Seguridad (Social).

El día a día/ The days we're living, El mar interior/ The sea inside, Medicina/ Medicine

11917784_1932935756932048_993577586_nMe llamaron por un paciente. Si podía bajar a Urgencias (está una planta más abajo que la UCI) para evaluar un caso de gastroenteritis agravada por deshidratación. El caso, de lo que llamamos shock mixto, infeccioso (distributivo) e hipovolémico (por la pérdida masiva de agua que no se repone con el cuadro de vómitos y diarrea) no pasaba de ser, a todas vistas, uno más.

Cuando llegué pregunté dónde estaba el paciente y sus cosas. Siempre que me da tiempo me gusta saber el nombre de la persona a la que me dirijo. En esta ocasión no supieron decirme bien su nombre ya que el paciente, joven y andador del Camino de Santiago, apenas si decía una frase completa en español.

Al llegar a la cabecera de la camilla le sonreí. Procuro hacerlo, generalmente porque me sale de dentro y ya bastantes preocupaciones tienen los pacientes para añadir una mala cara, un mal gesto o una palabra salida de tono. Intenté decir su nombre y sonrió. Era coreano. Del Sur, claro. Comencé a comentarle en inglés lo ocurrido. Pero al parecer de inglés sabía lo justo, quizá un poco más que yo de coreano. Ahora entendía porqué era un caso un poco especial.

Allá nos entendimos, creo. Le dije que iba a subirlo a la UCI, que necesitaba una vigilancia más estrecha y que allí seríamos capaces de dársela. Me miró con cara de terror, cosa que creí comprender, e intenté apaciguarlo de la mejor manera que se me ocurrió a las tres de la mañana.

Subimos. Young, el paciente, era un economista que había visto un par de documentales sobre le Camino de Santiago y le pareció tan particular la experiencia, que decidió hacer un viaje tan largo para emprender otro aún más largo en su interior. Apenas si llegaba a los treinta años. Le pregunté por acompañamiento. No tenía a nadie. Sólo un compañero que conoció haciendo el Camino, un francés que llegaría por la mañana y que esta intentando resolver los asuntos necesarios desprendidos de la enfermedad repentina que padecía.

Estaba muy cansado, muy deshidratado después de tres días sin descanso con vómitos y diarreas y apenas comida y bebida. Necesitaba dormir, hidratarse, despreocuparse y descansar. Como para no entenderlo.

En esa mezcla de inglés, español y signos (el idioma universal, junto con los besos y los abrazos y, lamentablemente, el horror de la muerte) conseguimos comunicarnos. Le expliqué a Young que necesitaba canalizar una arteria para controlarle la tensión arterial y tomar muestras de sangre. Además, haríamos cultivos microbiológiocos para saber qué germen estaba causando su cuadro clínico y que íbamos a iniciar un tratamiento antibiótico por la vena a la espera de que pudiese retener algo en su maltrecho estómago.

A medida que desgranaba cada paso, sus ojos se llenaron de terror. Creí entenderlo. Le cogí de la mano y le transmití mi casi absoluta seguridad de que todo iba a salir bien. Por lo pronto, me prohibió acceder a su arteria. Es un procedimiento doloroso, cosa en la que no iba a mentirle, pero que tenía muchas ventajas, por ejemplo, no tener que pincharlo más en toda su estancia en UCI. Ni por esas. Así que tuvimos que resolvernos sin control arterial.

Negociando, conseguí arrancarle el permiso para acceder a sus venas, así que el equipo de enfermería, tan diligente siempre, en nada tuvo accesos venosos y el tratamiento comenzó sin más tropiezos. Tuvo arcadas y sensación de vaciamiento intestinal, lo dejamos solo un ratito y pronto se le pasó. En menos de una hora, con el gesto más suavizado por la reposición de sueros y la analgesia, la extraña comodidad de un cansancio eterno que empieza a ser olvidado y los antibióticos, Young estaba preparado para una nueva conversación conmigo.

