©Enrique Toribio
La luz que se cuela por tus pupilas hace que brillen esos ojos de miel y desierto. Contraste de tu piel tan blanca y tu pelo tan negro. Y el sol que transforma una tez pálida en una piel de bronce y oro.
El sonido del mar llegando a la orilla. Y a tus pies. El cosquilleo fresco contrapuesto al tacto rugoso de la arena rubia. Tu cadera moviéndose al compás de las olas, dejando un agujero profundo en la superficie blanda y granulada. Señalas el túnel que no es más que una promesa de alegría y sonreímos.
La boca abierta, los dientes alineados. La lengua rosada dentro de aquella maravilla blanca. Y los ojos desaparecen por un instante haciendo un atardecer a mediodía. Y, al abrirse, la vida continúa latiendo con esa promesa de porvenir.
El pecho que asciende suave, vello oscuro sobre esas altiplanicies firmes y blandas. Y la sombra de tu mano paseando por ese pecho abierto hasta llegar al abdomen. Y retiras parte de la arena adherida al sudor y al pelo. Sonríes.
Gesticulas a veces. Acostado, lleno de sol, el cuerpo parece que se mueve en un puro espejismo. Sobre mí, debajo de mí, cerca de mí. Y tú en la toalla y la toalla entre tus piernas.
Me hablas y te contesto. Callas y yo sigo a lo mío. Te observo. Sabes que lo hago. Y sonríes.
Te sé de memoria.
Y tú a mí.
El día es suave, el calor pegajoso. En tu piel perla el sudor, y me apetece beber de ti. Me dejas. Yo me dejo. Y sonríes. Y el día, suave, mece a las horas, que navegan suspendidas entre tú y yo.
Es éste el misterio del amor, que se esconde en las pequeñas cosas. Tú y yo, personas y símbolos y fragilidad.
Una caricia, un mohín apreciativo, los ojos cerrados, las palmas mirando al cielo, el pecho libre, las piernas abiertas, los proyectos erróneos, las ilusiones reales, el sonido de un latido, el sabor de unos labios, el peso de la compañía.
El misterio del amor habita y respira, es frágil y duradero, y está entre tú y yo. En ti. En mí. En todo lo que nos rodea. En el mar, en la arena, en la brisa revoltosa, en los errores y en las pérdidas. Y en los encuentros. En todas esas pequeñas cosas que hacen a la vida única e irrepetible, imperecedera. Y real.
¡Qué felicidad!