Eran las cuatro de la mañana de la guardia de Nochebuena. Había sido una guardia larga, aunque pudimos hacer el paréntesis para celebrar, con viandas que todos habíamos traído, la festividad entre las prisas habituales de una noche de UCI.
El sonido del teléfono interrumpió la conversación. Avisaban que en Urgencias había ingresado un intento de suicido (nosotros lo llamamos: Intento autolítco); alguien había ingerido no se sabía cuánta cantidad de anticongelante para coches, un veneno mortal si no se atiende a tiempo.
Siendo casi la guinda del pastel de una guardia mala como pocas y como generalmente son en estas fechas señaladas, murmuré en voz alta, muy enojado, quién era capaz de intentar matarse en una noche como esa. En fin.
Mientras subía la paciente que ya había valorado el residente que estaba conmigo de guardia, fuimos sabiendo algo más de ella: mujer, joven, su nombre, sus apellidos… Algo de ella me llamó la atención, pero la gravedad de lo que había ingerido pronto hizo que pusiera mis sentidos en lo que había que hacer de inmediato pues, aunque sabía qué antídoto emplear, debía investigar las dosis necesarias y tenía que repasar en el libro de intoxicaciones qué otros tratamientos de soporte deberían aplicarse. Para el momento en que la paciente entró por la puerta de la UCI, la máquina de hemodiafiltración continua (una máquina que actúa como la diálisis sólo que está activa las 24 horas del día) ya estaba lista para conectarse, y el antídoto ya cargándose en las dosis adecuadas por el S. de Farmacia Hospitalaria.
Al ver a la paciente, la primera impresión que tuve volvió a presentarse. Una melena suave, canosa prematura, de un tono dorado mate, ese color de beso de sol a media tarde; la piel muy blanca, y unos ojos azules mortecinos, surcados por docenas de arrugas precoces, me impresionó. Aquel rostro había sido bello una vez, aunque ahora se presentaba ajado, sin vida; palidez marcada, ojeras oscuras que hendían el azul de aquella mirada sin sentido.
Le pregunté su nombre. Lento, me supo responder: A-na… La sensación que había tenido hacía un rato y que se había desvanecido al leer su nombre y apellidos me golpeó como un rayo. No era la misma mujer elegante, de melena larga y rubia, de caderas poderosas, de carne prieta y sabrosa que mi mente trajo de los recuerdos de una vida pasada. Pero tenía que ser ella… Al acercarme para explorarla mejor, pude identificar los oyuelos de las mejillas, los lunares discretos y mórbidos sobre el hombro izquierdo, la longitud de unos dedos hechos para tocar el piano como una vez hizo, la sonrisa oscura que usaba para seducir y ser querida. Era Ana, en un tiempo novia de uno de mis mejores amigos. Ana, que nos encontró una noche de farra, tocándome el culo con una avidez que denotaba su achispamiento etílico. Mi buen amigo, un hombre tan atractivo que las chicas que le gustaban caían rendidas a su encanto apenas sin inmutarse, estaba a mi lado cuando yo sentí una mano afanosa mezclarse con mi pantalón. Asombrado y azorado me giré, y aquel mujerón rubio, bella a esa hora y a pesar del toque de alcohol, miraba ansiosa a mi amigo pero acariciaba mi trasero.
– Cariño – le dije- creo que estás tocando el culo equivocado.
Con esa terquedad de las personas achispadas que niegan que están etílicamente alteradas, me sonrió como haciéndome un favor y negó con la cabeza. Comprendiendo, acerqué mi boca a la oreja de mi amigo y le susurré mis sospechas. Él también llevaba mirándola un buen rato.
– Déjame tu sitio, anda -me dijo-. Y que pruebe el culo que quiere tocar.
Serían sobre las cuatro de la mañana de una noche de otoño, siete años atrás. Yo me aparté solícito e hice por ir al servicio. Cuando regresé a nuestro sitio, ninguno de los dos estaba ya. Y no los volvería a ver hasta varios meses después, cuando se fueron a vivir juntos en una arranque de vitalidad que sólo se tiene a los treinta años.
Ana era una mujer encantadora, de sonrisa coqueta, de pelo como mar al atardecer. Se cuidaba con mimo; hacía resaltar su atractivo con las armas justas, la sonrisa de sirena, y un meneo al caminar que llamaba la atención. Juntos, debía admitirlo, hacían una pareja maravillosa.
Como suele ser habitual, su relación absorbió parte de la vida de mi amigo, por lo que dejamos de vernos de forma asidua, aunque seguíamos en contacto por teléfono y en el hospital, donde también trabajaba.
