Matar a un ruiseñor/ To Kill A Mockingbird.

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Matar a un ruiseñor, escrita por Harper Lee, es un sueño. Un sueño si se lee con once años, porque nadie ha sabido retratar al padre perfecto mejor que ella, y nadie ha sabido encarnar mejor ese personaje que Gregory Peck.

Con una prosa suave, propia de una mujer del Sur de los Estados Unidos, y sin embargo directa y afiladísima, retrata el ambiente de los años de la Gran Depresión, el racismo, la pobreza, la falta de educación y la estrechez de miras de la que todo se deriva, sin despertar asombro pero sembrando en el ánimo del lector profundos sentimientos y hondas reflexiones. Por eso es una obra magnífica. Y porque nos acerca al universo atemporal y único de una familia especial vista desde los ojos de Scout Finch, la narradora de casi seis años, Jem Finch y, por supuesto, el verdadero artífice del libro, el verdadero ruiseñor de esta novela, el padre, Atticus Finch.

Porque Matar a un ruiseñor nos muestra todo el dolor, los sufrimientos, las fobias y la estrecheces de los norteamericanos de esa época y de la actual; nos enseña cómo una niña muy lista crece y se da cuenta del mundo y de lo que puede haber de grotesco y soberbio en él; pero también nos regala, quizá con una claridad tan meridiana como intencionada, el mejor retrato parental que he leído hasta ahora; tanto, tanto que, una vez terminada la historia, flotó en mi interior el deseo de tener cerca de mí la figura de un padre como Atticus Finch.

No importa: la versión cinematográfica que vi unos cuatro años más tarde, en la época en la que el Betamax y el VHS refulgían en el horizonte (y el Walkman, claro), me regaló esa imagen maravillosa, ese retrato que aún conservaba en mi interior de Atticus Finch, en las formas y maneras de Gregory Peck. Y él, como actor, ya había hecho muchas cosas y muchas más haría después de ésta, desde el Klimanjaro hasta Roma, pero para mí, por encima de todas las cosas, pasaría a mis recuerdos particulares, a mis sueños eternos, como el retrato del mejor padre del mundo: Atticus Finch.

Matar un ruiseñor es una historia maravillosa, que sigue inspirando las conciencias ciudadanas de todo aquel que se acerca a esta obrita maestra. Y su autora no necesitó mucho más que demostrar con respecto a su talento o su mundo interior: el cuerpo literario de la mayoría de los grandes autores no pasa más que de ruidos disonantes en medio de sinfonías maravillosas. Harper Lee nos ahorró, después de esta joya, con su silencio eterno (roto este último año pasado), muchos dolores de cabeza y más de una decepción, de seguro.

Y a mí, particularmente, la idea cenital de que, si bien Atticus Finch es el mejor padre del mundo, tampoco a mí me ha ido tan mal con el que tuve, después de todo.