Calle del Desengaño, 33

El día a día/ The days we're living, El mar interior/ The sea inside

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Subiendo por la cuesta de La Luz, esquina con calle del Olvido, se alza con una suave pendiente la calle del Desengaño. No es muy grande, apenas cincuenta números, dispuestos de forma caprichosa, números primos a un lado y el resto en la acera de enfrente. Es angosta, aunque llena de luz. Entra a través de las rendijas de las ventanas, con esos pequeños balcones en los que apenas si cabe un pie torcido. Y los edificios no son muy altos, cinco pisos, a lo sumo siete. Los hay particularmente feos, quizá algo abandonados, con su zaguán de mármol y sus escaleritas y descansillos de hierro forjado. Se podría decir que algo fríos y anticuados, con goznes que apenas mantienen una mudez de engrase antiguo y puertas pesadas que soportan la infestación de polillas de medio siglo.

En el número 33 de la calle del Desengaño la vida se ha detenido. Lleva casi un lustro. Hay corazones que laten con esperanzas vanas y otros dejan de latir de puro aburrimiento. Hay personas que juegan, sin quererlo, el juego de la espera con una entrega infantil y ciega (que viene a ser lo mismo), también cruel (la infancia es cruel) y aburrida (la adultez no es divertida). En el número 33, como si quisieran preservar una vida a Polaroid, los colores se deshacen como esperanzas desteñidas de tan manoseadas. Y arriesgan, apostando más de lo que tienen, a una sola oportunidad, con riesgo de ludópata y con igual suerte.

Si viviera en la calle del Olvido quizá las cosas hubieran ido mejor. Pero el jugador arriesga hasta la camisa, hasta la piel de su pecho, y espera, hasta perder el sentido, la llegada del que se fue sin decir palabra, sin caricias ni despedidas.

Puede parecer atroz calentar el lugar de alguien que no volverá. Porque nadie es el mismo cuando regresa pródigo buscando unos brazos de los que ha renegado una vez. Pero en la calle del Desengaño 33, vive un cabezota de corazón blando, que quiere creer (si no, moriría) que el mundo puede volver a ser como una vez hubo sido, o al menos como recuerda que era. Se engaña a sí mismo en ese juego de la espera, preparando café todas las mañanas, y zumo de toronja que tanto le gustaba, y unas tostadas torradas hasta la carbonización, como su propio corazón está; y la mantequilla dura como un iceberg, tal cual las caricias que ya no recordaba áridas, y unas galletas recesas, que ni se deshacen en el líquido pálido que se lleva a los labios.

Tiene ojos lindos aunque tristes. En el juego de al espera, en la calle del Desengaño número 33 apenas hay resquicio para la esperanza. Se aferra a ella con cierta testarudez que no es más que miedo escondido, y con una ilusón que no es más que costumbre y comodidad. No hay quien le quiera más ni quien le desprecie más que él mismo, y aún así, va a trabajar cada día, ahorra lo que no se gasta en regalos, y sueña sin medida, porque no le queda otra cosa, y ensueña la calidez de una caricia, el peso de un cuerpo en la cama, y hasta el roce de unos labios sobre la piel sedienta y ya menos firme que la última vez que amó con el cuerpo. En la calle del Desengaño 33 el amor ha transmutado en soledad y en espera juguetona y en esperanzas algo huecas y en testarudez miedosa… Porque no quiere asomarse al balcón de la realidad.

Y no seré yo quién le saque de ese error, por más que suspire al verlo, por más que desee arrancarlo de ese estado de hibernación dolorosa en el que vive. Cada quien lanza los dados en su propio juego de la espera. Pero mientras sé que él nunca compartirá conmigo sus fichas de amor (porque son de otro), yo sería capaz de regalarle las mías de por vida.