No recuerdo cuánto duró aquella relación, sólo sé que no terminó del todo bien: él pidió traslado por motivo familiar a otra ciudad y ella se quedó aquí, estudiando la carrera que él le había animado a retomar y graduándose poco después. Mi amigo volvió a estar libre para comunicarse conmigo de forma asidua, o lo que de asiduo hace la distancia, y Ana se perdió en las brumas de los recuerdos que se olvidan. Hasta esa noche.
Qué cambiada estaba. Había perdido mucho peso; su piel no tenía ese brillo nacarado y su mirada, desafiante, estaba perdida y desenfocada por el tóxico que rondaba por su sangre.
Una vez recuperado de la primera impresión: reconocerla, valorar su estado actual y el motivo de su ingreso, que movieron mis cimientos durante unos minutos, procedimos a tratarla. Cuando conseguimos una estabilidad relativa, dejé a Enfermería a su cuidado y fui a hablar con sus familiares. Su hermano esperaba ansioso saber sobre ella.
Un dios alto, rubio y muy guapo (la belleza corría por esa familia como por un descampado genético) me recibió nervioso y al borde de las lágrimas. Me relató todo lo que había pasado esa noche, con la sorpresa todavía en el cuerpo. Estaba mal, eso lo había visto ya hacía varios meses, pero ella no le prestaba atención; no eran de confidencias, pero él estaba seguro que algo malo pasaba. Llevaba sin trabajo unos meses y se sentía como una carga para él y su familia; no atendía a razones; sólo quería que la dejaran en paz y dormía gracias a la medicación pautada por el médico de cabecera. El chico se culpaba: de haber sido indulgente, de haberla dejado ajarse, de no prestarle más atención. Debía haberse dado cuenta de esa depresión, de algún dato de inestabilidad mental, de fragilidad.
No se daba cuenta, pero hablaba con un aluvión de sentimientos que parecía un río a punto de desbordarse. Yo le dejé hacer… Pasados unos veinte minutos o así, pensé que sería bien intervenir.
Le hablé de los riesgos de ese tóxico si no habíamos llegado a tiempo: podía quedar ciega, podía quedar sin riñones, por ejemplo; pero también podía salir sin daño alguno; dependía del tiempo entre la ingesta y la llegada al hospital. No pudo precisarme cuánto. No importaba. Me habló de lo bella que era, si la hubiese conocido, sabría que Ana podía haberlo tenido todo; eso le decía un novio que tuvo haría siete años, que la apoyó para que volviera a los estudios, y fue feliz con él, eso lo sabía, y le apenaba haber perdido a un posible cuñado que le parecía tan de fiar.
No tuve valor para decirle que sabía su historia. Que Ana y yo nos conocíamos de antes; que aquel novio tan válido era amigo mío, y que nunca supe qué había motivado aquella ruptura más allá de lo que siempre pensamos de ser muy absorbente y algo inestable, todo aquello con que acusamos al Otro cuando nos decepciona demasiado o terminamos de amarlo como pareja.
Me sentía extraño mientras me contaba la historia de su hermana; sus tres intentos previos cuando era una adolescente; el agujero en el que se había transformado su vida. Siempre había sido una chica frágil, aunque lo disfrazase muy bien hasta ahora…
Dejé que se desahogara otro rato más; era tan tarde y estaba yo tan cansado que no me importó el tiempo que pasé a su lado: un hombre que necesitaba un apoyo que quizá yo pudiera darle, aunque me estuviese muriendo de sueño y cansancio. Era mi deber y allí estuve, hasta que pude calmarlo un poco.
– Vamos a ver cómo responde al tratamiento, cuánto de rápido hemos sido. Ahora podrá pasar a verla y puede quedarse el tiempo que haga falta…
Me agradeció efusivamente los ánimos y esperó a que llegase su madre. Cuando ambos pasaron a ver a Ana, ésta estaba algo mejor; la cabeza más despejada; el color había vuelto a sus mejillas. Parecía otra en aquella hora que llevaba ingresada. Eso era buena señal.
Les saludé desde lejos, pues temía que Ana tuviese buena memoria y me reconociese como el chico del culo equivocado en una noche mágica, tan distinta a ésta que ambos compartimos.
Su fragilidad me conmovió mucho, porque no era una paciente con un número de identificación más; si no una mujer que yo conocía plenamente y ahora se entregaba a nuestro cuidado en el punto de mayor debilidad posible. Sentí pudor por ella, y por mí: seguro que tampoco yo era el mismo de siete años atrás.
