Callado. Los ojos risueños. Pupilas verdes.
Labios plegados. Aliento suave. Ademanes discretos.
Él es uno más. Pero es alguien más.
No es una vida cualquiera. Es él.
De repente una sonrisa. Y el cuello que nace en el pecho al descubierto.
Y mi mirada se turba.
Podría ser él. Podría ser un sueño de piel y sentidos. Podría ser todo lo que yo hube esperado.
Pero yo no.
Soy invisible. Soy imposible. Balbuceo y callo. Y se me caen las cosas de la mano. Y un manojo de nervios en el estómago. Y sonrisa tonta cuando me llama.
Yo soy una cara más en su mundo singular. Un momento pasajero en su tiempo sin igual.
De repente se acerca. Y hasta me sonríe. Y extiende su brazo fuerte y, en ademán, aprieta mi mano.
Siento que me deshago con su contacto cálido, con su firmeza de madera y y rosas.
Él huele a rosas. Y mi corazón late desbocado sin que nadie lo detenga. Ni siquiera yo.
No me importa soñar mientras esté así de cerca. E imaginarlo a pocos centímetros de mí, con el calor de los cuerpos que se encuentran y el rumor de unos labios en la piel y el baile de los dedos por la espalda.
Y cierro los ojos…
Me habla. O no. O lo imagino. O me deja a un lado.
Y abro los ojos.
Y allí está él, con una sonrisa única en su rostro perfecto. La camisa entreabierta, y el cuello partiendo de la nívea clavícula, y el brazo alado que nace del cuerpo de paloma…
Y se va. A saludar a alguien más. A esa persona que sí le ama, o que él cree que ama.
Que no soy yo.