Trabajar en un lugar como la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) aporta cierta perspectiva sobre el hecho de vivir y cómo vivir (que damos por descontado) y morir y cómo morir (algo de lo que evitamos hablar.)
No quiero decir que no sea sesgada; antes bien y desde el principio: se ven muchas desgracias. Y eso por fuerza nos hace relativizar las cosas. Y aunque hay milagros y es un placer verlos desarrollarse ante nuestros ojos, la historia del día a día es muy diferente.
En el centro mismo de lo que podemos llamar Vida, en la UCI se vierten todas las circunstancias que nos fuerzan, como seres humanos, a pensar en estos estados extremos de la existencia; valorarlos, depurarlos más bien y aceptarlos como hechos auténticos pero, en ningún caso, carentes de importancia o de cuidados.
La vida requiere de muchos cuidados, los mayores mimos. Pero también la muerte. Nada más importante que morir con dignidad. Y no me refiero aquí a la tan temida Eutanasia. En España está regida por Ley: es un delito. Pero desde el principio me gustaría dejar muy en claro que una muerte digna no es eutanasia por más que esos términos se tiendan a mezclar: son dos vertientes del río de la existencia que se imbrican, mas no son lo mismo. Eutanasia, o suicidio asistido, es eso, un suicidio programado en la que existe una ayuda activa para ser llevado a cabo. La muerte digna es, como la vida digna, un derecho como seres humanos y un deber como trabajadores de la Salud, para que el proceso a veces lento del óbito se produzca en el ambiente más cálido, más adecuado, más sereno para el paciente y para sus familiares, libre de las estridencias de políticos de pacotilla o de los escándalos de las almas sensibles.
Y la muerte es tan importante… Nuestra natural tendencia es a obviarla, a hacerla pasar de puntillas. Pero trabajando en la UCI, viviendo en la UCI, nada se obvia, todo se mira de frente, cara a cara, y habitualmente con un grado de crudeza enorme. El sufrimiento es real, los cuidados que se dan son reales, y el dolor, la angustia, la desesperación, y también la calma, lo son. Nada de lo que se asocia a nuestra existencia como personas se escapa a sus paredes, no hay faceta que no se palpe ni se olvide… La vida es tan importante, tanto, que la muerte, como parte de la Vida, también lo es.
En estos once años de dedicación al enfermo crítico he aprendido muchas cosas (también he desaprendido tanto, que aún me asombra que poseyese ciertos conocimientos alguna vez). Dejando aparte las formalidades técnicas de la profesión (que siempre se renuevan), lo que más impacto ha tenido en mí han sido la interacción con otras personas en un ambiente de trabajo que se intenta transformar en agradable pese a su dificultad y seriedad (cuando más importancia tiene algo más humor debe generar para aliviar la carga; no se irrespeta más, todo lo contrario, se alza para ocupar su lugar real) y los avatares que la propia existencia nos brinda a los seres humanos. Desde la empatía con el enfermo hasta la serenidad frente a los familiares; del miedo al fracaso a la aceptación de la realidad; del orgullo de salvarlo todo a la razonable tranquilidad de la sapiencia, que nos lleva a aceptar lo inabordable, que nos enseña que, una vez realizado todo lo humanamente posible, sólo el Destino (y siempre el Destino) habla.
Se asombran aquellos que creen que tras una década experimentado toda clase de altos y bajos, todo tipo de decepciones y de alegrías, sea capaz de conservar la risa, la empatía y la coherencia. Pues no veo el motivo de tal sorpresa. Cuando estamos tan cerca de la Vida, aprendemos a amarla por lo grande que es, con sus dificultades, sus eternos miedos y sus momentos de destellos fulgurantes. Cuando sabemos que todo es humo: los celos, las envidias, el orgullo, la mentira, aprendemos a amar y a escuchar, a esperar sin desesperar y a aceptar, por sobre todas las cosas, a aceptar. Cualquier personajillo con poder puede hacer mucho daño, y disponer de la vida de unos y otros con ciega ineptitud. Es cierto. Y eso genera dolor, es cierto. Y hay que luchar contra alguien así, pero no con Odio, no con Razón: cuando sabemos que la Vida es algo más que la ciega ambición, el poder efímero (todos desaparecen, todos) y el orgullo bruñido, algo en nuestro interior cambia, lentamente, pero cambia, y consigue que nuestro punto de vista madure, evolucione, se abra a otros estadios de comprensión que nos ayudan a veces, y otras quizá nos estorben, a la hora de analizar todos los tropiezos y los anhelos de nuestra vida.
Pues diez años en UCI me han servido para eso. Para encontrar a ese ser que llamamos Dios con mayúsculas y con minúsculas, para enfrentarme (¡y aún tengo tantos!) con mis miedos y para comerme mi orgullo, año tras año, guardia tras guardia. Muchas veces me han dado las gracias por hacer mi trabajo. Nunca he visto el motivo. Es mi trabajo. En todo caso, debo ser yo quien agradezca las oportunidades (todas: las más sublimes y las más oscuras) que todos los pacientes y que muchos de sus familiares me han ofrecido para aprehender la Vida, para saber más de mí y de quienes me rodean, y para valorar aquello que para mí es importante y que debe ser crucial: prestar el servicio adecuado sin pretensiones pero también sin excusas, y para garantizar la dignidad y la belleza de la vida y de la muerte… Si hace una década alguien me hubiese dicho esto, no lo hubiese creído. Pero es la verdad.