Tres días después se había recuperado del todo, y sin secuelas importantes, pudo ser trasladada a seguir tratamiento en la planta de Psiquiatría.
Ayer, una prima mía joven, aquejada de un cáncer de pulmón galopante, me pidió que le ayudase: pese a las quimioterapias y a sus ganas de luchar, se sentía débil, enferma, incapaz, y llevaba cuatro días con un dolor insoportable. Cien millones de improperios después por haberse dejado llevar hasta ese estado, le pedí que acudiese al hospital donde hablaría con los colegas de Oncología a ver qué se pudiera hacer por ella.
Al llegar la vi empequeñecida, hecha un ovillo, pálida, débil. Frágil. Una mujer que había sido siempre una chispa de vitalidad y que llevaba su casa, motor y guía, con la mejor de las manos. Pequeña cosa, acostada en una cama, llevaba días sin comer y sin beber, aquejada de un dolor lacerante que le impedía hasta hablar.
Los médicos la valoraron, le pusieron tratamiento; las enfermeras la trataron con mimo, le hicieron sentir cuidada, liberada del dolor que le impedía hasta pensar. Dos horas después, ya en el Hospital Onco-Hematológico de Día, estaba más serena, hidratada por los sueros y descansada por los analgésicos: la morfina es el mejor aliado del hombre, pocas cosas (la aspirina, los antibióticos quizá) la igualan, y pocas cosas hay más baratas y que cuesten más indicar, tristemente.
Cuando la fui a ver estaba dormida. La dejé descansar una hora más o menos. Estaba con los ojos cerrados, la expresión del rostro era plácida, se sentía cómoda, cuidada, mimada. La fragilidad de un cuerpo que se prepara a morir brillaba con la serenidad de los cuidados bien hechos, con la certeza de lo que no tiene cura llevado de la mejor manera posible.
Cuando pude volver a verla, ya despierta, me sonrió con una sombra de lo que aquella risa había sido, y me tomó suave de las manos. Lloró un poquito, como cuando no queremos ser vistos, añadiendo unas gotas de pudor a ese estado de débil fragilidad.
– Gracias…
Pero no había nada que agradecer. Mis compañeros estaban haciendo lo que deben hacer; llega un momento en la vida en que la lucha sólo se reduce (y nunca es fácil alcanzarlo) al confort, a la serenidad, a dejar que el pasaje más triste de todos se haga de la forma más digna posible, más fácil y certera. Yo sólo había pedido ayuda…
Ayuda, fragilidad, alivio. Para eso estamos aquí, en todos los estamentos de la Medicina. Pero también en los de la Vida.
Mi prima volvió a sonreír poquito, sabedora, porque todos los pacientes lo saben, que ya no hay mucho qué hacer, salvo recoger los restos de dignidad que nos quedan y que se resumen en la fragilidad de pedir ayuda, y que ésta nos hace en realidad más fuertes que nadie, más sabios y más generosos, y repartirla, liberarse de cualquier carga que ya las manos han dejado caer en parte, y prepararse para ese largo viaje sin retorno que en nada ata y que deja todo atrás.
En un mundo que nos hace creer en falsas imágenes, en fantasías banales, en sueños que no son nuestros deseos, la fragilidad del cuerpo y de la psique siempre están ahí para recordarnos de qué estamos hechos y hacia dónde vamos. Que todo lo demás: las mil preocupaciones, los anhelos, la posesión, los sueños, las relaciones, no son más que objetos sinuosos, sombras informes, niebla que se diluye con la llegada de la luz… La luz de la comprensión, la luz que sólo ilumina a aquel que ha dejado de luchar y que reconoce, que sabe, que la mayor fortaleza está en la entrega, encerrada en el momento más íntimo de fragilidad, ese instante en que dejamos de ser lo que creemos ser para llegar a convertirnos en nuestra esencia, en lo mejor que hemos sido jamás.
Y le doy las gracias a estas dos grandes maestras que me han recordado, en estos días de miserias personales, que nada hay más fuerte que la fragilidad, y nada más valiente que pedir ayuda. Y nada más generoso que darla sin medida.
Génesis de ese conocimiento de la realidad. Es intrínseco.Viene de tu interior hacia afuera. Es localizado . Se desarrolla principalmente a partir de la experiencia hospitalaria. Surge en cualquier ámbito y en cualquier momento.Cuánta sabiduría. Perdón por la indiscrección.
No es indiscreción alguna. Y muchas gracias de nuevo. De verdad.