Morir, todavía/ To die, yet.

El día a día/ The days we're living, El mar interior/ The sea inside, Medicina/ Medicine

Ayer, durante la guardia, una paciente yacía moribunda. Se le había apoyado para que ese tránsito fuese lo más confortable posible. Sedación y analgesia. Alrededor de su cama se podía respirar el respeto inmaterial de la muerte. Si nadie ha experimentado de cerca el óbito de un ser querido puede que no sepa discernir exactamente ese momento de intensa quietud, de palpitante vida. Es una partida, y como todos los viajes, llena de ansias, emociones contrapuestas y respuestas desiguales. Sin embargo, si queremos darnos cuenta, algo transmite la persona moribunda en el momento casi de cumplir ese último tránsito, el último resuello, y es una sensación de paz más cercana que nunca a la divinidad, una sensación de discreta alegría que nos toca muy de cerca, tanto que lo desconocemos y pasa desapercibido, pero que ahí está. Algo muy similar a lo que ocurre en el Nacimiento: en medio de todo el lío de la llegada a este mundo, hay un instante mágico en donde todo concuerda, y una paz leve e intensa a la vez nos transporta, en ese milisegundo, a lo que es nuestra verdadera Vida, allá donde todo parece perfecto y sin duda lo es.

   A pesar de ocurrir en el hospital, y en nuestra UCI, a pesar de la batalla constante a favor de la Salud y de la vida como la conocemos, aún se pueden experimentar instantes mágicos como éste, momentos en los que la Muerte toca la Vida y lo deja todo atrás. Una mujer joven, alcoholizada, cedía su cansado cuerpo a la Nada y se despedía de este mundo tras una enfermedad que no fue amable y que no le brindó (quizá por nuestra intervención, o quizá no) la oportunidad de reencontrarse consigo misma de la forma en la que, por lo demás, yo la imagino. Ahora mismo me doy cuenta que quizá el instante de la muerte signifique para todos nosotros el momento correcto, ese minuto en el que nos reconciliamos con nosotros mismos y la vida se alinea, a través de la Muerte, para alcanzar la Vida al completo. Tal vez nuestros enfermos, cuando mueren, deben hacerlo así, o quizá no: el mundo es una escala de grises que termina bañada de una luz tan intensa que nos deslumbra y nos baña en la ignorancia y en el que todo es posible.

   Cuando entré a la guardia pude sentirlo en su caso. Esa serena paz me llegaba a la piel, y como siempre que lo noto, me quedo un rato a los pies de la cama y contemplo ese proceso con mucho respeto y los sentidos muy abiertos. A veces sólo me preocupa que el paciente se halle confortable y que no sufra; pero ayer ese sentido de lo eterno era muy fuerte, era muy dulce y sabio. Y por eso me despreocupé de todo y estuve a sus pies durante unos minutos. Hasta que tuve que salir corriendo para socorrer a otro enfermo que empezaría a vivir un proceso similar mucho más adelante. Pero allí quedó ella hasta que decidió irse, a eso de las cuatro de la tarde.

   Poco después me llamaron de casa para decirme que una de nuestras perras, la pizpireta e inteligente Niebla, acababa de morir, sola, a los pies del camelio, sobre una alfombra de flores. Una muerte repentina en un cuerpecito lleno de vida de perro, despreocupada, leal y única. Esa almita que nos iluminó la vida durante su breve existencia miraba con esos ojos líquidos de pura castaña madura, desesperaba por comer, corría de un lado para otro del jardín, hacía huecos profundos e inverosímiles persiguiendo a los topos, y le ladraba de forma escandalosa a cuanto congénere se acercaba a la reja verde que nos separa de la calle. Ese pedazo de cielo blanco, con una personalidad tan serena y decidida, tan pequeña y fuerte al mismo tiempo, se fue sin estorbar, como solía ser ella, durmiendo algo cansada ayer, y sin más nos abandonó segura de lo que hacía, cansada a saber porqué, sobre una alfombra de flores caídas.

   Cuando me lo dijeron, desvié mi mirada hacia la cama 4. Aquella mujer, como Niebla nuestra perrita, exhalaba también su último suspiro, su corazón latía por última vez en esos momentos. No la acompañaba, como a Niebla, el cielo abierto, el dulce viento de julio; ni su lecho era una confortable manta de flores, todo lo contrario; pero la misma paz, la misma serenidad y el mismo fin que de seguro mi perrita tuvo, ella lo estaba viviendo, lo estaba transmutando y nos lo regalaba a cuantos la rodeábamos. Suspiré con el teléfono aún en la mano. Imaginaba la tristeza de mi hermano, a quien todos los animales y los niños quieren con locura, buscando el lugar idóneo para enterrarla en nuestro jardín, como de seguro estarían haciendo los familiares de la paciente de la cama 4.

