrar la fuerza perdida para alejarme de su abrazo y volar libre, en la huida, lejos de él. Porque huir es la respuesta: el ticket a la libertad.
La mía.