Cierro los ojos. Siento cosquillas en los párpados y sé que mis pupilas, moviéndose, intentan acostumbrarse a la oscuridad de la mirada.
El mar entra suave, con esa facilidad divina de lo natural. Como llegaste tú a mi vida: sin esperarte pero deseándote; sin saberlo pero conociéndote.
Qué hermoso todo: los problemas y las rencillas tontas. Oigo tu voz dentro de mi cabeza, resonando como en una catedral. Y la mía propia, desgranando argumentos inútiles: quién quiere llevarse la razón mientras te tenga a mi lado.
Así, en silencio, oigo el latido de mi corazón. Late pum, pum por ti. Y por mí. Porque le da la gana y desea amarte, anhela saberte a su lado, compartiendo el mismo aire, el mismo espacio que ya no está vacío y que se escapa más allá de mí.
Llevo mi mano al pecho. Me hace cosquillas y me hace gracia. Es tu mano también y también es tu caricia, y a veces la indolencia de las horas perezosas y también la pasión que nos separa buscando un placer efímero: porque todo lo que no viene de ti se diluye y desaparece, hasta ese orgasmo fluido y perfecto que consigo a tu lado.
Nada es más importante que estar juntos. Hasta la distancia desaparece, como la noche se diluye en la mañana. Y aunque tú eres tú y yo soy yo, somos una adición al cuadrado, un misterio que desvela sus encajes con el paso de las horas.
Estás aquí. Estamos juntos. Sin tocarnos te sé cerca; sin hablarnos sé que me amas. Y como un soñador empedernido, me esfuerzo en vivir cada instante como si fuese el último, beber de tu sudor, gozar de tus caricias, enhebrar un anhelo junto a ti. Y como un soñador, con los ojos cerrados dibujo el mundo que lleva tu nombre, y con un eco, llenar la burbuja de la realidad con mi amor por ti.
¿Cuánto dura un sueño? No lo sé, ni me importaría saberlo. Porque la eternidad es demasiado enorme y rompe todas las cancelas, aún las de la distancia, el enojo y, lo sé, las de la muerte.
Te amo despierto, cómo no adorarte soñando.
Qué felicidad.