©Enrique Toribio
Lo quiero. Lo deseo.
Ya no lo escondo. Pude haberle dicho, pude callar. Ahora ya no lo hago. Porque sé que no me escucha.
A veces los actos gritan más que las palabras. Pensé que lo míos lo hacían. Una caricia callada, la cena preparada, la ropa limpia y planchada; sus deseos adivinados, su vida facilitada. Porque él lo merece. Y soy feliz haciendo fácil una vida que me parece maravillosa: la suya.
Sé que me necesita. Él no. Pero yo sí lo sé. No me dice nada. Pero a veces entorna los ojos con un gesto leve de placer al entrar en su casa tibia, llena del olor del hogar, y al sentarse en el sofá con la copa fresca y fruta recién cortada para acompañarla. Cuando se desabotona la camisa y se queda mirando al infinito en la chimenea y yo ando como quien no camina alrededor, callado pero hablando con cada gesto, con cada suspiro. Y él me sonríe, lo sé, como a un perrito cariñoso, y me toca la mano y todo vale la pena. Y se olvida de mí encerrándose más en sí mismo.
Lo amo. Lo deseo. Cada centímetro de su piel, cada instante fugaz de su cuerpo.
Sé que está mal, que me ignora, que no sabe que existo. Pero su éxito vive de mi esfuerzo y su belleza en mis cuidados. La vida es generosa con él porque yo le regalo la mía: un suspiro, una camiseta limpia, el perfume siempre a mano, la ducha lista, el albornoz tibio; la sábana que cubre su piel y el vello que nace de su pecho en un maremoto maravilloso.
Él me necesita, aunque no lo sabe. Y me gustaría que no lo supiera para amarme. Porque la voluntad no da buen amor, es puro compromiso. A veces viene acompañado y esos rumores de amor me aniquilan el corazón, pero así lo quiero: entregado, libre de compromiso, lleno de deseo y abandono. Y cuando todo termina, se despide del acompañante con cierto desdén y me dice que vaya, le abra la puerta, le dé algo, le diga gracias, le recuerde que debe olvidar el camino a ese paraíso.
Y a mí no me lo dice.
Me llama. Me pide que me acerque. Y como regalo me coge de la mano, que aprecia a pesar del trabajo de cuidarle. Y me queda mirando y creo que me atraviesa con esas pupilas fijas. Pero no me ve, no me ve como yo quiero, cómo le quiero. Yo soy quien le doy amor, quien lo sustenta, quien alimenta, quien le dice esto no, esto sí, esto hoy, mañana no, pasado sí.
Hasta que me necesite estaré a su lado. Me mima a su modo, como a un cachorro. A veces me dice que quiere salir conmigo, y vamos juntos por el parque arrullados por ese silencio de la asiduidad. Y suspira, suspira cómodo. Y se sabe pleno. Es amando y lo ignora, pues no ama lo que necesita, si no lo que le apetece.
Yo tengo paciencia. Yo puedo con su indiferencia. Yo sé que, hasta que me necesite, estaremos juntos, compartiendo todo, todo menos su cuerpo, que yo desearía por siempre para beberlo y sentirlo hasta el fin de los días.
Los días que paso a su lado.
Soy invisible, lo sé. Y quizá algo neurótico. Y algo cobarde. Hasta que me necesite estaré a su lado haciendo lo mejor que sé hacer: cuidarle, mimarle, amarle en la distancia, desearle cada vez que se acerca para susurrarme un secreto o para decirme un cumplido, el más nimio, pero que es gloria bendita abierta en el cielo.
Hasta que me necesite seguiré con él. Día a día. Y después… Ya se verá.