Cuando estaba en mi último año de residencia médica, que comúnmente abreviamos en R5, en vísperas de pasar una temporada fuera rotando en Estados Unidos, estaba de guardia. Por la tarde, nos comentan un caso terminal desde quirófano. Un caso típico de problemas abdominales por una cirugía previa años ha.
Lo que hacía curioso este caso es que el enfermo era SIDA terminal. No sólo VIH positivo, sino SIDA y moribundo. La operación no añadía gran cosa a su condición, salvo el estado de aguda gravedad en el que se encontraba previo a la cirugía. Cuando llegó, ya despierto y extubado, aún algo dormido, me llamó la atención lo joven que parecía (apenas pasaba de los cuarenta años) y la belleza que mantenía, esa hermosura de las cosas perdidas.
Debido a su estado, y para mejorarle, hacía falta adminsitración de medicamentos por vía intravenosa, lo bastante potentes para dañarle las venas periféricas, por lo que necesitábamos canalizar una vía central, en una de las venas más grandes del cuerpo a las que tenemos acceso. No sabía nada de su historia previa, salvo que padecía en esos momentos, entre otros males asociados a su enfermedad, Coriorretinitis por Citomegalovirus, una entidad nosológica de marcada gravedad dentro del VIH: es decir, tenía un enfermo de SIDA entre mis manos.
Cuando estábamos mi adjunto y yo decidiendo qué sería lo mejor, el enfermo despertó y preguntó con la mirada qué tal se encontraba. Se lo dijimos. Asintió con esa tristeza y cansancio tan habituales. Inmediatamente preguntó por su pareja, que seguro lo estaba esperando.
Mientras el adjunto perfilaba el tratamiento, fui a hablar con él. Sí: era homosexual. Sí: su estatus fue adquirido por contacto sexual. Una historia como muchas, pero con ciertos matices: en España, y en Galicia, el porcentaje de enfermos VIH positivos se caracteriza por ser de mayoría heterosexual, adictos a drogas parenterales (ADVP), en vías o no de desintoxiación. Asimismo, son pluriserológicos: habitualmente la infección por el VIH coincide con hepatitis por virus C y virus B (VHC, VHB) con una morbimortaidad muy superior.
Le pregunté a su pareja si él también era portador del virus. La normativa médica nos impide realizar sin consentimiento (salvo causas de fuerza mayor) las pruebas serológicas de VIH y, por supuesto, si no es paciente, la persona preguntada tiene todo el derecho a no decirlo. Yo lo sabía. Pero había algo en aquel enfermo y en aquel hombre que tenía delante de mí que hizo que me saltase las normas a la torera. Mirándome fijamente respondió que no, que eso había sido en una relación anterior a la suya (llevaban cerca de veinte años juntos.) Era consciente de su estatus de VIH desde que lo conoció y aún así no le importó seguir a su lado. Lucharon contra todos: la familia del enfermo, que aún sabiéndolo con un pie en la tumba no vinieron a verlo; la suya propia por unirse a alguien seropositivo, la Enfermedad, y los avatares de una vida en común tan prolongada.
Aquel hombre de aspecto sano, rotundo, de esos de largas tandas de gimnasio y jogging, me sonrió tímidamente entonces. No sé qué reconoció cuando nuestras miradas se encontraron. Yo estaba muy delgado en aquel tiempo de trabajo agotador, cansado y lleno de ojeras; al día siguiente me esperaba una maratón de quince horas de viaje; llevaba casi veinte trabajando sin parar, y no sé porqué me sonrió en aquel momento tan duro para él. Le cogí de la mano y le mostré como pude mi pesar por la situación que vivían: veinte años de entrega y de fidelidad terminaban en una cama de UCI y en la soledad más absoluta para ambos. Y lo comprendía. Y me sonreía a mí, al portador de las malas noticias.
– Hemos estado siempre juntos desde que nos conocimos. Luchamos juntos, reímos juntos, amamos juntos… Me gustaría…
No hizo falta que me dijese más. Le interrumpí con una discreta inclinación de cabeza.
En ese instante llegaron sus familiares con gran ruido y alboroto, abrazándolo con una pasión que me llamó la atención. Discretamente me escurrí como pude de aquel cuarto y los dejé solos. Aunque él no estaba solo.
Al llegar a la cabecera del enfermo, el adjunto ya tenía el tratamiento decidido. Me preguntó mi opinión. Como residente, aún como R5 que era en aquel momento, la decisión última es siempre del adjunto clínico. No tuve nada que objetar: aquello era también lo que yo tenía en mente. Sólo le transmití el favor que su pareja me había pedido sin decírmelo. Había esperado su confirmación y no me equivoqué: su pareja se quedaría a su lado hasta el último suspiro.
Como el tratamiento de mantenimiento requería a fin y al cabo la colocación de una vía central (labor del residente), empecé a explorar al enfermo y a explicarle lo que íbamos a hacer. El hombre estaba entregado entre la medicación y el cansancio.
Cuando iba a disponer todo lo necesario, el adjunto me detuvo.
– ¿Quieres que lo haga yo?
Yo le miré con una expresión interrogante en la mirada.
– Juan, a ti te queda aún mucho tiempo por delante… Si pasase algo… Déjame a mí: ya he vivido bastante y si me infecto, poco problema habría…
Pocas veces tengo miedo una vez que tomo una decisión. Los momentos previos a ella estoy nervioso (al menos internamente), porque sopeso lo bueno y lo malo de cada situación. Pero una vez que tomo una decisión cargo con todas las consecuencias y esa decisión es, en la mayoría de las ocasiones, irrevocable.
Pensé en aquel hombre que esperaba en el Pasillo de la Salud Perdida para poder vivir junto a su amado el último de los viajes, el último suspiro de cordura, de risa, de llanto. Esa fidelidad única e insondable, en el que cabían todas las lágrimas, todas las risas y todos los besos, hablaron por mí.
– No. Ya lo hago yo. Es mi trabajo, ¿verdad? Pues así será.
Fue en un otoño, hace ya seis años, y aún estoy aquí. Sigo interpretando casos, cometiendo errores; a veces maldiciendo mi suerte; a veces sonriendo plenamente. Deseando un abrazo y un beso; rodeado de intrigas y de sonrisas, de mala suerte e incomprensión. He pasado por valles y por altiplanicies; he sentido mucho miedo y me he dejado llevar. Pero aquella entrega de un millón de besos sigue grabada en mi memoria, y cuando decaigo, me sirve como combustible para seguir adelante.
La fealdad existe, la envidia genera conflictos; la maldad campa a sus anchas por el mundo; la destrucción y la avaricia; la incomprensión y la desigualdad siembran brumas en el horizonte. Pero el mundo continúa girando, y el amor llena el planeta; el amanecer ilumina los espíritus y la noche irradia al alma. Y un millón de besos se atesoran en la memoria y en el corazón…, porque aún hay esperanza.