Quise saber sus antecedentes (nada importantes) y si era alérgico a algo (no). Quise saber qué le pasó durante los últimos días del Camino. Una comida en mal estado. Bien. Le dije lo que pensaba. Volvió esa expresión de angustia. Le comenté que, siendo sábado aquella noche, si todo iba bien subiría el lunes a la planta y, si todo iba bien (no había nada que indicase lo contrario) el miércoles estaría fuera del hospital. Como a cada palabra que decía ponía una expresión más asombrada y nerviosa, desorientado, me callé, y le pregunté qué ocurría. Y entonces sí que lo entendí todo.

Qué importante es tener Seguridad Social. Ese colchón, esa tranquilidad que nos garantiza que nuestra Salud estará a cargo, bien cuidada, bien tratada allá adonde vayamos. Qué infinita gracia tenemos los españoles gracias a nuestros esfuerzos e impuestos (y no, sé que no son suficientes, pero quizá el desvío político del dinero demostraría que podría sostenerse mucho mejor de lo que se ha hecho hasta ahora); no sabemos valorar la potencia de sabernos acogidos por la Seguridad Social, por las prestaciones que nos ofrece, por la tranquilidad que nos aporta.

Young no tenía Seguridad Social. Trabajaba y tenía un seguro privado, pero no sabía decirme con certeza si era capaz de afrontar un ingreso en UCI y después un ingreso en planta. Estaba preocupado por todo lo que habíamos gastado en él (pruebas, insumos, medicaciones varias) y el tratamiento posterior, si podrían quedarle secuelas (aquí le aclaré que en todo caso un ligero dolor de estómago y poco más, cosa que lo hizo sonreír) y cómo iba a afrontar el gasto una vez le llegase la factura a casa.

Qué indefenso estaba el caminante coreano. Sin poder usar su propia lengua para comunicarse, solo en un país extranjero, ingresado en una UCI (cuyo coste al día puede llegar, por lo bajo, a más de 3.000 euros), sin teléfono a mano y el viaje de vuelta ese jueves. Un cuadro.

Durante unos segundos no supe qué decirle. Esperando que la cara de espanto se le pasase un poco, intenté refrenar mis pensamientos. Le expliqué que, en general, nuestra Seguridad Social no tiene por costumbre cobrar sus servicios en situaciones de urgencia como la suya, y que lo que estábamos haciendo por él era necesario pero no particularmente caro. Como entendía de números (bastante más que yo, cosa no muy difícil, por lo demás) sólo sacaba cuentas. Así que le expuse el precio del antibiótico que había escogido, uno muy bueno pero que, a favor, es muy barato. Los sueros (a paladas, eso sí) tampoco supondrían un gran gasto. Le dije que se olvidara de contar gasas o compresas, agujas o termómetros: de eso no se lleva cuenta, va en el paquete (nunca mejor dicho); lo caro en todo caso, aparte la entrada en Urgencias (la emisión de una ficha está valorada, que no se cobra a nadie, en unos 300 euros por cabeza), estaba en las pruebas complementarias: la placa de tórax, las analíticas y las pruebas microbiológicas. Me preguntó cuánto, y callé por prudencia: un TAC abdominal sale por un ojo de la cara (y mira que hacemos muchos); en su caso sólo fue necesario una placa de tórax (que hacemos a todo el que entra por Urgencias, necesite o no, y es algo que habría que corregir no sólo por gasto económico sino por seguridad del paciente) y un eco abdominal, que bien no siendo barato, su coste no llega a ser estratosférico. Le di una cifra al azar (hubiera podido inventarme cualquier otra): total, la expresión de terror ya la tenía dibujada en la rostro.

