Si hay algo que me deslumbra es la inteligencia sabia. Esa que logra sobrevolar al ego, al anisa de reconocimiento sin dejar de necesitarlo (algo, para mí, dificilísimo) y retratarse a sí misma con una intensidad única y un desapasionamiento feroz. Stephen Sondheim es un hombre que posee esa cualidad, y en sus dos libros de memorias artísticas (no, no es un libro de recuerdos, si no de análisis de su labor como letrista de teatro musical de Broadway) brilla sereno y, por lo mismo, atrapa.
En Finishing the Hat y en Look, I Made a Hat, las letras de todas sus composiciones artísticas están presentes. Todas. En orden cronológico de estreno, dejando hacia el final aquellas que no han visto la luz por cualquier motivo, no siendo su propio criterio uno de los más débiles. Para alguien como yo, que desconozco profundamente el universo del teatro musical anglosajón (confieso que mis lagunas culturales son realmente sonrojantes), encontrarlo ha tenido ese efecto de descubrimiento de un mundo nuevo, o al menos de comprensión de un mundo ajeno del que apenas conocía aspectos superficiales. He oído muchas veces canciones que ha compuesto sin saberlo y, por supuesto, sin ser capaz de asociarlo a los musicales a los que pertenecen. De la película Dick Tracy, Madonna cantaba sus canciones, e incluso la hermosa y tenue canción de amor de Reds lleva su sello. ¿Cómo ignorarlo?
Todo esto se encuentra en sus dos libros. Que no son de memorias. O al menos no memorias al uso. Es decir, son como sus musicales. Un compendio de inteligencia llevada al máximo, de brillantez interpretativa y lleno de secretos encantadores. A medida que leía, intentaba encontrar las canciones que los componían para apreciarlas mejor. En general, con los actores primigenios de los elencos originales. Simplemente para disfrutar de aquello que espectadores más afortunados pudieron gozar una vez en vivo…
Saber que él fue el letrista de West Side Story o de Gipsy, y el compositor de canciones maravillosas como I’m Still Here o Send in the Clowns, me ha dejado maravillado. Y el acercamiento hacia su propio trabajo, es decir hacia sí mismo en estos libros, no ha hecho si no afianzar mi admiración por su talento.
Stephen Sondheim sabe que la edad nos hace venerables, para el público en general, para los premios y para los reconocimientos (don Camilo José Cela decía, por ejemplo, que el premio Nobel no es más que un reconocimiento a la supervivencia de un autor, y no le faltaba razón al cascarrabias de Iria Flavia). Revelándose más tímido de lo que se pudiese pensar a primera vista, conoce el relativo valor de ese aprecio (aunque lo agradece) puesto que ha vivido toda su vida navegando en aguas tempestuosas, entre acusaciones de frialdad cuando en realidad sólo es inteligencia aplicada a la música, observación detallada del ser humano y perfección obsesiva de música, letra, intención y, sobre todo, del retrato de unos personajes con los que intenta pintar al ciudadano de a pie, lleno de matices, desnudo de juicios y cargado de ironía.
Sondheim es irónico; juega con ese matiz tan apreciado por los ingleses (quizá por eso es idolatrado en el Reino Unido) y que es un arma de doble filo como todo lo que nos puede llevar a extremos (el humor muy irónico se hace cargante así como el humor muy absurdo, ridículo) de los cuales ha sabido salir, quizá por intuición o quizá por simple casualidad, bastante indemne en su largo periplo profesional. Esta cualidad hace que la revisión de su trabajo se parezca más a una disección minuciosa que a un conjunto de justificaciones (de hecho, no hay ninguna en los dos tomos que nos ocupan). Y su lenguaje, muy rico, nos permite sin embargo a los neófitos musicales entender el origen de una canción y de saborear su composición y sus retoques.
Resulta curioso saber que, por ejemplo, su sinceridad es proverbial; no juega esa baza de la edad que muchos esgrimen. Si bien lo hace con un respeto que nos permite vislumbrar la persona que hay detrás del artista, o, mejor dicho, la persona de la que está hecha el artista. Es obsesivo, detallista, constante, cabezota, a veces ácido y a veces tierno y encantador: creo que hubiese sido un profesor maravilloso, de esos que de tan auténticos, los recordamos de por vida.
Aunque su música, sus letras, lo hacen ya por él.
Finishing the Hat y Look, I made a Hat están llenos de maravillas, pero no por las letras en sí mismas ni sus explicaciones, si no por los entresijos entre los que Stephen Sondheim va zurciendo el eco de su vida, colándose por el entramado como la luz vespertina por una celosía. Es un hombre puente, es un hombre constructor; un adelantado a su tiempo; un observador nato y, en la actualidad, un crítico veraz (porque es capaz de hacerlo consigo mismo sin ambages) y un hombre interesado por todo aquello que vale la pena en la vida.
Y aunque la ironía, la inteligencia y la brillantez parece que coronan su labor artística, si la estudiamos bien (y ambos libros nos lo permiten gracias a él mismo) descubrimos en Stephen Sondheim un hombre melancólico, romántico, interesado y amoroso, que consigue ver, y que implica a su audiencia a encontrar, verdadera belleza en todo lo que nos rodea: desde un vodevil intrascendente hasta la historia de un carnicero demente que llora en cada asesinato la pérdida de su hija… Para eso se necesita talento y mucho arte.
Sondheim, Sondheim. Dos veces y para siempre.
Muchas gracias, maestro.