a Pedro, que pidió una historia sobre lo que permanece.
Voy poco a poco. Me cuesta subir la pequeña colina. Ya no soy el que era. Pero al final está el ciruelo, con sus ramas retorcidas de historias añejas y su tronco amable y generoso, y bajo el ciruelo el banco, ajado por la intemperie como yo, en donde solíamos sentarnos tú y yo a contemplar el atardecer.
La hierba cubre ahora el camino que recorríamos a diario. No sé qué hubiese sido de mí si no te hubiese encontrado. Como un tesoro oculto, tu corazón en mis manos y tu boca en la mía, llena de aliento y de palabras comidas. No sé adónde hubiese ido, escapando de mí mismo para encontrarme siempre, si tú no me hubieses detenido ni me hubieses arrastrado a disgusto por este camino de hierba hasta la colina, bajo el ciruelo en flor.
Ahora la vida parece otra; ahora la vida es otra desde que no estamos juntos. Pero ese día, cuando nos besamos bajo el ciruelo en otoño, sintiendo la caída de sus hojas de mora, cambiaste mi mundo, poniéndolo todo patas arriba y lo llenaste de corazón. Pero ahora la vida es otra, en donde todo me cuesta, el aliento y las pisadas, y las palabras se agotan y solo late el corazón. El corazón que se come bocado a bocado las ciruelas que penden del árbol en verano, envuelto en atardeceres lentos, bordados de estrellas tempraneras y dulces.
En la colina, aquella primavera, bajo las flores color de rosa como tus mejillas, me dijiste muchas cosas, me enseñaste un universo y me obligaste a caminar, un día y otro, desde el pie de la colina hasta el banco bajo el ciruelo, y contemplar desde allí, en una lluvia de pétalos color de tus mejillas, lo inmensa que es la vida, lo fascinante que puede ser, lo cansada a veces, como el resto de colina, lo verde como la hierba y lo dulce como las ciruelas.
Eras toda mi vida. Desde que nos conocimos hasta que nos besamos; nos abrazamos al ciruelo y su energía de savia sabia llenó nuestras arterias, y nuestros dedos se unieron en un chispazo de atardecer. Arriba, en la colina, sentados en el banco bajo el ciruelo, nos enamoramos muchas veces, y hasta nos dijimos cosas indebidas, y hasta nos peleamos un día y lloramos inconsolables. Pero como la colina y el ciruelo y el banco ajado, nuestro amor estaba hecho de eternidad, forjado con la llama de lo duradero, templado con el acero de lo inolvidable. Desde allí vimos las estaciones cambiar, la ciudad crecer, nuestro amor madurar. Sentados en el banco de madera, el invierno desnudó el ciruelo un año y otro más, y la primavera lo vistió de rosa y el verano de un maravilloso manto morado. Y bajo sus ramas nuestros ojos brillaron y se llenaron de arrugas, nuestras manos se hicieron temblorosas pero amantes, y nuestros pasos tambaleantes pero seguros. El tiempo pasó como pasa la vida, y nuestro amor enraizó como el ciruelo en la colina, y su corteza se escindió y creó nueva vida, como las ramas caídas y el banco escondido bajo sus pies.
Voy poco a poco. Me cuesta subir la colina. El camino, lleno de hierba, parece haber olvidado nuestros pasos. Ahora que son sólo mis pasos, quizá te extrañen, como lo hago yo. Sin embargo, lentamente asciendo la suave colina y me voy llenando de ti. Cada pisada, cada sonido de la hierba, el piar de los pájaros escondidos, el susurro del viento entre los ramajes, me hablan de ti. El mundo te ha olvidado y yo muchas veces ignoro que ya no estás junto a mí. Pero la colina lo sabe, y el ciruelo lo entiende y espera a que llegue para hablarme de ti. A pesar de los años que han pasado desde tu marcha; a pesar del tiempo que todo lo cambia, el viejo ciruelo de rama retorcidas, el banco ajado por la intemperie de dos siglos y yo, seguimos latiendo por ti.
He llegado. El mundo es otro bajo el ciruelo. Sus ramas penden desnudas en este invierno del alma. Pero me susurran cosas dulces al oído… Lentamente me acerco a ese viejo amigo, que parece recibirme generoso. Abro los brazos y lo lleno de mí. En ese abrazo, en el que siento su corteza blanda, sus años vividos como arrugas en mi cuerpo, la savia de su vida se mezcla con mi sangre, y el susurro de las ramas, como el tañer de la hierba, arropa a mi corazón.
Desde la colina todo ha cambiado: las calles no son las mismas; los edificios se han transformado: han desaparecido unos, cambiándose por otros. Los niños corren por un pequeño parque artificial, lleno de falso verde y de falso rojo y azul. Las madres pasan de ellos ya cansadas, supongo, de su eterno pedir. Y, sin embargo, todo parece que fluye, todo, hasta la distancia y la soledad.
Bajo el ciruelo, día a día me acuerdo de ti. Él me habla de ti con su susurro de ramas frotadas, y el banco donde grabamos nuestros nombres guarda el calor de nuestros cuerpos, y la hierba verde y alta cubre la intimidad de los besos que una vez nos dimos y ahora, la suave caída de mis lágrimas, que siguen llorando por ti. Un amor amor que ya no es de este mundo y que sólo aquí arriba, en la colina bajo el ciruelo, sigue viviendo por mí.
Gracias, en el más amplio sentido y dimensión de una palabra que siempre usamos y pocas veces valoramos.
Gracias a ti por estar ahí.