A medida que recuperaba el sentido del cuerpo, su letanía mental continuaba. Si viajaba el jueves, ¿cómo podía comunicarse y retrasar el viaje en todo caso, y dónde se quedaría, pues ya no sería peregrino para alojarse en los albergues? Pidió su móvil, y desoyendo las normas, se lo dimos. No tenía carga y le prestamos un cargador. Mientras tanto intenté calmarlo. Le dije que por la mañana llamaría a la Trabajadora Social y expondríamos su caso, seguro que podría ayudarlo. Y casi le aseguré que el jueves estaría en el avión de vuelta a Corea. No sé si me creyó o le venció el cansancio. Sólo sé que al rato cerró los ojos y se quedó profundamente dormido. Despertó casi al mediodía, cuando yo ya me estaba yendo, con la noticia que la Trabajadora Social vendría en sus horas libres a echarle una mano.

– Y es gratis, descuida.

Le sonreí, y por primera vez él también lo hizo. Me despedí y no volví a verlo. Me enteré días después que embarcó feliz y ya recuperado ese jueves y que se marchó con la preocupación más aletargada por los buenos haceres de la Trabajadora Social.

Eso es Seguridad. Seguridad es pasear por París, Londres o Madrid sin que unos inconscientes embebidos en el juego de cientos de malas personas arramplen a tiros o lancen bombas. En el siglo XXI debería haber conciencia cívica, conciencia personal, protegida de ideologías malsanas y llena pensamientos libres, y sobre todo, por encima de todo, de respeto por la Vida, y por la Salud ,y saberse con derecho a ellas. Eso es Seguridad. Es un bien social. Un bien Individual. Es un derecho real del ser humano.

Y no, no valoramos lo que tenemos hasta que lo perdemos. Y no exigimos de nuestros gobernantes esa altura de miras que exigiría de ellos cercenar su poder, sus intrincados mecanismos de gobernancia y de mantenimiento del poder que deberían acabarse de una buena vez, para que el dinero no se desvíe de los cauces verdaderamente importantes: una Educación que nos enseñe a liberarnos de las manipulaciones de los gobernantes primero, de los extremismos, de la xenofobia, de la irrealidad después, y la Salud para trabajar, levantar una vida y un país y un continente y un planeta, y desarrollarnos como individuos, como seres humanos.

Mi padre estuvo ingresado ocho meses en la UCI. Yo no hubiera podido pagar ni un día de ingreso. Pero él estuvo: sé de verdaderas fortunas perdidas por los altos costes sanitarios (otra cosa es que sean necesariamente tan caros, pero todo tiene su razón de ser) a los que un ingreso en UCI, un inconveniente o una enfermedad crónica o incluso incurable puede abocar. Sin contar, que hace falta, con la alteración del esquema vital del Enfermo, que lo lleva incluso a perder durante un tiempo indefinido pero siempre largo, la entrada monetaria en su vida, tan necesaria para poder seguir en el día a día.

Young sabía a lo que se enfrentaba. Nosotros no. Pero sí intuimos que es importante. Unos por pura ideología política, otros por sentido común. Quienes han visitado el Pasillo de la Salud Perdida lo saben por propia experiencia. Nada como la Seguridad Social para sentirnos arropados, tranquilos, seguros y vivos. Nada como saber que tenemos siempre un lugar al que ir y en donde nos tratarán lo mejor que sepan o quieran (espero que bien) y en el que podremos recuperar la Salud sin preocupaciones tan importantes como el coste económico, pues las pérdidas personales y familiares ya vienen de gratis con la Enfermedad.

Por eso debemos seguir luchando. No por ideologías pasadas de moda. La única razón importante es el Hombre y todo lo que eso conlleva. Ni la religión, ni la política, ni siquiera las opiniones egóicas importan algo. El Humanismo despertó en el Renacimiento de un sueño se siglos. Dos guerras mundiales, miles de conflictos bélicos después, hay un tímido repunte de esa finalidad pura de la Humanidad. Eso es lo que hay que defender. Sea en Lisboa, en París, en Madrid o en Seúl, en plena libertad, sin ideologías, sin aspiraciones personales, sin sueños de grandeza. Porque atañe al hombre como individuo y como Humanidad.

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