   Al final se optó por enterrar a Niebla en el lugar en el que murió, de suerte que ahora se halla debajo del camelio y rodeada de flores, entre abiertas y marchitas, llenas de color y vida como ella fue; un lugar hermoso, a pesar de la propia resistencia de mi hermano a no ver cómo la tierra con la que él la cubría, llegaba a taparla por completo, terminó su labor sembrando de pétalos a aquel cuerpecito blanco y castaño que nos había regalado siempre lo mejor que tenía, con ese espíritu de lealtad que sólo un perro puede llegar a tener.

   Mientras mi hermano hacía esta labor entre hermosa e ímproba, yo llamaba a los familiares de la paciente para avisarles que todo se había consumado. Hay muchas técnicas para dar malas noticias, todas útiles. Como ya he comentado en entradas anteriores, la mía ha terminado por ser la más simple y directa. Delante de mí tres mujeres, la más joven la hija de la paciente, aún crédula y esperanzada, con esa lucha a veces fraticida en la que nos lanzamos pese a todas las evidencias, recibiendo la noticia con la peor de las reacciones. Las otras dos, de más experiencia y edad y, por tanto, algo más bregadas en el asunto de vivir y morir, en la compleja situación de ver la vida por sus dos caras, intentaron consolar a la chica y, algo perdidas, al mismo tiempo intentan conservar algo de serenidad. Eso que a mí me sobra a veces. Les dije que no se preocuparan de nada, sólo debían llamar a la empresa funeraria; de lo demás nos encargaríamos nosotros. A veces me tienta la idea de ofrecerles algo caliente, café o alguna infusión, además de unas palabras de condolencia llenas de respeto y a la vez de rígida norma social, pero después de once años de trabajo, a veces dudo en dónde está la línea de la profesionalidad y del decoro. Al final, opté por la forma habitual, que es dejar que pasen el primer tramo del duelo (esa carrera hacia ninguna parte tan llena de vericuetos y de trampas sin salida que es el Dolor) solas en una salita tranquila y seguir dedicándome al resto de enfermos que son los que ahora más nos necesitan.

   Durante toda la guardia en mi mente se construyeron esos paralelismos, muy diferentes en apariencia pero demasiados similares en esencia y estructura. Hay una pérdida y un dolor, un hueco vacío, y una labor de continuidad, de seguir adelante. Obviamente una mascota no es un familiar ni un amigo, pero es un trocito de corazón que late dentro, muy dentro de nosotros; es una alegría y es una compañía, un saludo matinal y una pesadez de juegos vespertinos; ladridos nocturnos y búsqueda de cariño y reciprocidad. Sin llegar al extremo de considerarlos más que una persona, las mascotas, esos perritos que nos adoran y nos iluminan, forman parte de nosotros, y con su pérdida, un trocito de nosotros también muere y queda enterrado junto a ellos, en un rincón de ese jardín interior que es nuestra memoria.

   La guardia siguió de mal en peor. La cama 12 se deshizo. Contuvimos como pudimos una primera crisis de gran gravedad. Al estabilizarlo de forma momentánea, mis ánimos no me hacían sentir seguro. Aquello no tenía buena pinta. A las tres de la mañana una nueva crisis lo llevó a los bordes mismos de la muerte. Y si embargo esa tranquilidad, esa serena belleza de la Muerte no estaba aún presente, y nuestros esfuerzos por intentar frenar algo ya irreversible parecían reventar en el malecón de lo imposible. A las cinco de la mañana, tiré la toalla. Llegué al punto del no retorno en el que hay que decidir si seguir hasta el final o esperar el final de la manera más decorosa posible, con el máximo de amabilidad y de confort para el paciente. El equipo de enfermería, magnífico ese turno, lo entendió perfectamente: un grupo que trabaja en sintonía. En mi mente estaba la señora de la cama 4, y en mi corazón, ese reflejo divino y mi perrita Niebla, yaciente en un rincón del jardín. Por un momento deseé que todos aquellos que debían morir en nuestra UCI mereciesen un lugar tan bello para reposar, donde el aire y la luz y las flores los visitasen diariamente; durante un instante que cerré los ojos y el cansancio me pudo mucho más, deseé que todos pudiésemos morir, morir todavía, con la dignidad intacta, con el respeto merecido y la decencia, la hermosa decencia de haber sido seres humanos.

   Un poco más allá, un chavalote de 19 añitos salía adelante de una meningitis. Su sonrisa al hablar con él era un bálsamo en un día de sentimientos contrapuestos. Él sabía que uno de sus vecinos estaba malo y aún así parecía no enterarse, o quizá la energía de sus pocos años lo aislaban de todo ello. Bastante había tenido con lo suyo también. Antes de irme me paré en su cama y lo saludé.

