Cuando un paciente fallece en la UCI es necesario que cerremos su historia clínica. Es parte de nuestro trabajo y nuestra responsabilidad, el último servicio que prestamos a un enfermo.
En general, es una labor un tanto ardua y habitualmente dejamos los sobres de las historias clínicas en papel en una estantería donde se van guardando hasta que se cierran. Cuando mi padre falleció en la UCI el año pasado sus tres grandes sobres permanecieron en la estantería, como el de cualquier enfermo más, durante un tiempo.
Cuando pasaba a revisar aquellas historias que me tocaba cerrar, tropezaba con ellos y me quedaba unos minutos mirándolos. Los acariciaba con los dedos, recordando cada uno de los días que él pasó ingresado, cada instante de nerviosismo y de alegría, de risa y de miedos y de llanto. No me animaba a abrir aquellos sobres cuyo contenido conocía tan bien, y verlos allí era un recuerdo constante de su paso por mi vida.
En todo este tiempo que ha pasado, tiempos de ajuste y de cambios, a veces me quedo en silencio cuando paso por el cubículo quince, donde estuvo aquellos largos ocho meses. No tenía que hablarle. Él me veía desde allí ir de un lado a otro, y con su buen ojo, sabía que estaba cerca. A veces me sonreía y yo le devolvía a sonrisa; y a veces, yo me lo quedaba mirando en la distancia, sabiendo que su progresión era mínima y que no saldría de allí. No se lo decía, pues nadie he conocido tan vital pese a su larga vida de enfermo, así que cargaba con esa certeza callada durante todo el tiempo necesario hasta que se hizo claro a mi madre y hermano que él no viviría más.
Me quedo callado cerca de esas puertas mientras mi memoria recrea todas esas mañanas, esas tardes, esas noches que pasamos juntos, y que él pasó junto a todo el equipo de UCI que se entregó como nadie a su cuidado. A veces alguien cae en la cuenta y me dice cualquier cosa o me da una palmada en la espalda, y ese momento congelado pasa y todo vuelve a la normalidad.
Ayer por fin decidí abrir el informe del cierre de historia de mi padre. Allí estaba resumida su vida hospitalaria, su vida de enfermedades variadas, y sus ocho meses de ingreso. Escrito con una concreción y un respeto casi único por uno de los médicos a los que tenía en más respeto y con quien conversaba, en las noches de insomnio, sobre la vida en América y el día a día. Ese compañero, en un regalo final, nos añadió a todos y cada uno de los médicos que lo atendieron alguna vez, en representación de todo el equipo de enfermería, auxiliares y celadores que se dedicaron con tanto cariño a él. Y escribió mi nombre en la última línea. Mi nombre, como responsable también de su cuidado, como deudor de su vida, como cuidador e hijo.
La Vida que nos da esas sorpresas, que nos sacude y nos da la vuelta y nos hace sonreír y llorar y temer y pensar. Todos los errores que cometí, todas las acciones imperfectas, las impaciencias que tuve, las irrupciones sin sentido, los accesos de ira por no ser entendido, el agobio de ser el único en mi familia que sabía, que conocía cuál iba a ser el fin de toda aquella lucha sin sentido, pero que tenía que ser llevada a cabo, como cada una de las facetas de la Vida, solo como nunca, no sé si comprendido, pero amparado por todos y tan cansado…
La Vida que nos deja solos, que nos obliga a aceptar cargas cuyo peso tambalea nuestros hombros, que nos arroja a abismos de los cuales pensamos no poder salir; que nos hace sentir culpables y a veces merecedores de elogios y de alegrías. La Vida que se regala generosa y ciega, pero que siempre cobra un tributo, un peaje. Todavía lo estoy pagando. Cada uno de nosotros lo está haciendo a su manera.
Tengo una copia de ese informe. Y cada página es un retrato de cada momento que pasamos juntos. Mientras estuvo sedado; sus infecciones; las veces que, paciente, toleró pinchazos y manipulaciones; su desagrado a ser tratado como un mueble, su posterior capitulación a ser bañado, levantado y sentado y acostado, embadurnado de crema, y a ser alimentado y cuidado. A hablar a través de una cánula de traqueotomía y a respirar a través de una máquina.
Oh, la Vida que me ha regalado momentos increíbles y cuyos ocho meses más duros no han quedado todavía atrás.
No fui valiente ni justo ni ecuánime. Con nadie. Y menos conmigo mismo. Y la Vida me ha llenado de silencio, que pugna por ser roto y a veces por ser entendido y escrito. Puede que lo consiga, como aquel que escribió ese informe casi perfecto, y que consideró (me consideró) digno de aparecer en él como uno de los cuidadores de ese paciente de la cama quince que era, que fue, que es, mi padre.
Vida…
precioso de verdad
Muchas gracias, Chus!
Muy emotivo, un abrazo Juan!
Muchas gracias, Pablo. Un abrazo!!!
Acabo de leer tu nombre en instagram en una foto de @labuhardilladesam. He tirado del hilo y buscado tu blog. Acabo de leer tu relato y homenaje a tu padre y me he sentido plenamente identificada. Mi padre murió en la UCI hace 3 años. Yo soy médico y la única que realmente sabía. Fueron solo 15 días, tras una pancreatectomia total por una neo y muchos problemas postquirúrgicos. Y en esos días me peleé con mi hermana que parecía ser la garante de la moral familiar y no se enteraba de nada. Y mi padre murió (casi) solo. Pues eso. te acabo de empezar a seguir en IG. Un abrazo!
Y gracias.
Alicia
Muchas gracias por haber llegado hasta aquí y por tus palabras, Alicia. La situación no es única, pero no por ello impide que dejen huellas profundas… Al menos yo no tuve esos poblemos a la hora del apoyo familiar… Muchas gracias por seguirme y ya me daré cuenta de quién eres en IG para seguirte. Gracias!
Yo creo que el sufrimiento pasa, pero el haber sufrido permanece y , sin querer, nos aporta más sabiduría irremediablemente.
Sin duda…Es una herida que deja una cicatriz perenne.