El primer naufragio: la efímera idea de la libertad/ The First Shipwreck: Ephemeral Idea of Liberty.

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    El primer naufragio, de Pedro J. Ramírez, es un libro de los que me gustan: se aleja de todas las etiquetas posibles. No es un libro de historia, mas se sustenta en ella; no es una novela, mas está estructurada muy sabiamente como tal; ni es un ensayo periodístico, aunque su base y su desarrollo así lo demuestre. Es una mezcla interesante de estos tres estilos que aquí interactúan de una forma brillante.

   El periodista deja su impronta, el amante de la Historia juega con las referencias que el primero ha conseguido, y el escritor oculto brilla en el juego que personalidades vastísimas y complejas le sugieren, y se deja llevar con ellas hacia esos días convulsos, en los que París se tiñó de rojo más que de luz, y que cambió quizá para siempre la percepción del mundo como se conocía hasta entonces (aunque quizá sólo parcialmente).

   Pedro J. Ramírez traza en El primer naufragio una historia sobre la Historia, un acercamiento casi artístico, lleno de detalles y de profundidad psicológica, que sorprende por rico, pero a la vez por veraz. Todo escritor se confiesa, toda argumentación no es más que una arenga en defensa de las propias ideas. Partiendo de esta premisa, el autor nos lleva de la mano por cada uno de los protagonistas de los hechos descritos, por sus posiciones reales, sus miedos y hasta por sus pensamientos, alambicados sólo por el paso del tiempo y del registro de la propia Historia, y consigue desentrañar ese ovillo de estambre con el que se nos ha presentado siempre el ideal de la Revolución Francesa.

   Todo ideal es falso. El autor lo sabe y calladamente intenta demostrarlo en su relato. Casi nada de lo que yo conocía sobre la Revolución está en estas páginas. Y sin embargo no falta nada. Ni los juegos de ambición y poder; ni los arrebatos místicos; ni las furibundas reacciones populistas. Tampoco faltan los deseos reprimidos, las pasiones calladas, el retrato de los simples seres humanos que bordan un tejido de violencia y de muerte aún en contra de ellos mismos. El primer naufragio es el relato de una fuerza de la Naturaleza, un ejemplo de lo que consigue la Humanidad cuando quiere jugar a ser Dios. Es un reflejo de las leyes mecanicistas que comenzaban a imperar en el mundo; el universo cartesiano que despierta al hombre a su verdadero poder; el amanecer social del ser humano más que como hombre, o como suma a su realidad de homínido sapiens y severo. La Revolución Francesa se nos muestra aquí como el punto de ebullición de esos sentires y pensares desproporcionados, como una lucha entre Olímpicos y Titanes: el poder del cerebro frente al de la fuerza, la rebelión del Todo frente al Uno. Y es un poder que refulge y ciega y que embriaga y seduce. Y que requiere de mucha responsabilidad y de una mentalidad clara para poder manejarla con conciencia y llevarla a buen puerto con honor.

   Viniendo de una formación académica diferente (América), la Revolución Francesa, aunque sangrienta (purga tan característica de la Humanidad que aún hoy en día vivimos), era el sumun del pensamiento social y de las libertades, el humus sobre el que se basó la historia política de nuestros días. Sin embargo, tras la lectura de El primer naufragio nos damos cuenta que en realidad fue un crisol desaforado en el que se dieron cita todas las Furias del ser humano y casi nada de la calma y la soberanía y el buen hacer y la claridad que hoy intentamos encontrar en nuestras formas de gobierno (desde el gobierno del Estado hasta una empresa cualquiera; desde un colegio al hogar); parece más bien un mal experimento, o una buena idea en malas manos; el ideal oportuno en el momento humano más inoportuno.

   ¿Qué buscaba la Revolución Francesa? No lo sabemos con certeza. ¿Qué fue la Revolución Francesa? No lo sabemos realmente. Lo que sí sabemos, y gracias a El primer naufragio con lujo de detalles y profusión de bibliografía comparativa, es que fue un teatro de vanidades en el que perdieron todos sus actores, pero sobre todo el Pueblo, en el que se basaban supuestamente sus ideales. La Historia no es más que una esfera cuyo movimiento cíclico llega a asustarnos. La Revolución Francesa, a pesar de sus buenos fundamentos (la Igualdad, la Fraternidad, La libertad) ni fue fraterna, ni fomentó la igualdad ni propició la libertad soñada, porque sus dirigentes, o sus auspiciadores (llamémosles como queramos), no tenían tan alta talla moral y se consumían en sus propios fuegos de orgullo y ambición: bien sea el misticismo radical tras el que se esconden rasgos fuertemente psicóticos; bien sea la mera ambición de poder; o el ansia de notoriedad o simplemente la sed de sangre, ninguno de los actores principales de uno de los períodos históricos más bellamente mitificados, pudo manejar correctamente ese tsumani desatado que es el Pueblo cuando se le espolea y se le subleva haciéndole olvidar que, siendo individuos, forman parte de un todo y que ese todo siempre, siempre, es más importante que sus partes conformantes.