   – ¿No duermes? (Como si alguien consciente pudiese hacerlo cómodamente en una UCI.)

   – Con las movidas que tienen aquí, para cerrar los ojos, doctor.

   Eran las cinco de la mañana. Le pedí a la enfermera que le diese algo de corta duración para dormir. Lo agradeció de inmediato. Mientras se le administraba la mediación sedante, durante una milésima de segundo, fantaseé con ponérmela yo también y poder cerrar los ojos, libres de tantas imágenes del día, y dormir un ratito. Cuando cerró los ojos y respiró cómodamente le sonreí a la enfermera de turno, una veterana de mil batallas, y ella me guiñó un ojo.

   – Vete a descansar un poco, anda.

   Me dijo y yo asentí. Antes de salir, dirigí mi mirada por toda la unidad. La calma de la noche, la locura de la Enfermedad, la paz de la Muerte, la lucha por la vida, el tenue lazo de unión con la Vida, y ese pasaje eterno y siempre diferente que nos lleva a una nueva dimensión, como el Nacimiento, como la llegada a la vida. Las dos caras de la existencia me sonreían de frente, y también me guiñaban un ojo cómplice.

   -Morir, todavía…

   Le dije a la enfermera. Ella me sonrió.

   Tres horas después, el chaval estaba ya despierto y reconfortado. En la cama 12, el ritual del pasaje a la Vida estaba comenzando. El ciclo del perpetuo retorno… Suspirando, pensé en nuestra Niebla, que ya no me recibiría con su pachorra habitual y sus colores blancos y castaños. Y en la paciente de la cama 4, y en el paciente de la cama 12… Y me despedí de ellos.

   Al pasar por la cama del chiquillo, éste me llamó.

   – ¿Pero aún está aquí? ¿Es el único pringado de todo esto?

   Eso me hizo reír. Y le saludé con una palmada en su pierna.

   – Hoy subes a planta, ¿sabías?

   Sus ojos se iluminaron.

   – ¿De verdad?

   Asentí sonriendo. Todo parecía quedar atrás, pero nunca iba a quedar libre de la pérdida ni del recuerdo.

   – ¡¡Qué guay es usted!!

   Cerrando la puerta de la UCI, le sonreí incrédulo.

   – Sí, qué guay.

   Cuando llegué a casa, fui al rincón bajo el camelio y vi el montoncito de pétalos sobre la tierra dulce y removida y planté sobre ella una semilla de melocotón. Quién sabe, si prende, qué nos recordará de ella cada hoja y cada flor, el roce de cada rama al viento y la peculiar sombra de estos árboles independientes. Tal como ella era.

   Morir, todavía cuesta. Todavía. Pero es, en el fondo, la última bendición y el ultimo viaje. Morir, todavía, nos enseña las dos caras del mundo, y nos recuerda nuestro verdadero lugar en él y que todo, todo, está relacionado.

8 comentarios en “Morir, todavía/ To die, yet.

  1. Que orgullo poder estar a tu lado , de nuevo , empujando para vivir…y ayudando a morir.
    Dignificas la muerte y engrandeces la vida…insisto , mi querido y admirado Doctor , que ORGULLO.

  2. Con qué ternura lo cuentas…. y cuanto miedo tengo yo…. Miedo a morir, miedo a vivir… Miedo a no saber, miedo a no conocer…
    Supongo que tu posición ayuda a tener «otra idea» sobre los dos procesos vitales.

    Gracias por compartirlo y dejar que yo lo pueda ver de «otra manera».
    😉

    1. La posición de Teresa o la mía ayuda en cierta manera, amplía la mirada al conocer las posibilidades, y quizá ayude mucho a la hora de tomar ciertas decisiones (pero sorprendería saber las veces que puede entorpecerlo). A mí desde luego me ayuda. Me preocupa más cómo morir (el sufrimiento no es gratuito nunca) pero no morir, todo lo contrario, fue y sigue siendo la mayor bendición.

  3. Me saltaron las lagrimas al leer lo de Niebla, que bonito relato y que inteligente tu perrita, siento mucho que te tocara sufrir su pérdida, lo bueno es que la vas a recordar como era ella con cariño, así es como debemos recordar a nuestros seres que se van, estamos quí de paso y al final todos hacemos ese viaje final, lo que nos da miedo es el no saber que hay mas allá y, sobre todo el egoismo de los que quedamos de perder al ser que se va, un beso Juan

    1. Sin duda, Anuska, pero para eso estamos todos haciéndonos compañía, para hacerlo con más fuerza y mejor!

  4. Maravilloso relato, me has emocionado profundamente. Solo puedo darte las gracias, gracias por expresarte de modo que cualquiera que lea lo que tu escribes pueda sentir este abanico de emociones con el que nos embriagas. Gracias.

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