Estaba atribulado. Iba de aquí para allá, arreglando esto, deshaciendo aquello.
No es que me sintiese solo, ni especialmente melancólico. Estaba agitado, sí, interiormente molesto. Por doquier me rodeaba la soledad de la noche, aún fría y desnuda de estrellas. No se veía la luna, escondida en algún rabo de nube. No había nadie más conmigo, ni la televisión estaba encendida para hacer ruido, ni había puesto música; ni un libro ni unos versos que calmasen un corazón agitado y algo atolondrado, dueño de un dolor que no tenía forma ni nombre, que crece callado y estalla en la garganta a veces en forma de grito y otras de silencio.
Sonó el teléfono. Era tarde. Habitualmente la hora en que Piernas de Alambre solía llamarme: escondido en la bruma nocturna, con esa voz de terciopelo y arena, que deshacía mis intenciones y exhultaba mi locura hasta hacerme gemir de felicidad a veces, a veces de desesperación,y otras de sosiego y calma.
Hacía mucho tiempo que no pensaba en Piernas de Alambre. La última vez que nos vimos, se despidió hasta mañana y ni una palabra desde aquella tarde, oscura y nublada, de llovizna tardía y triste. Ni una respuesta a los cientos de mensajes, ni una llamada de vuelta. Hasta esa noche.
Oír aquella voz fue una sorpresa. No la esperaba. Durante unos segundos no supe qué hacer. Me tembló el teléfono en la mano y me tembló el corazón. Temí que no me saliese la voz, y apenas un susurro se escapó de mis labios. El factor sorpresa, la oscuridad, la nervisoidad que tenía. No lo sé. Pero fue oír aquella voz y sentir de repente todo lo que en aquellos años había acumulado, todo lo que el dolor, el orgullo herido, la desazón y el amor derramado habían encerrado en mi corazón.
Casi fue como la primera vez que la oí. Aterciopelada y nítida, acompañada de una belleza que enmudecía, y de unos ojos de miel y desierto atractivos, chispeantes y atrevidos. Me sonreía con aquella boca de fresa y ladeaba la cabeza como si tal cosa.
Casi como la primera vez. Sólo que era la primera vez después de tres años de silencio.
¿Tres años?
No me había dado cuenta… No había llevado el paso de los años. Para mí había sido un conjunto informe de tiempo, de momentos en los que ya no estábamos juntos, de situaciones y pensamientos que ya no compartíamos. Sin embargo, parecía estar en lo cierto: enero de 2008… Claro, sí, tres años ya…
Durante unos segundos, me temblaron las piernas y tuve que sentarme. Sin embargo sé que mi voz, una vez salvado el primer escollo, salía prístina de mi garganta, y se vestía de una indiferencia teñida de orgullo y de un cierto desdén mezclado con engaño y abandono. La noche cambió, haciéndose más oscura, más densa, más noche, desnuda de estrellas como desnudo estaría su cuerpo, pegado a las sábanas lleno de calor. Qué imagen…
Menos mal que no podía verme…
Intenté recuperar las fuerzas y aunarlas con los latidos de mi corazón. Aquella situación me había tomado tan de sorpresa… Odio lo inesperado. Mi capacidad de reacción disminuye, mi concentración se anula. Y aquella voz…
Y sin embargo, allí estábamos, Piernas de Alambre y yo, uno hablando como si fuera ayer y el otro resumiendo en su voz todo lo que aquel tiempo, aquellos tres años, habían significado, habían sido y perdido. En fin…
Había oído de todo: que tenía pareja, que había sido padre, que su belleza permanecía intacta desde aquel día. Qué se yo…
Me preguntó de todo: el trabajo, los amigos, el amor…
¿Hay alguien nuevo?