   Es cierto que a lo largo de la Historia, la Humanidad ha necesitado de ciertos períodos de convulsión en los que la tragedia, la muerte y la destrucción cauterizan los errores que se van acumulando, ese derroche de cultura perdida que llamamos vida que se vive, y que parece necesario sufrir de cuando en vez para poder avanzar en el camino hacia la Libertad. El pensamiento social que dio pie a la Revolución Francesa, nacido de un renacimiento científico mucho más tardío que el artístico (el hombre tarda más en pensar que en sentir), redescubrió sus raíces grecorromanas en un período histórico problemático, convulsionado, perfecto para el estallido del escándalo, para la manipulación atroz. Si en pleno siglo XXI, con todos nuestros adelantos tecnológicos, aún somos capaces de ser víctimas de nuestros mandatarios, si todavía pensamos que un movimiento social sin cauces claros es capaz de cambiar el mundo, no es de extrañar que, en la sociedad francesa del S. XVIII, aquel descubrimiento haya caído como un mazazo y se extendiese con la velocidad de un rayo. En El primer naufragio esto queda muy claro: sin dirigentes con ideas, sin fundamento político claro y cabal, la agitación popular sólo genera destrucción, sólo conlleva a una forma asaz dolorosa de perversión y de cautiverio, que llamaron en su momento Igualdad, Fraternidad y Libertad.

   La información es necesaria. La información veraz es útil. Mas toda la información llega a ser inexacta, porque en determinadas capas se transforma en revelación, y la revelación mal aprehendida da pie a fanatismos y a errores. No podemos manipular, como dirigentes, a aquellos a los que representamos, y sin embargo no podemos verter toda la información, porque no seremos entendidos completamente. Ser conscientes de eso es fundamental para nuestro progreso hacia la verdadera Libertad. Es algo que ocurre en todos los estratos de la Sociedad. No podemos explicarle a un niño de cinco años cómo un avión vuela, pero sí podemos explicarle que viajará en él surcando el cielo. Los políticos del S. XVIII hicieron creer al pueblo que era soberano y que regía sus propios designios: la revuelta estuvo servida en bandeja. Como un tumor que se rebela contra el resto del cuerpo, el cáncer del hambre, la incomprensión y la ignorancia hicieron mella y sirvieron de tea inflamada de la que soplaron esos personajes que deambulan por El primer naufragio dejando su impronta de pequeños grandes individuos en el ancho mar de la Historia.

   Pedro J. Ramírez dice huir de la novela histórica. Yo la llamaría más bien de la novela historicista, valiéndome de un pensamiento de Marguerite Yourcenar, que decía que para ella la novela histórica es el acto de esculpir el mundo psicológico de un personaje empleando dentro de lo posible piedras auténticas. El mundo del periodismo nació como el arte de representar la realidad de la forma más directa y cabal posible; es difícil que no se tiña de ciertos puntos de vista o que no sirva como medio de expresión de intereses o ideales varios (¿y no viene a ser lo mismo?) Él mismo lo demuestra a lo largo de El primer naufragio, al mostrarnos cómo la palabra escrita, la opinión de la actualidad, puede modificar la visión de aquellos que la viven de cerca. En El primer naufragio hay mucho de historiador y mucho de periodista, sin duda, pero lo que engancha de este libro no es ni siquiera su rabiosa actualidad, si no ese corazón oculto, profundo, que late a ritmo de novelista. Desde ese inicio en el que se nos presenta a un granuja y a un lunático corriendo ansiosos por la noche parisina, hasta su última línea, asistimos al dibujo primero y al retrato después, de todos aquellos personajes que formaron arte y parte de ese maremágnum de ideales y de deseos frustrados que fue la Revolución Francesa. El primer naufragio es muchas cosas, sin duda, pero por sobre todo es una novela narrativa trepidante. ¿Por qué? Porque está construida con piedras reales. Piedras que, como las verdaderas obras de arte, nos hacen pensar una y otra vez sobre la realidad de las cosas que han pasado y las que están por pasar.

   A fin de cuentas, quizá la efímera idea de la Libertad sea más atractiva que la Libertad misma. Sobre todo cuando aún no sabemos ni lo que es ni para qué la queremos. Y, sobre todo, cuando quizá, como Madame Roland en prisión, nos damos cuenta que siempre, siempre, la hemos tenido en nuestro interior.