Un amigo norteamericano dueño de una imaginación única, me comentó una vez que él veía nuestro trabajo como si fuésemos Guardianes de la Puerta. Cuando le pregunté exactamente a qué se refería con eso de la Puerta, él me aclaró que era el umbral que separaba la vida de la muerte, y que el equipo de sanitarios (médicos, enfermeras, auxiliares de enfermería, celadores y personal de limpieza) vigilábamos esas puertas y éramos capaces de decidir, dentro de nuestras posibilidades, quién debía cruzar el dintel y quién no. La bendita imaginación de Todd Clary me regaló una imagen muy adecuada del trabajo que hacemos en UCI. Aliados del Destino, de Dios, prestamos nuestras armas a los pacientes, cuyo gran mérito está en ser capaces de sanar ganando vida o de morir ganado eternidad. En ambos casos, luchamos con denuedo para que sean llevados a cabo con la máxima dignidad, el máximo confort, el máximo cariño y respeto por la Vida.
La muerte digna es necesaria. Es tan necesaria como el aire que respiramos. Es tan necesaria como vivir una vida digna, que nos garantice nuestro valor como personas sociales y seres humanos.
Y se equivocan quienes piensan que la muerte es un fenómeno brutal, lleno de ruido, sin sentido ni coordinación. Las circunstancias que rodean al óbito pueden ser, y muchas veces son, duras y caóticas. Pero hay un momento, un instante único en el que todo se detiene, y el sonido del silencio gana la partida, todo adquiere un brillo sutil, cenital, y ese todo pasa rápido y veloz, hasta desaparecer.
Nuestra sociedad del miedo y la eterna juventud ha perdido el contacto con la muerte y con la vida. No sabemos plantarle cara ni a la una ni a la otra. Pero es tan necesario… No debemos tenerles miedo, no debemos escondernos ante ellas. La vida es fulgurante, apasionada, a veces difícil, a veces aburrida y más gris de lo que siempre hemos soñado. Pero el sol cada mañana, la luna suspendida en la noche cuajada de estrellas; una tarde de lluvia y viento, la sonrisa del amor, el llanto de la desesperación y la lucha, son momentos que nos permiten sentirnos únicos, dueños del mundo y de sus alegrías y desgracias. La muerte es un alivio muchas veces, es el primer puerto, el viaje eterno, la única salida real; es ancha, generosa y libre. Nada más preciado que ver el rostro de la muerte: todos los afanes se desvanecen, toda lucha tiene sentido y la palabra viaje, la palabra hecho, la palabra eternidad cobran su significado real y esotérico. El rostro de la muerte es dulce, es sereno, y durante el único segundo que se nos permite mirarlo, es hermoso. Nada más liberador que ese último suspiro, esa cuerda que se rompe y nos permite echar a volar. Los sufrimientos se transmutan y una especie de tranquilo alivio planea en el aire: llegamos a una meta, la única que hay desde el nacimiento, para seguir en el río de la Vida. La energía, para cumplir con la ley de la eternidad, se transforma liberándose, y esa liberación es a la vez un triunfo y una pérdida.
Eso es muerte digna. Eso es vida digna. Eso es por lo que luchamos día a día en UCI. Por alcanzar el máximo grado de atención en la búsqueda de la Salud y en la entrega a la Enfermedad, en la recuperación de la vida, en el abandono de la muerte, en el flujo de lo que llamamos Vida y que es mucho más que el mero teatro de banalidades y sueños en el que nos encontramos.
Me gusta hablar de la muerte. Me apasiona hablar de la vida. No le tengo miedo a la muerte; antes bien, la espero con los brazos abiertos porque la conozco, la he seguido, la admiro. Pero sí me desvela la forma de morir, las circunstancias que hagan de ese rito sagrado un vulgar bosquejo de vanidad. Por eso lucho día a día, junto con el resto del equipo, para conseguir la calidad máxima, el cuidado necesario, el respeto último por ese sagrado derecho que todos tenemos: una vida digna y una muerte digna, llena del confort y de la belleza (en toda circunstancia siempre hay un atisbo de Belleza) de lo imperecedero e inmortal. Y todos los días me enfrento a esa lucha y todos los días caigo y me levanto en ese afán. Porque sé que siempre, siempre, se podrá hacer algo más y se podrá ser mejor ser humano. La Vida nos lo pide, y estamos aquí para llevarlo a cabo.
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Bonito (ambos).
Gracias, Lute.
LLevo días buscando respuesta a la próxima pregunta,es importante ,aunque, no definitiva,casi nada lo es…una vez más,y ya son unas cuantas,me has indicado el camino…volver para cuidar y poder hacerlo contigo…esa es la RESPUESTA…GRACIAS LINDO.
Debes pensarlo muy bien si hay oportunidad de mejores condiciones aunque todo sea novedoso… Un beso enorme.