Como si pudiera haberlo. Como si le importase. Aquella voz, ansiosa, quería saber si había rehecho mi vida; si había construido algo firme con ella. Piernas de Alambre…
He conocido gente estupenda; aquí y allí alguien que vale la pena, quién sabe…
Y me contó que tenía pareja, que tenía una niña maravillosa que se le parecía; que se acordaba de mí aunque no lo demostrase; que me guardaba muy cerca del corazón. Que me imaginaba con una vida placentera, quizá como la suya, quizá algo mejor; el amor rodeado de un parque verde, con un coche nuevo en la acera, y la sonrisa eterna esperando en las sombras de un lecho apenas rehecho…
Me puse de pie. Quizá aquel había sido un sueño que ahora estaba perdido en un limbo muy lejano a mí. Ya no era así, si alguna vez lo había sido. Su huida había significado demasiado dolor para mí, me dejó sujeto a una incomprensión que no quería ahora aclararme, como si no hubiese existido… Y me dejó sumido en un mar de preguntas, en un sin fin de dudas que nunca han conseguido respuestas…. Quizá yo no era lo que había pensado, tal vez había conocido un juego nuevo, unas esperanzas por descubrir. Qué se yo…
Pero yo ya no era lo que había sido tres años antes, y Piernas de Alambre era responsable más que directo de aquella revolución, de aquella soledad sonora, de aquel cambio.
Mi voz se tornó fría, hueca. Descubrí que no quería saber de su vida, que no me interesaba conocer los detalles nimios de su existencia repleta de cotidianidad, de largos días iguales sin compromiso ni fin. Durante unos minutos, en los que disertó sobre el presente, el desempleo y los sueldos, supe que no quería oír aquella voz que aún me enloquecía; no deseaba sentir cerca el sabor de sus labios ni el tacto de aquella piel que sí, aún amaba.
No le dije nada. Pero dejé que mi voz reflejase todo lo que estaba despertando en mi interior. ¿Orgullo? Sí. ¿Dolor? Mucho. ¿Soledad? Sin parangón. Pero Piernas de Alambre había perdido ese lazo único que nos mantenía unidos, esa confianza eterna que no sólo une a los cuerpos, sino los destinos y las almas. Lo había cortado de un navajazo aquella tarde, tres años atrás, y ya no había forma de enmedar aquel hecho.
Y me di cuenta que yo no quería arreglarlo tampoco.
En tres años, su lejanía, su silencio, habían construido un muro alrededor de mi corazón; nos lanzaron por caminos diferentes, sin puntos de conexión, sin afinidades, sin salidas. En tres años su desdén sembró en mi corazón amargura y soledad y cierta incertidumbre y mucho desamor. En tres años hizo que trazásemos, queriéndome lejos de sí, los planos de unas vidas separadas.
Quedaremos alguna vez, ¿verdad? Me acerco y nos vemos…
Silencio…
No tenía derecho a llamarme. No tenía derecho a saber de mi vida, puesto que la había destruido sin importarle mi dolor o sus consecuencias. Y ahora intentaba acercarse de nuevo, tender puentes, encontrar en el pasado esos puntos de unión que nos habían acercado tanto, hasta la intimidad.
La noche pasaba lenta. Oscura, impasible, imposible. No había ese pasado. No quería que lo hubiese. Me di cuenta que no lo quería ni en mi presente, a pesar de seguir amándole casi como el primer día, a pesar de la ausencia de poesía, de guías o de certidumbres en mi vida. A pesar de seguir queriéndole como el primer día, me había acostumbrado a su ausencia, a su vacío libre de compromiso, a su lejanía callada y a su egoísmo. Y yo ya no tenía espacio en mi vida para su vida, para su realidad.
Quizá alguna vez tropecemos en la calle, nos veamos a los ojos, y, tras unas sonrisas, podamos retomar una historia perdida y reencontrada. Pero ahora no. Ahora, en estas vidas separadas, su voz de terciopelo y arena, su cuerpo de planeta inhabitado, cubierto de una piel tan cálida y suave, y aquella mirada de miel y desierto, no tienen cabida en mi vida, han perdido toda influencia, han matado toda esperanza en el porvenir…Quizá mañana, con el tiempo, si nos encontramos de nuevo, casi sin querer, en el futuro…
Pero por ahora no.
Vidas separadas, como lo quisiste un día sin decirlo, Piernas de Alambre, como tuve que adivinarlo entre el dolor, la incomprensión y la soledad.
La noche siguió su curso, llena de vacío oscuro, callada y sugerente. Colgué el teléfono. Me senté en el sillón. Resoplé. Y callé durante tiempo, mucho tiempo, rodeado de su ausencia, de mi frialdad, y mis pesares.Ya no sentía desazón, ya no temía a nada.
Y llegó el amanecer cálido y discreto; el alba de unas vidas ahora ya completamente separadas.
Y me fui a dormir.