Quizá el sentimiento más sincero que he leído hasta ahora en homenaje a Nelson Mandela ha sido el de Bibiana Fernández (@thedevilisawoman en Instagram): «…La noticia de su muerte es menos triste, por saber que es un hombre que cumplió con su destino, e hizo mejor al de su pueblo, símbolo de libertad».
Para mí Nelson Mandela es un símbolo, más allá de sus implicaciones políticas nacionales e internacionales, porque ha representado lo que somos en esencia: un ser humano evolucionado. Desde las correrías de la infancia a la infatuación de la juventud, a veces riesgosa y llena de peligros; desde la intolerancia a la máxima mansedumbre; de la ignorancia del sectario a la sabiduría del tolerante; de la insatisfacción y la rabia, a la absoluta alegría de la aceptación.
Él es una de las muchas pruebas que tenemos de la grandeza del ser humano. Una muy mediática, pero esos milagros podemos encontrarlos en nuestro día a día. En una prisión como la suya; en la propia cárcel de nuestra mente. Nelson Mandela encontró la llave a la libertad una vez se deshizo de sus cadenas: ese es el ejemplo que deja al morir.
¿Lo demás? Sólo alegrías dentro de las desdichas; sólo paz dentro de la revolución exterior; el reflejo en la mirada de la grandeza interior.